Desde que Javier Milei asumió la presidencia, las calles no tuvieron descanso. En enero de 2024, el sector cultural fue el primero en estallar. La ley ómnibus y el DNU lanzados como piedra inicial pusieron en riesgo la maquinaria de la producción cultural. Después, como si las cosas fueran siempre en cadena, las universidades se levantaron: estudiantes, docentes, no docentes, familias, marcharon por presupuestos que no llegan, por aulas que no alcanzan. Los jubilados, con pancartas en las ciudades de todo el país, reclamaron contra el ajuste feroz que volvió aún más incierto el final de sus vidas. Médicos, enfermeros, científicos: todos. Las calles, de pronto, se volvieron una sola.
Pero esta vez es distinto.
Este sábado, los cuerpos que marcharán en la Marcha Federal del Orgullo Antifascista y Antirracista no lo harán exclusivamente por un salario o un presupuesto, sino por algo más elemental. Travestis, lesbianas, gays, bisexuales, no binaries y familias diversas encabezarán la movilización para exigir algo que debería ser tan obvio que da vergüenza decirlo: que nos dejen existir. Que nos dejen vivir. Que nos dejen amar.
Es un pedido tan simple que parece cruel tener que repetirlo. Pero en estos tiempos, en este país, la crueldad encuentra su cauce. Y no solo aquí: los discursos de odio se globalizaron, alimentados por líderes que promueven la intolerancia como política y nos convierten en enemigos públicos. Ahí entramos las feministas, la comunidad LGBTIQ+, les migrantes. En Estados Unidos, Donald Trump ataca los derechos más básicos de las personas trans. En Europa, partidos que hacen campaña prometiendo borrar a las diversidades del mapa. Lo que pasa aquí no es una excepción; es una réplica feroz de un patrón que se extiende por el mundo.
Desde que el gobierno libertario se instaló en el poder, los discursos de odio no son solo más frecuentes, son más violentos. Se gritan en plazas, se escupen en redes sociales, se cuelan en discursos oficiales como parte de la política de Estado. Cada palabra lleva consigo una consecuencia. Cada insulto, cada acusación, es una chispa que alguien recoge y convierte en un incendio.
En mayo de 2024, cuatro lesbianas fueron prendidas fuego en su propia habitación por un vecino. En Cañuelas, a días del discurso de Milei en Davos —donde llamó “pedófilos” a homosexuales—, quemaron la casa de una familia de lesbianas. No fue casualidad. No fue un accidente. No fue un hecho aislado.
Atacan la diversidad por la amenaza política y económica que implican las construcciones comunitarias. “Está bien que nos elijan como enemigas, porque somos enemigas de este plan económico, de este concepto de vida, por que somos comunitarias, por que somos autogestivas. Somos autogestivas del propio deseo”, dijo Susy Shock en una de las tantas entrevistas que dio esta semana, haciendo pedagogía con la templanza y la fortaleza que la caracterizan.
Mientras tanto, el gobierno mira desde lejos, incapaz de entender que lo que está ocurriendo no es solo una respuesta al odio, sino el nacimiento de algo nuevo. Porque lo que creció en el fuego y en el silencio oficial es un sujeto político que no se arrodilla. Somos un colectivo que transforma el miedo en acción, la rabia en organización. Somos una comunidad que entiende que nuestra existencia es, ahora más que nunca, un acto profundamente político. Una comunidad que se reúne hace más de 30 años en marchas y en encuentros, que genera arte y cultura, que abrió las puertas en el deporte, los medios de comunicación, e incluso la política. Que creó leyes y transformó realidades para las viejas travestis, pero también para las nuevas infancias.
Por eso este sábado no será una marcha más. Será una trinchera. Será un intento desesperado de gritar contra la sordera de un país que insiste en mirar para otro lado. Será la esperanza de que las calles vuelvan a ser un lugar seguro, de que la existencia deje de ser una resistencia permanente.
Esta marcha no es por la plata, pero sabemos que sí hay y que es de todxs.