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Nuestro mundial: la lucha por el derecho a decidir y las conquistas que no nos pueden arrebatar

En 2022 llevaba apenas dos meses viviendo en Buenos Aires y cuando salimos campeones del mundo recién pude ver una euforia colectiva más grande que lo que pasó el 30 de diciembre de 2020. Antes no había atravesado nada parecido ni nada más grande. Cuando Cristina comenzó a decir que la Ley 27.610 estaba siendo aprobada, el estallido fue algo que todavía no puedo poner en palabras. Con las chicas siempre dijimos “la legalización del aborto es como nuestro Mundial” con los ojos iluminados pero también con una pequeña expresión de amenaza. Amenaza a cualquier persona extremadamente futbolera que se atreviera a decir algo al respecto. O mucho peor, contradecir esa frase. ¿Cómo no va a ser nuestro Mundial poder ser ciudadanas de primera y desear -porque va más allá de decidir- sobre nuestros cuerpos?

Ese diciembre hacía un calor infernal en Tucumán y yo lo estaba sufriendo más que el resto. Recuerdo haber llevado a la plaza una botella grande de gaseosa a la que le había puesto agua y había congelado el día anterior; es que todavía tenía revueltas las hormonas y por lo menos unos 4 kilos de más, vestigios de aquello que había interrumpido hace menos de un mes.

Paradójicamente ese día, por dos segundos, pensé que me iba a morir. Digo paradójicamente porque aquella ley flamante estaba para salvarnos la vida. Vidas de mujeres. No podía morirme ese día y mucho menos de júbilo. ¿Se imaginan salir en las noticias de todo el mundo por eso? Paso a contarles mejor.

Mis amigas, el puñado de ultra confianza que una tiene, lo sabían. Sabían todo lo que había vivido los últimos meses de ese 2020 tan abyecto. Sabían que había quedado embarazada y que por un montón de motivos -no exagero- en ese momento no podía seguir. ¿Tenía el apoyo de todo mi entorno? Sí. ¿Tenía pareja? Sí ¿Ya era una adulta con todos los recursos para maternar? Sí ¿Tatuaje en el cuello? …

Todo estaba a mi favor excepto algo de mis propios tiempos que todavía no me cerraba: a los 28 sentía profundamente y con una fuerza inexplicable que necesitaba un poco más de aire. Aire profesional y algunos otros. Es increíble cómo a medida que una avanza en la vida el olfato se afina y en buena hora decidí lo que decidí: pasaron 4 años desde entonces y lo que crecí profesionalmente es algo maravilloso y que me llena de orgullo. De otra manera no hubiese podido. Ese era mi pensamiento de entonces y un poco el de hoy. ¿Y si hubiese podido igual? Acá la cuestión no pasa por poder o no poder; tenía que ver con que no quería darlo todo para compatibilizar. Porque, ojo, que creo firmemente en que quien siente que puede y se percibe con las herramientas para compatibilizar maternidad y seguir creciendo en cualquier arista de la vida, puede. Puede y sobre todo desea.

Si todo hubiese ocurrido dos meses después (las reglamentaciones llevan su tiempo) iba a poder ir a cualquier hospital o clínica a interrumpir un embarazo sin mentir, sin pagar un fangote de plata, sin esconderme, con la frente en alto. Quizá eso provocó que el llanto arrollador de festejo cuando supimos que se aprobaba la ley sea tan, pero tan tremendo que me hizo sentir, por dos segundos, que me moría ahí mismo.

Éramos 5 agarradas de las manos esperando la votación. Noté cómo todas de alguna manera querían hacer contacto físico conmigo; el centro del aquelarre era yo. Me apretaban fuerte las manos a quienes tenía al lado y me tocaban la espalda y los hombros las que estaban más lejos. Cuando se aprobó y liberamos los gritos de alegría el mío se mezcló con un llanto que no conocía, que no sabía que podía emitir mi corazón. La ronda de 5 se hizo de 4 y yo quedé en el medio, con el torso en 90 grados mirando hacia abajo después de un grito brevísimo que se llevó lo último que me quedaba de aire en los pulmones. Al ritmo del trote de un caballo, mi llanto en sollozo sucedió en mute, sin una gota de aire, con la boca abierta, sonriente, los ojos cerrados y las manos tomadas fuerte por mis amigas, casi al punto de provocarnos alguna contusión en la ensalada de metacarpos y falanges. El llanto, al ritmo del trote de un caballo, iba disminuyendo en tempo pero aumentando en intensidad. Mi alma estaba liberando las 9 semanas más difíciles de mi vida y parecía ser que al cuerpo no le daba el cuero. Empecé a sentir las manos de mis amigas en otros lados de mi cuerpo; el pecho, el torso, la cara. Hacían fuerza para que me incorporara y volviera a inhalar. No podía. Mi cuerpo no podía, mi alma no quería. Escuché algo así como “traela” o “levantala”, no sé cuál de todas lo dijo pero ahí de verdad sentí que me iba. Por dos segundos sentí que me iba. Al segundo número 3 entendí lo que estaba pasando, que no me iba a morir y que no daba desmayarme en pleno festejo, ¡qué vergüenza! 

Finalmente me incorporé e inhalé un montón de aire. La primera bocanada que recibían mis pulmones y mi alma con la ley aprobada. 

Mis amigas no podían dejar de mirarme, de agarrarme los brazos y decirme “ya está, mi amor”. Yo ya no sollozaba ni lloraba. Me reía con la cara completamente colorada mientras recibía ese amor físico y eufórico. Estaba siendo contenida por ellas, las más maravillosas, que no se detuvieron ni con las palabras ni con las manos con agua fresca en la cara por más que no podía mirarlas ni decirles ‘gracias’, porque mi necesidad en ese momento era mantener el cuerpo quieto y soltar carcajadas con la mirada hacia arriba.

De mi pareja de ese entonces esa noche recibí mensajes que podría haberle mandado tranquilamente a cualquier amiga, súper escuetos. Tampoco dormimos juntos con la excusa de “festejá con tus amigas”. Su trabajo era más importante que cualquier cosa. Podría dedicarle un par de párrafos al torbellino de arrebatos e inconsistencias que fue estar al lado de alguien así pero não merece, porque el asunto es otro hoy, en este texto. Yo tenía a mis amigas y a mi hermana y eso lo era todo.

Nos seguimos teniendo y sosteniendo, a la distancia, y seguimos siendo guardianas inclaudicables de los laureles que supimos conseguir. Nos convertimos en eso, en guardianas. Hoy vivo en la ciudad más opulenta de la Argentina donde todo es relativamente sencillo, pero jamás pude -ni quiero- sacarme de la cabeza militante que en mi Norte nunca se dio pleno cumplimiento a la ley; los grupos anti derechos muchas veces han logrado meterse a la fuerza y torcer voluntades. Incluso profesionales de la salud en ejercicio se dedican a obstaculizar con triquiñuelas el acceso a nuestros derechos.

No os olvidéis jamás que bastará una crisis política, económica o religiosa para que los derechos de las mujeres vuelvan a ser cuestionados. Estos derechos nunca se dan por adquiridos, debéis permanecer vigilantes toda vuestra vida”.

Simone de Beauvoir

En este primer año de gobierno anarcocapitalista cayó un 64% la distribución de preservativos, anticonceptivos y medicamentos para la interrupción del embarazo. También se dio de baja el plan ENIA, que se encargaba de repartir métodos anticonceptivos de larga duración para las adolescentes; la baja del plan implicó un 57% menos de este tipo de métodos. Si pudiera colocar un sticker antes de seguir escribiendo elegiría el que reza “no te desanimes, todo empeorará”: la reducción más grave se dio en la distribución de misoprostol y mifepristona. En 2024 no se entregó ni un solo comprimido. ¿La libertad de decidir? Afuera.

Por supuesto que lo primero que hicimos fue ponernos todas en guardia como guerreras y seguir saliendo los 8 de marzo a la calle y recordarles a todes que para nosotras nuestras conquistas no son espasmos; para seguir reivindicando nuestras causas en cada manifestación donde haga falta, seguir fotografiando, informando y gritando a los cuatro vientos que no pasarán. 

Hace poco circuló la idea de que no hemos sabido integrar a ciertos sectores de la sociedad en nuestras luchas, que se sintieron excluidos y que eso abonó el triunfo de un gobierno abiertamente anti derechos. Realmente hoy no tengo algo para decir al respecto, sigo estupefacta con toda esta coyuntura. Me vuelvo a preguntar cosas viejísimas, incluso; si fue suficiente mi formación como militante, si la pandemia nos resquebrajó como movimiento (recordemos lo que pasó con los Encuentro Pluri/Nacionales de Mujeres y Diversidades). Me pregunto también cosas nuevas: a mi ex pareja, por ejemplo, fui yo quien le enseñó con paciencia que por más periodista que sea existen espacios mixtos y espacios que no lo son, y que tenía que respetarlos. ¿En esta etapa de mi vida tendré la fortaleza de seguir en mi postura de educadora perpetua? ¿o simplemente los mandaré a estudiar? ¿Será verdad que tenemos integrar a aquellos que son capaces de aborrecer que ejerzamos nuestros derechos?

Escucho a dos varones emitir opiniones no solicitadas sobre mí y me alivio tanto como me angustio.  “Vos podés hacer lo que te propongas con tu vida igual que cualquier varón”. No puedo negar el alivio que eso me produjo en el instante. Me aliviaría venga de quien venga. Creo que hasta necesitaba escucharlo en un contexto de incertidumbre generalizada salvaje, donde de repente estamos desensibilizados ante las noticias de despidos sin causa más que el odio (situación que lamentablemente me tocó atravesar), donde miles de personas pierden el sustento pero sobre todo el derecho a la estabilidad. Estabilidad que nosotras necesitamos si queremos hacer realmente y como ciudadanas de primera lo que nos propongamos con nuestras vidas, igual que cualquier varón. El alivio se va y los pensamientos vuelven a colocarme en el casillero inicial.

“Yo no te veo como madre. O sea, sos una mina que no tiene mucho esa onda, sos otro tipo de mina”. Todavía estoy tratando de descifrar dos cosas: la primera, cómo es que me quedé callada ante semejante estupidez de parte de alguien que me conoció muy poquito, y la segunda, cómo es que todavía existen varones abiertamente declarados en apoyo a nuestras causas que sigan sin ocuparse de estudiar lo que defienden. O si somos generosas, cómo es que todavía no se hayan ocupado de aprender algo tan básico como no opinar sobre los deseos de las mujeres. Muchísimo menos de la mujer que tienen sentada en frente expresando exactamente lo contrario. Sí, exactamente lo contrario.

¿Tendremos que poner los ojos ahí en lugar de fijarnos en los “excluidos” y pedirles, por las buenas o por las malas, que si van a ser aliados lo hagan no solo de la boca para afuera? Porque todo está muy jodido y no nos viene mal la cantidad. Pero hay que estar a la altura.

Paciencia es lo que me repito como mantra mientras seguimos sumergiéndonos en este pantano de deshumanización que tan solo lleva un año. ¿Bastará esta crisis para que nuestros derechos vuelvan a ser cuestionados, pero que a la vez sepamos responder con la misma fuerza y no logren derribarnos? Sin dejar de hacerme esta pregunta me vuelvo a repetir paciencia. Hay niñes que no cenan, los números de la pobreza son inmirables. No dejo de preguntarme por nosotras, la pobreza sigue siendo inmirable. Tenemos que estar vivas para seguir poniendo el cuerpo, el nombre o las palabras. No nos podemos morir llorando, sin respirar, no nos puede faltar ni una sola. No sé a quién le ruego no volver a sentir que me muero por llorar fortísimo, y mucho más ruego que ese llanto jamás, pero jamás sea de tristeza absoluta por haberlo visto todo fallar. Que si algo me quita el aliento otra vez y me voy nomás, sea el júbilo.

*Foto de portada Florencia Lencina. Diseño Aguito Rossini

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