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Lecturas de fin de semana: La Ika maga

Este texto fue producido en los talleres de construcción de obra Marea Emocional (María José Bovi) y Desarmar la Escritura (Fabricio Jiménez Osorio). 

La Ika maga

Ana Luisa Coviello

A mi abuela materna le decíamos “la Ika”. Los adultos la llamaban Gringa, pero como mi primo mayor no atinaba a pronunciar ese grupo consonántico cuando era un niñito, le quedó Ika. Una mujer como la madre de María Negroni en El corazón del daño: “amaba aborreciendo”. Daba instrucciones para la vida todo el tiempo, explicaba los procesos de la biología humana con una naturalidad pasmosa para la época y para su edad, y nunca, pero nunca, se resignó ante la muerte de su hija mayor, la Cuchipe, mi madre. Para mí, su imagen siempre resplandeció. Era enorme, colosal, heroica. Estaba allá arriba, sus proporciones, en directa relación con mi admiración y en opuesta relación con mi pequeñez, se engrandecían verano a verano.

Los dos o tres largos años después del fallecimiento de la Cuchipe, la Ika los pasó llorando. Cuando digo llorando, quiero significar ríos caudalosos. Era como si su cabeza hubiera estado congelada y de sus ojos emanaran chorros del deshielo, violentos, audaces. Le era imposible levantar cabeza y mirar a su alrededor. Su dolor era totalizante. Abrumaba ver sus párpados hinchados, su nariz enrojecida, la mueca de su boca, los gestos con el pañuelo secándose las lágrimas. Se armaban unos silencios pesados cuando ella la recordaba y todo el mundo entraba en modo compungido.

Yo sentía mucha culpa cuando íbamos al cementerio y la veía llorar. A mí el llanto no me nacía de esa manera, tan intenso, tan fluido, tan espontáneo. Y yo sí extrañaba a mi mamá. Pero no podía manifestarlo de ese modo. En mi mente infantil, me preguntaba si eso significaba que yo no la quería o qué.

Un día la Ika se despertó y se dio cuenta de que yo estaba ahí. También estaba mi hermano, pero se detuvo en mí y en mi sed de madre. Hubo uno en que esa epifanía se dio: cuando perdí mi primer diente de leche.

Yo era una niña desconsolada cuando el diente, que tantos días había estado flojo pero no terminaba de desprenderse, finalmente se soltó y desapareció. Las pérdidas, en esos días, adquirían proporciones descomunales.

Ella me miró y me dijo:

─Yo te lo voy a encontrar.

Y en ese momento, se le alargó el vestido turquesa, que adquirió brillos tornasolados, y un gran turbante como de encantador de serpientes apareció en su cabeza, dejándole a los costados unos mechones rubios de hechicera y se fue volando por el patio de la Corrientes.

Atravesó las anchas llanuras del Este hasta llegar al océano. Se sumergió, fue hasta lo profundo, creyó haber dado con el diente pero no, eran pequeños desprendimientos de corales blanqueados por la fricción con la arena. Preguntó a ballenas, rayas y merluzas, pero no obtuvo resultados. Volvió. Se dirigió esta vez hacia el Oeste, hasta llegar al pie de los Andes, soportó lluvias de arena, de polvo, de cenizas. El granizo la encandiló y creyó muchas veces estar ante el diente perdido aunque, al instante, el cubito blanco se derretía ante el calor de sus manos. Cuando pasó por las salinas, hubo de tener mucho cuidado para no confundirlo con la sal, numerosos granitos le hicieron cantar victoria antes de tiempo. Rumbeó luego para el Norte y fue a dar al altiplano boliviano. En vuelo por las montañas vio desde arriba puntitos luminiscentes que concentraron todo su interés: a medida que se fue acercando a la tierra, se dio cuenta de que eran fragmentos de huesos de pumas y de vacas gastados por el tiempo, convertidos en perlas óseas. Un cóndor pasó por ahí y le sugirió que ingadara en el vientre del mundo, bajo el ombligo. Y ya cuando regresaba derrotada a casa, una corriente de aire frío proveniente del Sur le dio la clave de la pesquisa, y la nieve se lo puso envuelto en un copo sobre la palma de la mano izquierda.

Así fue como la Ika se recibió de Maga Madrina y pude poner esa noche el diente bajo la almohada. No sé cuánto dinero me dejó el Ratón, sí sé que esa noche no tuve pesadillas.

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