Nomadland: un lugar en el tiempo

Elogiada con mayoritario consenso por la crítica internacional, nominada y ganadora en un gran número de festivales y eventos de la institución cinematográfica, triunfadora absoluta en los Premios Oscar 2021, Nomadland (Chloé Zhao, 2021) es una obra mayúscula de poética existencial. Por Pedro Arturo Gómez

El cine es un arte del tiempo. En el perpetuo afán de la búsqueda del tiempo perdido, el cine permite recobrarlo mediante las construcciones del relato y una técnica que le es inherente. Mientras las urdimbres y arquitecturas narrativas moldean el tiempo entretejiendo no pocas veces los hilos de la memoria, al efecto de capturar visualmente un fragmento del flujo temporal propio de la fotografía, el cine le agrega la ilusión de, una vez capturados sucesivos fragmentos de tiempo fijados en una sucesión de imágenes, recomponer el andar del flujo a través de la puesta en movimiento de esas imágenes. Por supuesto, se trata de la representación del movimiento, el desplazamiento en el tiempo y el espacio que conlleva la acción.

El filósofo francés Giles Deleuze diferenció dos tipos de imágenes cinematográficas, asociadas a dos etapas en la historia del cine o modalidades estéticas: la imagen-movimiento, identificada con el cine clásico e industrial, y la imagen-tiempo, que se corresponde con el cine moderno. En la imagen movimiento, el tiempo es la correa que tracciona la articulación acción-reacción, el tránsito veloz que engarza una acción con otra tan característico en el cine industrial. La imagen tiempo, en cambio, introduce una autonomía de ese intersticio que pasa a tener una presencia propia, mediante –por ejemplo- la duración extendida de los planos, una consistencia que hace posible “esculpir en el tiempo”, como decía el realizador ruso Andréi Tarkovski. El tiempo ya no es un mero transcurrir, sino que se transforma en un acontecimiento en sí mismo, abriendo la posibilidad de habitarlo desde la una experiencia sustraída de la lógica causa-efecto.

El jinete

Una película como Nomadland (Chloé Zhao, 2020), al tratar sobre el nomadismo automotor que surca las carreteras de Estados Unidos, puede verse a simple vista como un relato donde predomina el espacio. Sin embargo, el viaje incesante de Fern, el personaje interpretado por la inmensa Frances McDorman, una mujer tallada por la pérdida (de su marido, su trabajo, su casa…), no es sólo el desplazamiento de un lugar a otro, sino la apropiación de la magnitud temporal por parte de una vida que se refunda, a través de un viaje a la vez interior, como experiencia móvil para vivir ese duelo al cual la lógica de la productividad capitalista le niega su tiempo.

La recuperación del tiempo en Nomadland no se produce a través de la representación audiovisual de la memoria, sino que se vale de una cámara que aletea sobre la constante marcha hacia adelante de estas mujeres y hombres en su experiencia vital de una forma cultural, la del nomadismo sobre cuatro ruedas y ese tiempo migratorio suyo donde hallan un lugar en el mundo. Como en su extraordinaria opera prima Canciones que me enseñaron mis hermanos (Songs My Brothers Taught Me, 2015) y su prodigiosa segunda película, El jinete (The Rider, 2017), Chloé Zhao combina los recursos del cine documental con la ficción, tendiendo una mirada etnográfica sobre mundos de vida contemporáneos cuyas raíces se encuentran en lo profundo de la cultura estadounidense: los pueblos nativos norteamericanos confinados en reservas indígenas, el universo del rodeo y la aventura humana arrojada a la inmensidad del paisaje natural.

Con este eje antropológico y sus innegables guiños cinéfilos hacia ciertas figuras, géneros y películas emblemáticas del cine clásico de Hollywood -como el Marlon Brando de su autobiografía Canciones que mi madre me enseñó, el western y el plano final de Más corazón que odio (The Searchers, John Ford, 1956)- no hay en el cine de Chloé Zhao una exaltación celebratoria, sino una medulosa interrogación que se adentra en estos mundos para interpelarlos e interpelar nuestra propia experiencia de espectadores/as. Inquieta como sus personajes, Nomadland insiste en romper el encantamiento de su enorme belleza, tanto como los encasillamientos de quienes la examinan desde las hormas del llamado cine independiente o del cine de crítica social. Del mismo modo que un súbito golpe de la puerta corrediza del vehículo de Fern nos arranca del éxtasis estético de los paisajes fotografiados por Joshua James Richards y la música de Ludovico Einaudi, la presencia de la preciosa fiereza de Frances McDormand hibrida el -por definición- impuro indie cinematográfico, la tensa conversación de Fern con su hermana desbarata cualquier interpretación que apunte hacia un elogio del nomadismo rutero como reencarnación de la “gran tradición épica” norteamericana de los colonos, y las referencias a los estragos de la especulación financiera, al crack de la burbuja inmobiliaria de 2008 y a la jaula del capitalismo aparecen sólo en el rescoldo de los diálogos y testimonios, en un sabio fuera de campo que evita el didactismo de la exposición gráfica. Es como si la Zhao nos dijera, todo el tiempo: “por ahí no va este viaje”.

Nomadland 2021

Por donde sí va este viaje es por ese “sobrevivir” en la Norteamérica del Siglo XXI que aparece mencionado en el subtítulo del libro homónimo de Jessica Bruder sobre el que basa la película, un permanente trayecto donde se entrelazan las trayectorias de las y los nómades con sus historias de vida, narradas en los encuentros a lo largo del camino, una narración polifónica que es también –no podría ser de otra manera- una apropiación del tiempo. No se trata de la mera posesión de un tiempo que se “tiene” para ejecutar los actos dictados por las normas de la performatividad productiva, sino la toma de un tiempo que permite hallar allí un alojamiento en medio de la transitoriedad, un enclave de sentido que puede ser hogar sin ser casa, una instancia de acontecimiento, una sustancia vuelta materia en la cual esculpir la estética de una vida rescatada del devenir para ser vivida como auténtica vida.

Impulsada por el motor de una tristeza que sin obnubilarse en sí misma se reconoce como vibración de la condición humana en las cuerdas de lo privado y de lo histórico sociopolítico, la vida de Fern y la de esa comunidad nómade son el movimiento del tiempo como dimensión existencial rehabitada.

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