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Los pobres también merecemos ser felices

El ataque mediático del presidente Javier Milei a Lali Espósito provocó un sinfín de opiniones sobre los eventos gratuitos organizados por Estados, ya sea nacional, provincial o municipal.  En su entrevista a tres periodistas oficialistas, el presidente usa de modo engañoso la idea de que con el dinero que requiere hacer un festival se está quitando la comida de la boca a los niños pobres o el dinero destinado a cubrir la eliminación  del Fondo Nacional de Incentivo Docente (FONID) para la educación del país.

Además de esta maniobra de distracción que quiere responsabilizar a los gobiernos provinciales por recortes que hace Milei, se promueve una estigmatización sobre los eventos culturales gratuitos que también son fundamentales para la vida de las personas. 

Durante mi infancia en los 90, en Tafí Viejo tuve acceso periódico a dos eventos multitudinarios, uno era pago aunque no para mi, y el otro gratuito. El primero es el histórico Festival del Limón, que se realizaba en el Club Villa Mitre. Vivía a pocas cuadras del club que por unos días se convertía en el centro de la ciudad. Recuerdo noches jugando alrededor del puesto de choripan que tenía un tío, incluso durmiendo abajo de un tablón, porque el festival terminaba a la madrugada y todas las familias se quedaban a esperar el cierre. 

Los que tenían dinero comían y bebían mucho, los que no tenían nada trabajaban y en conjunto todos celebramos la presencia de Mercedes Sosa, Chango Nieto, La Sole y los Cantores del Alba. En las ciudades y  pueblos sin grandes teatros, estos eventos son la experiencia más cercana del tipo de arte que se muestran en los medios.

El segundo recuerdo que atesoro es el de mi primer recital. A los 9 años en plena calle, junto con mis hermanas y vecinos del barrio vimos a Vilma Palma e Vampiros. Toda la secuencia fue la de ir al encuentro de estrellas de rock, aunque en sentido estricto sólo conocíamos un tema, pero había un gran escenario y estaba anunciado como el gran cierre de la noche. Más allá de la música, esperar hasta la medianoche se parecía bastante a una noche de rock&roll para la pubertad taficeña de mi generación. Saltamos, bailamos y nos volvimos eufóricos caminando al barrio. En ese mismo escenario, antes de cantar “la pachanga”, bailaron academias de folclore, danzas españolas y algunas bandas cover de rock. Entre kermes con chocolatines, holandas y ruletas, celebrábamos un año más de la ciudad. 

Mi vivencia de los festivales es ver a adultos trabajando y niños jugando. Con el paso del tiempo pude ver que todo festival o recital es fuente de empleo indirecto para todas las personas que no llegan a fin de mes. Montar estructuras por un par de días, aglutinar a miles de personas y promover el esparcimiento es una fórmula exitosa, y no solamente en lo económico. 

Somos millones las infancias y adolescencias que no pudimos ni soñar con ver las producciones de Cris Morena en el teatro. En la actualidad hay millones que tampoco verán el show que se anuncia en redes sociales en el Gran Rex, para todos ellos la experiencia de los artistas solo llega  por mediación del Estado. 

Solo las personas que no pasaron hambre, que no fueron pobres, pueden creer que un festival local no es importante para la vida de las personas. Se repite hasta el cansancio “el hambre de los niños de Chaco” o “ el 60% de niños son pobres”, en una torsión de sentido que lejos de generar un plan de acción genera una banalización de esta realidad. 

El discurso de La Libertad Avanza deshumaniza a los pobres, sobre todo a las infancias, porque reduce lo humano exclusivamente al hambre. Como si solo necesitaran comida, como si no tuvieran también derecho a reír, bailar, gritar e incluso soñar con ser la próxima Lali, o la próxima Fatima Flores. 

El criterio para las contrataciones, el control sobre la transparencia de los honorarios y las  exenciones impositivas son  debates necesarios que deberían hacerse con todos los sectores involucrados en la mesa. Pero lejos de plantear eso, lo que acontece ahora es que se trata de demonizar mediáticamente los eventos para que incluso los propios beneficiarios estemos en contra de su realización. 

Reconocer, reivindicar y defender nuestro derecho a la cultura, es un modo más de defender nuestro derecho a ser felices. 

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