“Hombres necios que acusáis
a la mujer sin razón,
sin ver que sois la ocasión
de lo mismo que culpáis”
Sor Juana Ines de la Cruz (1648-1695)
En Argentina estamos transitando momentos históricos en materia de derechos sexuales y derechos reproductivos. A días de que se trate el próximo 13 de Junio en Cámara de Diputados el proyecto de Interrupción Legal del Embarazo, el debate sobre la legalización del aborto está instaurado en todos los ámbitos de la sociedad. Y, como ocurre con todos los asuntos importantes, detrás del debate sobre aborto se discuten asuntos centrales para nuestras vidas, entre ellas, discutir el derecho de decidir interrumpir un embarazo nos pone en contacto con las ideas de masculinidad y feminidad que cada uno de nosotros encarna. En esta ola feminista hay un gran sector de la sociedad que se encuentra en estado de alerta, porque está presente en los debates y muchas veces es objeto directo de críticas sin saber muy bien cómo reaccionar. Los apuntados a veces somos nosotros, los hombres.
El aborto legal es un tema que logró impregnar a las distintas corrientes feministas, “ahora que estamos juntas” gritan millones de mujeres y femineidades travestis y trans a lo largo y ancho del país. Y cada feminista que lleva un pañuelo ver en su cuerpo, lleva además sobre sí un universo de luchas, de reivindicaciones y también de injusticias sufridas por la desigualdad estructural en la que vivimos.
Esas luchas aparecen en lo cotidiano cuando una mujer decide no callarse más y denunciar a aquel hombre que fue violento cuando eran pareja. En los medios de comunicación le dicen escrache, pero en definitiva a veces se trata solamente de sacar el dolor, y llevar a lo público aquello que en lo privado se envuelve de vergüenza y sufrimiento, para transformarlo en prueba de superación y de lucha.
Aparece allí, en la socialización de un asunto antes privado, un problema no sólo para los hombres violentos denunciados, sino para todos y cada uno de nosotros. Ante un hecho particular podemos decir que no estábamos al tanto de ello, que no sabíamos nada, quizás es cierto nuestro desconocimiento porque en el pasado durante alguna charla, una deslizó un comentario, y nosotros miramos para otro lado. Pero una vez que el hecho es público, mi reacción será también vista y evaluada, y ser evaluados nunca nos coloca en una situación cómoda.
Reconocer que mis pares son violentos supone reconocer la violencia que hay en mí, porque aunque puedo nunca haberle pegado a una mujer, sí fui violento en una de esas tantas formas y modos que las feministas han podido explicar, y que el Estado Argentino plasmo en la ley 26.485. Recuerdo estar presente en una cena entre amigos y ver cómo en una pareja heterosexual, cada comentario de la mujer era seguido por un chiste del varón. Recuerdo haberme quedado con el chiste, mientras esa mujer estaba siendo aleccionada, porque su error era querer participar en un debate en donde era un requisito implícito ser hombre. Recuerdo también, en la facultad, recibir en clase mayor atención al emitir una opinión exactamente igual a la que una compañera mujer hizo minutos atrás. Y detengo ahí mis recuerdos porque no es cuestión de revisarlo todo, algo en mí me dice que me detenga cada vez que todo se pone claro, porque, aunque claro, es doloroso. Creo que esto pasa con todo, pregúntenles a aquellas personas que tienen conciencia de clase y son de clase alta, si están a cada minuto mirando la violencia que ejercen sus privilegios. Nos preguntemos cuanto nos cuesta poner en cuestión el privilegio que cada uno porta.
Además de lo individual, reconocer la violencia que ejercen amigos, compañeros de escuela o de trabajo, significa romper con esos lazos de solidaridad que forman parte de nuestra crianza. Porque la sororidad no se enseña, pero la fraternidad es una asignatura presente a lo largo de toda nuestra vida como hombres. Está al mismo nivel que la cláusula que nos exige ser fuertes, porque tener fortaleza representa le negación de lo peor que nos puede suceder a los hombres, esto es: ser putos. Algunos hombres que cruzamos la barrera de la heterosexualidad habitamos la incomodidad, pero muchos intentamos también salir de ella. Por eso elogiamos la masculinidad hegemónica y buscamos acércanos a ella, adoramos al chongo porque alejarse del ideal de masculinidad intensifica la incomodidad.
Y es ahí donde me gustaría detenerme, en esa incomodidad. Porque resulta el lugar más productivo y menos vergonzante para todos aquellos que no queremos reproducir violencias. No hay nada peor que un hombre que niega la desigualdad entre género, o que aquellos que aceptan la violencia de género como una realidad, pero les pide a las feministas que hablen solo de eso, que no se dediquen a hablar de Futbol ni mucho menos del Fondo Monetario Internacional. Como si nada tuviera que ver a nivel macro el modo en el que vivimos, con la opresión y violencia que sufren las mujeres.
“Libres y desendeudadas nos queremos” gritan las mujeres, a sabiendas de que para lograr políticas publica que asistan a las mujeres víctimas de violencia, se necesita un Estado soberano y desendeudado que pueda invertir en refugios, capacitación, profesionales territoriales y un largo etc. Y que nada de eso se puede si vivimos en un Estado gobernado por el ajuste. Por cada idea que un hombre tiene cuando piensa el vínculo entre un tema en particular y el feminismo, hay una docena de libros, cientos de charlas y larguísimas horas de debate que las feministas ya llevaron a cabo. Entonces sí, hacer de la incomodidad un sillón, sentarnos y leer, o sentarnos a escuchar, o sentar a ver cómo todo esto que pasa no proviene de la nada, ni responde a las marchas masivas que hubo estos años. Hay litros de tintas y vidas enteras de feministas dedicadas a pensar este mundo y a imaginar otro posible, escuchar relatos de feministas en primera persona ya constituye un aprendizaje en sí.
Habitar la incomodidad y buscar entender resulta a veces poco atractivo, pero salir de ella nos lleva a negar violencias. O nos coloca en un escenario en el que cada paso es un paso en falso, porque nos encontramos diciéndoles a las mujeres como deberían luchar, porque nos encontramos negando realidades que ni siquiera nos tomamos el tiempo de conocer, o nos encontramos burlándonos de esas luchas. Porque la burla también es uno de esos tornillos con los que ajustamos nuestro ser hombre en sociedad, podemos burlarnos de las cosas más terribles, reírnos en grupo y continuar como si nada.
Porque no somos del todo nosotros cuando afianzamos masculinidad en grupo, somos todos juntos, un poco de cada uno está ahí, pero otro gran porcentaje es la negación de ser débiles, esa negación de ser putos, y la afirmación de una ideal cultural de masculinidad.
Ser hombres hoy supone ser cómplice, soberbio, negador y un completo idiota, o ser y estar incomodos. Y quizás salir de esa incomodidad lentamente, con ganas e ideas de pensar que todo puede ser diferente, esas ganas que las feministas le han impregnado a nuevas generaciones.
Para concluir, podría hacer una referencia a la Mayéutica de Sócrates, o sobre la epojé de Descartes para representar este estadío que transitamos aquellos que no queremos ser imbéciles, terminaría esta nota con una prestigiosa cita filosófica, pero estoy seguro que hay otras citas de filosofas no reconocidas por la historia que debería averiguar, y quizás contribuir a que el prestigio no sea cosa de “los padres del pensamiento occidental”.