Se pronuncia gatillo fácil, significa racismo estructural

Policías de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, vestidos de civil, persiguieron a un auto donde viajaban cuatro jóvenes. Dispararon sobre ellos provocando la muerte de Lucas González, un joven futbolista de 17 años. 

Lucas y sus amigos venían de entrenar, frenaron en un kiosco a comprar bebidas cuando fueron interceptados por un auto que no tenía identificación policial. Estos policías vieron rostros marrones con ropa deportiva arriba de un auto y automáticamente identificaron allí a delincuentes que debían ser abatidos. 

Decir gatillo fácil, una expresión ya conocida por todos, no alcanza para dar cuenta del tipo de violencia que en nuestro país se acepta sobre cierto sector de nuestra población. La portación de cara, la ropa, la onda y todo lo que envuelve a la apariencia de una persona varía según el color de piel. 

Si cuatro jóvenes blancos con ropa deportiva se transportan en un auto, la sociedad toda podría inferir que el auto es de alguno de sus padres y que los jóvenes vienen de hacer deporte. Pero si son marrones seguramente son delincuentes. 

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El delito y la pobreza están mentalmente geolocalizados para nuestra sociedad. En las villas los ladrones, y fuera de ella el resto de la gente. En esta suerte de GPS fascista también están los colores de las personas. En Argentina, la gorra, como accesorio de moda, es un privilegio que solo los rostros blancos pueden usar sin riesgo de quedar expuestos a la mirada inquisidora de la gente y la violencia policial. 

La violencia policial se cobró miles de vidas desde el retorno de la democracia. En las marchas de las familias de todas las víctimas de gatillo fácil, los rostros son marrones. Los únicos blancos son activistas o militantes que acompañan, o abogados, todos miembros de esa clase media argentina que se siente, se quiere y se busca mantener siempre blanca, como recién bajada de los barcos europeos. 

Existe una suerte de cálculo ya realizado hace mucho tiempo en las instituciones del Estado, si un cuerpo es marrón y a primera vista pobre, el precio a pagar por ejercer violencia sobre él probablemente sea igual a 0. Por este cálculo implícito es que tenemos los millones de relatos de violencia obstétrica por parte de mujeres marronas, por esto también los millones de relatos de detenciones arbitrarias a jóvenes que transitan por la calle.

Los debates progresistas, también universitarios y predominantemente blancos se dan en los medios de comunicación. Y como una burla para las familias que lloran la muerte de un ser querido, el debate se va entre el antipunitivimo acérrimo, postura que también es solo apta para privilegiados,  al  pedido de pena de muerte, esa  otra herramienta fascista para naturalizar el sentido de justicia más chato posible. Todo esto sin dar cuenta de lo que es necesario: que las familias necesitan justicia, lo que hasta  ahora como sociedad definimos que es justicia y debido proceso. Y que el Estado necesita generar herramientas para tratar el racismo estructural. 

No se trata  solo de la fuerza policial, sino del modo en el que el Estado genera y sostiene las prácticas violentas de la fuerza policial. Y como socialmente legitimados desde la opinión pública esa violencia.

La  tolerancia social al fascismo  se incrementó  durante el gobierno de Mauricio Macri, quien junto a la entonces ministra de Seguridad Patricia Bulrrich avaló el gatillo fácil en el caso Chocobar. Y continúa presente en los discursos políticos conservadores. 

En Argentina la mano dura, además de dura, es blanca y oprime sobre todo a los marrones. 

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