“Quiero justicia por Miguel, por todo San Cayetano y para que nunca más haya otro gatillo fácil”

Gatillo Fácil

Ana Reales no podía estar de la pena después del crimen de su hijo: dos policías mataron a Miguel Reyes Pérez en los pasillos de San Cayetano. Por eso, montó un comedor y merendero. El juicio por homicidio agravado arranca el lunes.

Para llegar a la casa de Ana Reales hay que caminar menos de una cuadra desde la Plazoleta Dorrego, en el ingreso al histórico San Cayetano. Es un pasaje sin pavimento. En el patio de su casa se cocina y se hace la merienda para 90 personas varias veces por semana. A la olla la pueden “parar” con donaciones y mucho sacrificio. Cuando se acaba la garrafa, se busca leña para cocinar. Cuando no hay donaciones, se busca como sea junto a los vecinos algo de yerba para al menos hacer mate cocido.

A la comida la sirven en un tablón al costado de la casa, justo sobre un canal entubado. Esa obra se ha hecho hace unos años con unas placas de cemento premoldeadas que dan la impresión de romperse: se bambolean en algunos sectores. Ahí es donde la familia sirve la comida: un guiso de arroz con pollo, con mucha cúrcuma para que tiña de amarillo los granos. Atrás hay un mural del Gauchito Gil, un altar de material con fotos de Miguel Reyes Pérez y otros murales donde se lo ve a Miguel, uno de los hijos de Ana, con su sonrisa de siempre y la camiseta de San Martín. La mayoría de las niñas y niños llegan descalzos, con el taper en la mano.

“Hace casi cinco años, a mi hijo Miguel Reyes Pérez me lo mata la Policía. Es un gatillo fácil. Para una madre, que te maten un hijo… Estoy muerta en vida. Sólo lloraba, día tras día, hasta que me levanté para hacer algo por el barrio. Empecé con un merendero y ahora es merendero y comedor”, cuenta Ana cargando de comida un taper para una familia. “Acá también les damos de comer a muchos chicos de la calle. Adictos”, dice Ana bajando un poco la voz.

“Miguel era un chico bueno, muy querido. Tenía un problema de adicciones, como mucha gente acá en el barrio”, aporta el yerno de Ana, terminando de hacer correr con un haragán agua con lavandina para que todo esté impecable de limpio.

“Con la familia hemos conseguido chapas y hemos techado este rincón, entre la tapia y el comienzo del canal, para servir comida, para tener un lugar propio del barrio, para el comedor. Y de noche los chicos con adicciones vienen con mucho respeto a tirar colchones, cartón o lo que sea para dormir aquí bajo techo, junto a los murales”, se suelta un poco Ana. 

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A unos metros fue donde pasó todo: el 24 de diciembre de 2016 alguien llamó a la policía a las 16 diciendo que le habían robado una caja de herramientas a punta de pistola. La versión de los vecinos, que declararon en la Justicia -siguiendo el expediente del caso-, es que a las 16.30 vieron a Miguel corriendo asustado cruzando el canal. Dos policías lo perseguían en moto: Mauro Navarro y Gerardo Figueroa. Uno le disparó con balas de goma en la cara. Miguel cayó al piso. Cuando intentaba pararse, uno de los policías le dio un culatazo en la nuca. Ese golpe equivale a golpear con un martillo en la cabeza. Un martillazo a una persona que estaba en el piso, boca abajo: casi una ejecución. El lugar donde cayó queda a 10 metros de la casa de Ana. Miguel falleció el 16 de enero de 2017: tenía la base del cráneo fracturada. Uno de los policías tiene un apodo que completa el perfil del caso: en el barrio le dicen Rambito. La versión de los policías es bastante distinta, justificando todo salvo el culatazo. Un chico llegó hace unos años para contarle algo a Ana, con mucha culpa: “señora, ese día he robado yo, no había sido Miguel”.

El lunes comienza el juicio por homicidio agravado contra los policías. Ella pide Justicia, por su familia, por el barrio y porque nunca más haya otra víctima del gatillo fácil. Mientras tanto, seguirá con el comedor hasta que nadie pase hambre, las niñas y niños sólo se preocupen por jugar y todos los grandes tengan trabajo.

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