Una mirada al Planeta Juárez desde la nave verde

El docente e investigador de la EUCyT, Ciencias de la Comunicación (UNT) y referente del ámbito artístico de San Miguel de Tucumán, Aldo Ternavasio, nos invita a “pensar los mecanismos que trabajan sobre los flujos culturales y desconectan signos, cuerpos, conciencias y experiencias(…)”, puesto en diálogo, desde La Nota, con una selección de registros fotográficos de la artista, joyera y militante feminista, Jessica Morillo.

                                                                                                                                          Por Aldo Ternavasio

                                                                                                  En memoria de las mujeres víctimas de femicidas

 

Hace unos días, caminando a la siesta por avenida Aconquija, en Yerba Buena, veo lo que me pareció un bar en construcción. Más tarde descubriría que estaba equivocado. El bar en cuestión existe hace ya unos meses, desde enero de 2018, según creo. Paso seguido por ahí, sin embargo, nunca le presté atención. Cuando lo hice, no pude salir de mi asombro. Si fastidio al lector con esta pequeña crónica personal es porque me sorprendió lo que vi tanto como el hecho de no haberlo visto antes. Una vez más, se verifica que entre el mirar y el ver se interpone una membrana mucho menos permeable de lo que nos gusta reconocer. En una ochava de Aconquija y San Lorenzo, a 45 grados respecto de la esquina, se ve un cartel de madera de varios metros de alto y de ancho que lleva el nombre del bar. Terminación rústica acorde al escenario que intenta evocar. El bar se llama Ciudad Juárez. Infiero que servirán comida mexicana, tequila, mezcal o cosas por el estilo. No lo sé porque nunca fui. Podría decir que al ver ese nombre me estalló en la cara una bomba de significados que me resultaba imposible de procesar. ¿Por qué alguien que invierte tanto dinero en montar un bar, desarrollar un “concepto”, pensar una imagen corporativa y su correspondiente aparato comunicacional, diseños, nombres y estrategias de posicionamiento (por más elementales que hayan sido), por qué alguien o varios que asumieron el riesgo y la responsabilidad de un emprendimiento de esa naturaleza —de claras aspiraciones ABC1—, por qué, me preguntaba, habrán imaginado ese nombre y se habrán convencido de que era “perfecto” para el emprendimiento?

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Lo primero que debo decir es que a raíz de mi asombro comencé a preguntar, entre amigos, conocidos o compañeros de trabajo, quiénes sabían qué era Ciudad Juárez. Mi pequeña encuesta no resultó unánime como yo esperaba, pero si pude constatar que la mayoría de las personas consultadas sabían de qué se trataba. Al menos, someramente. También realicé el “test” de google y resultó contundente. Sólo con seguir el hilo de wikipedia, el primero que aparece, basta para ponerse al tanto de por qué, en un lugar como Tucumán, a miles de kilómetros del norte de México, a muchas personas “le suena” Ciudad Juárez. Lo sepan o no, el nombre les suena por razones análogas a las de —para poner un ejemplo exagerado pero claro—, Auschwitz, Bergen-Belsen o Birkenau. No es lo mismo, claramente. Pero el ejemplo no es totalmente arbitrario. ¿Alguien se sorprendería de encontrar un bar que se llame Treblinka? Pues bien, por qué nos suena Ciudad Juárez. Para resumir, podemos decir tres cosas sobre esa ciudad. En primer lugar, que es, debido al narcotráfico, una de las ciudades más violentas del mundo. No sé si aún retiene el record, pero claramente puede competir por él. Se trata de una ciudad fronteriza que estuvo en disputa entre Mexico y EEUU. Del lado latinoamericano, Ciudad Juárez, y del otro lado del mítico Río Bravo, El paso, ciudad norteamericana en donde transcurren algunos capítulos de Breaking Bad o algunas partes de Sicario (2015), el largometraje de Villeneuve. Por tanto, zona estratégica para el tráfico de estupefacientes en un sentido y el de armas en el sentido contrario. Y, por tanto, zona de disputas de cárteles (de Jurez y de Sinaloa) y, por lo mismo, escenario privilegiado de lo Sayak Valencia Triana llama “capitalismo gore” y, desde luego, escena ideal para la proliferación del narco-macho. En segundo lugar, nos suena porque a comienzos de los 90 varias periodistas y activistas feministas comenzaron a notar una siniestra acumulación de (lo que en ese momento llamábamos) homicidios de mujeres. Los cuerpos de mujeres aparecían, y lo siguen haciendo, tirados en el desierto, generalmente torturadas y violadas. Algo horrendo comenzó a ocurrir en Ciudad Juárez, algo que aún no tenía nombre pero que lo reclamaba. La palabra que viene a nombrar ese horror es femicidio. Como es bien conocido, el término comienza a circular como femicide a fines de los ’70 en el ámbito angloparlante impulsado, entre otras, por la activista Diana Russel. Arriba al mundo hispanoparlante traducido como feminicidio o femicidio principalmente por la iniciativa de la antropologa y militante feminista mexicana, Marcela Lagarde, justamente para dar cuenta de lo que estaba ocurriendo en Ciudad Juárez. La conciencia de la especificidad de este delito y la experiencia del dolor que causó produjo la que es quizás la imagen más universal de Ciudad Juárez, las cruces rosas que los parientes de las víctimas comenzaron a instalar y a pintar en toda la ciudad junto con la consigna Ni una más. En tercer lugar, Ciudad Juárez nos suena, supongo que más vagamente para la mayoría, porque es la ciudad de las maquiladoras. Cuando México firma un tratado de libre comercio, TLCAN o NAFTA en inglés, Ciudad Juárez comienza a llenarse de ensambladoras que trabajan para empresas norteamericanas (o radicadas allí) que aprovechan el bajo costo de la mano de obra y las condiciones laborales extremadamente precarias. Esto supuso la llegada de miles de mexicanos en busca de trabajo y el desborde demográfico de una ciudad en las que viven alrededor de 1.500.000 personas en condiciones muchas veces muy precarias. Mucha de la mano de obra tomada por las maquiladoras es femenina debido, entre otras cosas, a los menores salarios que reciben. Y como en la mayoría de los casos la producción es continua, 24/7, miles de mujeres deben desplazarse a toda hora y todos los días por una de las ciudades más violentas del mundo. Hasta el más superficial contacto con cualquier información sobre Ciudad Juárez se topa con estas tres características que la hacen famosa.

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¿Entonces, una vez más, por qué llamar así a un bar? ¿De dónde proviene el atractivo del perturbador glamour del imaginario al que se entregan los que asisten a él cuando disfrutan de un “copado” momentos entre amigos? ¿Cuántas escenas de seducción se desarrollan allí, en medio de pintorescas calaveras con cabellera de mujer y otros emblemas, también pintorescos, de la cultura narcomacho? Evidentemente son preguntas que rozan lo ridículo y que, una vez más, evidentemente, sólo pueden ser formuladas desde los márgenes de los caprichos y vanidades de la(s) cultura(s) dominante(s). Porque de lo que aquí se trata no es tanto de la información o la circulación de imágenes que, no es necesario recordarlo, nunca fue tan profusa y veloz como ahora. Sino más bien, de qué dispositivos operan en las consciencias y en las sensibilidades de quienes vivimos en las sociedades de control contemporáneas, para que lo evidente y visible, a pesar de serlo, permanezca, con todo, siempre fuera de campo, siempre ocluido en miradas que lo miran pero no lo ven. Porque aún la estupidez y el cinismo más puros necesitan condiciones de posibilidad para florecer. Pocas situaciones hacen visibles el reverso monstruoso del neoliberalismo imperante como aquella que encontramos en Ciudad Juárez. Narcotráfico, meritocracia de la violencia, tráfico de armas, lavado de dinero (del que participa como actor fundamental el sistema financiero global, núcleo del poder actual). Es la sociedad de consumo, posfordista, propia del capitalismo financiero en su expresión más extrema y esencial: mercancías, sustancias, fuerza de trabajo, mujeres son todos objetos de un poder que vacía los cuerpos y las cosas de cualquier sentido inherente a la vida humana y, por tanto, los reduce a un valor de cambio que, una vez efectuado y agotado su usufructo o su ciclo de capitalización, se convierten en mero desecho, basura o residuo. A partir de allí, todos somos, al menos en potencia, residuos del ciclo del capital. Esa condición residual, entre otras cosas, es la que se muestra brutalmente en los cuerpos de las niñas y jóvenes sometidas a tormento, asesinadas y arrojadas al desierto en el que se asienta Ciudad Juárez

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Dicho esto, siento la necesidad de hacer una pausa. Luego de escribir el párrafo anterior, no puedo dejar de preguntarme ¿cuál serán las especialidades de Ciudad Juárez, el bar? ¿Qué tragos, qué picadas, qué comidas, qué postres se sirven allí? Cómo el oscuro aura que irradia Ciudad Juárez es transustanciada en el aura deslumbrante y fetichista de un bar ABC1 en el distrito más rico de Tucumán y capital provincial del Country, de los barrios privados, de los colegios bilingües más selectos, de los Shoppings y de los autos de alta gama, o, si se quiere, de la alta gama en general. ¿Cómo el aura de sordidez y desasosiego se transforma en el aura fascinante de las superficies eróticas de la vida nocturna y del consumo? Porque si queremos ver otra cosa en Ciudad Juárez, la ciudad, debería ser también la tenacidad de miles de mujeres y hombres que viven allí y luchan para que haya justicia. Esas mujeres y hombres que acuñaron el lema (no el slogan) Ni una más. ¿Alguien haría un bar con cruces rosas? Una última vez, en tiempos del extraordinario estado de movilización de las mujeres, en tiempos del Ni una menos y de los pañuelos verdes del “aborto gratis, legal y seguro”, ¿para qué un bar llamado Ciudad Juárez? ¿De dónde proviene ese sentimiento de felicidad de quienes creyeron tener una buena idea cuando pensaron por primera vez nombrarlo así? ¿De dónde procede el entusiasmo de quienes se aprestan a pasar una “noche divina” en Ciudad Juárez? ¿Qué laberintos debe recorrer un “hermoso recuerdo” forjado en Ciudad Juárez bar luego de una “hermosa noche” de “hermosos encuentros” para liberarse del lastre de ese otro laberinto de callejuelas que se forman en las enormes barriadas pobres (en donde habitan la misma cantidad de personas que en todo Tucumán), casi villas miserias, por donde caminaron las chicas secuestradas, violadas, torturadas y asesinadas en Ciudad Juárez? No se trata tanto de señalar tal o cual conducta o moral individual o de clase. Sino de pensar los mecanismos que trabajan sobre los flujos culturales y desconectan signos, cuerpos, conciencias y experiencias y los recombinan en nuevas experiencias. Experiencias ahora blindadas de las marcas de un “inconsciente político” que, a la vez, no deja de desbordar por todos lados. Evidentemente, si esas marcas fuesen percibidas, no serían inconscientes. Lo que llama la atención es que sus irrupciones, lejos de causar malestar parecen lograr todo lo contrario. Una suerte de plusvalía de satisfacción por desconocer lo que está frente a sus narices. ¿Está aquí una de las claves de las sociedades de control? Lo cierto es que todo lo luminoso, lo colorido, toda la vitalidad que emana de bares como Ciudad Juárez (lugares preferidos por personas entregadas a las exigencias del rendimiento de la belleza, de fitness, de las relaciones no tóxicas, del entusiasmo permanente, del descubrimiento del “yo profundo” en los límites de los deportes de alto riesgo, del hedonismo sin descanso, de la positividad permanente, de los suplementos anabólicos, los psicofármacos y la revolución permanente del look), tienen como contraparte necesaria lugares como Ciudad Juárez, la ciudad. Un hilo aberrante une los femicidios de todo el mundo contemporáneo. Y ese hilo está hecho de las hebras atávicas de las sogas del patriarcado. Pero también de sus fibras ópticas actuales que hacen funcionar los mercados mundiales e interconectan las bolsas de todo el planeta por las que circula el capital financiero, que, como las maquiladoras de Ciudad Juárez nunca deja de circular y generar valor. De la misma manera en la que nunca se detienen en las redes ni la circulación de signos trasportando palabras, afectos o deseos, ni los algoritmos que atrapan esos flujos, los indexan, los espían y los transforman en valiosísimas bases de datos de consumidores. Éstas, son totalmente esenciales para el marketing y para el discurso publicitario contemporáneo y, por eso mismo, para la producción de valor del (necro)capitalismo del siglo XXI. Tanto para posicionar un producto como para ganar una elección (lo que viene a ser casi lo mismo) tal como lo demostró el reciente escándalo de Facebook, Cambrige Analítical y Donald Trump.
Pero al comienzo decía que me impresionó tanto lo que vi, como el hecho de no haberlo visto antes. Creo que esta escotomización de la mirada, que puede tener grados muy diferentes y esas diferencias realmente cuentan, nos afectan a todos y explica, al menos en parte, algo de todas las preguntas que me hacía más arriba. Quizá porque la semiótica neoliberal -ubicua y proliferante en sus formas¬-, nos sumerge en una desbordante heterogeneidad sensorial que garantiza, gracias a su misma diversidad, una monótona uniformidad en la producción de sentidos de la experiencia. Ya no se dirige ni a la imaginación, aunque tengamos esa sensación, ni mucho menos a la conciencia. La experiencia sensorial se convierte en el horizonte de acontecimientos del cual ya no pueden desprenderse las virtualidades del sentido. Estas virtualidades crea(ba)n sentido actualizándose en la inventiva que propician los lazos sociales cuando escapan al imperativo de la incesante acumulación capitalista. Como una molécula psicoactiva inmaterial, los signos del neoliberalismo atraviesan la corteza cerebral y se sumergen en lo más profundo y primitivo de la maraña neuronal. Allí las cosas son simples. En esos abismos cerebrales el entramado nervioso no alcanza para procesar ideas como la de Dios, la solidaridad, el Principio de indeterminación de Heisemberg, el rubber fetish o cosas así. Allí la inteligencia alcanza para mantener los órganos funcionando y hacer reaccionar al cuerpo al hambre, al peligro, al placer o al dolor. Decir que a ese nivel la máquina bioquímica actúa es casi decir demasiado. Reacciona sin que nada se interponga entre la causa y el efecto. A esa performatividad aspira la semiótica neoliberal. A obtener el acto perfecto, libre de sentido, saturado de una intensidad transparente y permeable a la hiperadeherencia de cualquier imaginario que la maquinaria del semiocapitalismo pueda gestionar. Aspira, podría decirse, a que el cuerpo se vacíe de sí mismo y encuentre en su fondo los vestigios orgánicos de aquellas intensidades que en algún momento de su historia natural fueron instintos. ¿Para qué? Para ensamblar con ellos un fugaz arco sensorio-motriz que lo impulse a saltar hacia una imagen con la misma precisión que un lagarto atrapa un insecto o una pantera se abalanza sobre un siervo. El neoliberalismo ama al animal-cultural porque es capaz de controlar la continuidad entre ambos polos. Así que esa imagen a la que se lanza el animal-cultural es un señuelo y el insecto o el siervo es el cuerpo de uno mismo semiotizado por el noliberalismo que succiona de él toda la riqueza inventiva que a una vida se le puede extraer. Lo que llamamos subjetividad fue transformado por los algoritmos de las redes digitales en un commodity cuyo valor está en alza permanente. Ese acto perfecto que la narcosemiosis neoliberal pretende reproducir hasta el infinito, satura el espacio social, las cosas y los cuerpos con flujos de radiación semiótica portadores de una performatividad prepulsional programada. El neoliberalismo instrumenta en los cuerpos una suerte de instinto imaginario implantado merced a la tecnología narcosemiótica que desarrolló. Que funciona, funciona. Los síntomas y estadísticas están en todos lados. Violencia, derrumbes subjetivos, descomposición de los lazos sociales, psiomedicalización extrema de niños, jóvenes y adultos. La multiplicación del PBI narco es directamente proporcional a la multiplicación de los refugios fiscales, a la multiplicación de PBI financiero y a la multiplicación del mercado legal e ilegal de armas. Con mayor o menor intensidad, vivimos en una situación naturalizada en la que la diferencia entre el estado de guerra y de paz se tornó indecidible. Así que la narcosemiosis neoliberal funciona. Pero no es ni perfecta ni infalible. No se trata de que, con su despliegue, la narcosemiótica neoliberal engendra resistencia. Todo Poder necesita su resistencia, lo sabemos. Ocurre también que, al cooptar los cuerpos y las subjetivaciones, el Poder los transforma y al hacerlo, modifica las condiciones que hacían posible esa cooptación. Derivar de esto un optimismo entusiasta, evidentemente no parece conducente. Pero la consciencia de la historicidad de las situaciones, de que vivimos tiempo difíciles pero abiertos (aunque no sea más que por fortuitas fisuras) es el espacio mínimo que necesitamos para movernos de lugar, para encontrar espacios para mirar las cosas de modos diferentes y, quizás sobre todo, para preservar el legado de la especie que no es sólo la inteligencia sino también la capacidad de desarrollar una empatía hacia el dolor de los otros y, a veces, contra todo instinto, construir lazos de solidaridad.

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El feminismo, hoy, es quien ha tomado esa antorcha y la está llevando más lejos que nadie. Quizás una de las claves de la política venidera sea aprender a dirigirse al devenir mujer de todos. La marea de pañuelos verdes que inundó la plaza del Congreso en la descomunal marcha de Ni una menos de ayer, así lo indica. Un devenir mujer que nos hermana no sólo frente al patriarcado sino también y, sobre todo, frente al patromazgo de la tecnocracia neoliberal que nos cosifica con los mismos medios que nos impone y seduce para desplegar nuestra subjetividad y hacernos gozar de ella.o

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