Cuatro profesores de instituto se embarcan en un experimento sociológico en el que cada uno de ellos deberá mantener la tasa de alcohol en su cuerpo al mismo nivel, durante su vida diaria, intentando demostrar de esa manera que pueden mejorar en todos los aspectos de su vida.
«y si tengo que morirme
que me muera en primavera»
—ESTOPA, Tragicomedia.
- Érase una vez…
La antigua Grecia fue el epicentro intelectual donde innumerables cosmovisiones y pensamientos constitutivos del ser humano, practicados y estudiados aún en la tecnocéntrica actualidad, fueron concebidos. Desde los inventos y descubrimientos de Arquímedes hasta los fundamentos morales y postulados éticos de Sócrates, la confluencia de diversas casualidades y causalidades llevaron a que, en ese tiempo y en ese espacio, nazca la filosofía —entendida como su etimología lo propone: amor por la sabiduría. Inmanente al mar de conocimientos en desarrollo, la literatura se abrió camino frente a otras doctrinas como un instrumento necesario para la sociedad: un divertimento que también permitía la introspectiva evaluación del ser mediante ciertas fórmulas o estructuras.
Según la RAE, literatura es “el arte de la expresión verbal”. En la Grecia clásica, en esta práctica imperaban dos géneros dramáticos: 1) la comedia, caracterizada por su optimismo epicúreo y finales felices tras las pruebas que el héroe o heroína debió atravesar a lo largo del relato, impregnado en realismo terrenal; 2) la tragedia, antítesis del formato anterior, caracterizado por su componente tormentoso y la llamada hamartia, concepto que Aristóteles propone en su Poética para referirse al “error trágico” que define las desventuras de aquellos sujetos caídos en desgracia y destinados a la fatalidad a través de un misticismo casi surrealista. Es al comienzo del CAPÍTULO V de Poética que Aristóteles plantea un oximorón que, con las metamorfosis sufridas por los géneros dramáticos de la antigüedad (pioneros de los modos narrativos comunes en la actualidad), permite dilucidar la evolución de estas formas fundantes: «la comedia es […], mímesis[1] de hombres inferiores, pero no en toda la extensión del vicio, sino que lo risible, que es parte de lo feo; pues lo risible es un defecto y una fealdad sin dolor ni daño, así, sin ir más lejos, la máscara cómica es algo feo y retorcido sin dolor»; de este modo, se prevé una certeza que se afirma en las bases teóricas de las estructuras literarias: la comedia no tiene que causar risas y la tragedia no tiene que causar llantos. Los horizontes de las fórmulas se desdibujan a medida que las innovaciones del ingenio dan luz a universos otrora inexplorados —o ya conocidos, pero reinventados—, a la yuxtaposición de postulados teóricos e ideológicos para generar otros modos de hilar el destino de los personajes puestos a prueba por la inventiva de autores dispuestos a la vanguardia. Finalmente, en la articulación de la comedia edificada por dramaturgos como Aristófanes y la tragedia de Sófocles y Eurípides, se establece como género dramático a la tragicomedia.
La Dinamarca de 1995 fue la cuna de dos jóvenes cineastas que, cegados por la euforia de revolucionar el séptimo arte, decidieron plasmar su percepción de lo que él es y debería ser a través de un manifiesto llamado Dogma 95 y su consiguiente “voto de castidad”. Thomas Vinterberg y Lars Von Trier, en un intento de simular la novedad artística que significó la Nouvelle Vague, buscaban crear con base en ciertos valores tradicionales del historicismo y la actuación, despojados totalmente de ciertas temáticas o herramientas tecnológicas como los efectos especiales. El movimiento fue, sin lugar a dudas, la vanguardia cinematográfica más temeraria de los últimos años; por ello, innumerables cineastas se sumaron a las reglas impuestas en el voto de castidad, como ser: 1) los rodajes tienen que llevarse a cabo en locaciones reales; 2) El sonido no puede mezclarse ajeno a las imágenes captadas (a color —regla 4— con la metodología cámara en mano —regla 3— y en formato 35mm. —regla 9—); o 10) el nombre del director no debe aparecer en los créditos. Pero a pesar de ser un designio noble, ni siquiera sus mismos fundadores lograron respetar a rajatabla los diez mandatos exigidos, lo que llevó a que, en 2005, el Dogma 95 caiga. Aun así, la influencia del genio de Vinterberg y Von Trier perduró en el tiempo, demostrando con obras como Festen (Thomas Vinterberg, 1999) o Mifune (Søren Kragh-Jacobsen, 2000) que es posible realizar grandes películas sin la necesidad de abultados presupuestos —noción ya sabida y (otra vez) reflotada— con desvergonzadas historias cargadas de cinismo y el humor más oscuro que uno pueda imaginar, sin importar los prejuicios ni los escarmientos.
2- ¡Dipsomaniacos!
En la óptica del Dogma 95 y sus consecuencias, las crudas y crueles historias abordadas en las obras de los cineastas antes mencionadas no sólo sirven —en la mayoría de las ocasiones, al menos— para shockear, causar comicidad o asco e indignación, sino que son el vehículo principal para retratar cruentas realidades distantes del día a día general. Y he ahí la apropiación que realizan de la mímesis aristotélica en la búsqueda de generar analogías que, incluso con sus inherentes desaciertos, funcionen como espejo de la condición humana, con sus puntos álgidos e inextricables abismos. Druk (2020) de Thomas Vinterberg es el ejemplo más preciso de esta noción.
En ella se narra la historia de cuatro profesores de secundaria que se embarcan en un extraño experimento con fines sociológicos a partir de una supuesta teoría propuesta —y ya desmentida— por el psiquiatra Finn Skårderud, que asevera que las personas nacemos con un déficit del 0,05% de alcohol en sangre (BAC), y suplir esa falta haría a los sujetos más relajados y creativos; subyacente al ensayo, sucede la insípida vida de Martin (interpretado por Mads Mikkelsen), que a raíz de sus problemas matrimoniales e ineptitud laboral decide comprobar la efectividad del postulado del psiquiatra. En dicha peripecia, sus amigos lo acompañan para constatar la efectividad del alcohol en las vivencias del día a día. Así, el director danés configura un universo de contrariedades éticas y narrativas que converge en innumerables pruebas que los presuntos héroes deben atravesar para encontrar el sentido de su existencia mundana, definida por el vacío consecuente de la adultez y las famosas crisis de la mediana edad. Se hacen evidentes los contrastes entre la jovialidad y descontrol de los alumnos y el aburrimiento rutinario de la vida pre-experimento de los profesores, construidos como hombres pusilánimes que buscan romper con ese tedio de la cotidianeidad que destruye silenciosamente sus aspiraciones y sueños. La tragicomedia se explicita a través de las secuencias de borrachera: dos extremos opuestos pero esencialmente iguales, donde se puede notar la felicidad y la decadencia, lo divertido y lo patético. La obra de Vinterberg irradia juventud al mismo tiempo que realiza un profundo estudio de una adultez empedrada de desilusiones, del miedo al olvido reflejado a la perfección a través de personajes que ejercen la profesión más noble y trascendental en la vida de las personas: la docencia.
No apta para alcohólicos, los cuestionamientos morales que realiza el filme son clásicos de la óptica dogmática, al igual que la puesta en escena alejada del factor vertiginoso y convulsivo en otras películas que abordan la misma temática (Trainspotting, Requiem for a Dream o Fear and Loathing in Las Vegas son algunos ejemplos): es lenta, por momentos incluso predecible, pero con una sordidez y fatalidad estilística más cercana al cine de Todd Solondz. Y otra vez, la tragicomedia se evidencia en la hamartia aristotélica cuando el alcoholismo no es una excusa para mejorar el rendimiento profesional y personal de Martin, Tommy, Peter y Nikolaj, sino que es una necesidad para poder sobrellevar el hastío de la rutina. La adicción, más que física, es psicológica. Lo que en un primer momento parecía una oda al consumo de alcohol —la comedia—, muestra su lado oscuro al arrojar a los héroes en un espiral de locura y pasiones irrefrenables —la tragedia— expresada en la ruptura del lenguaje audiovisual postulado, para convertirlo sutilmente en un relato intimista, cargado de sofocantes planos cerrados y una trémula cámara en mano que imprime nerviosismo a la vergüenza inherente de los comportamientos adoptados. Si algo malo puede pasar, pasará, dice la Ley de Murphy; Vinterberg, sin embargo, se atreve a cuestionar dicho axioma.
No existe una traducción literal al inglés o al español de la palabra danesa “druk”. Sin embargo, y en palabras de Guillermo del Toro, la elección del título Another Round es sencillamente poética. Si algo malo puede pasar, pasará. Pero, ¿qué sucede luego? La tragedia y la comedia no son más que géneros definidos por sus fórmulas y convenciones, pero no son espejo de la vida misma. Sin importar la profundidad del abismo, Vinterberg reafirma que siempre habrá otra ronda.
[1] La mímesis es, para Aristóteles, la imitación de la naturaleza como fin esencial del arte.