Los “otros” de los que hablaba la TV éramos nosotros

Publicado en Cosecha Roja

En 2001 tenía 13 años, mi familia éramos mi madre, mi tía con su bebé, mis tres hermanas y mi primer sobrino. Toda la vida giraba en torno al negocio familiar: la despensa Granja Lalo. Estaba en el Barrio Oeste 2, un complejo de monoblocks que durante años fue el barrio más grande de San Miguel de Tucuman. Un mundo en sí mismo donde todo ocurría ahí dentro. 

Desde 1994, después de la muerte de mi padre, las mujeres de la casa sacaron adelante la familia. Trabajaban de lunes a lunes. En navidad cerrábamos la despensa a las 23:45 y volvíamos apurados a casa para llegar al brindis de la medianoche en punto. 

Todos los recuerdos que tengo hasta el 2001 son difusos y aleatorios, son de una realidad económica que irrumpía incluso en el mundo de las infancias. Ese año mi mamá decidió no aceptar nunca más libretas para fiados, muchos vecinos habían quedado debiendo y ella sabía que no tenían plata para pagarle. En el barrio siempre se sabía cuando alguien se quedaba sin trabajo, y eso pasaba muy seguido. 

En la primaria algunas de mis compañeras esperaban el momento de la comida con ansias. Me llevó un tiempo darme cuenta que a veces iban sin almorzar, que tenían hambre y que nunca compraban nada en los recreos. El plan social nos daba los cuadernos celestes con una paloma blanca en la tapa, algunos otros útiles y, sobre todo, comida: vaso de yogur y banana, sandwich de salame y queso, a veces solo fruta. 

Para enfrentar la crisis económica en Granja Lalo trabajaban 18 horas al día. Había una pequeña diferencia en ventas cuando los otros kioscos de la zona estaban cerrados. A los más chicos nos tocaba jugar y esperar hasta la madrugada el fin de la jornada. De algún modo, estar allí era ser un poco más grande, aunque fuera para ayudar a contar la plata de la caja. Había que ordenar y separar los billetes de los papeles, por un lado los cheques y por otro lado los tickets, y otros papeles que años después me enteré que se llamaban cuasimonedas. 

Recuerdo a algunas clientas del barrio yendo comprar todos los días lo justo para cocinar, un cuarto de pan, un caldo, un cuarto de fideos y un paquete de salchichas para toda una familia. Todo se vendía suelto y racionado. 

Durante la madrugada del 19 diciembre empezaron a correr los rumores de que lo que estaba pasando en Buenos Aires iba a pasar también en Tucumán. Los choferes de colectivo traían noticias de intentos de saqueos a supermercados grandes. 

El 19 de diciembre abrimos con normalidad hasta que vimos que los otros comerciantes sumaban cadenas y candados a sus locales. “Están viniendo”, “ya saquearon en Luque, vienen para aquí”, repetían los clientes que bajaban de los monoblocks a comprar y chusmear qué estaba pasando. El aire estaba espeso, húmedo y pesado, como suele ser diciembre en Tucumán. 

Las decisiones de ese día las tomaron las mujeres de la familia en diálogo con otros comerciantes y vecinos, pero en el fondo todos fuimos consultados. 

Mi tía, mi cuñado y yo nos quedamos encerrados en la despensa para pasar la noche. Las rejas y las ventanas quedaron soldadas del lado de afuera. Si nos saqueaban mi familia no iba a sobrevivir, los pocos ahorros que teníamos habían quedado en el corralito. Ese día se ponía en juego nuestra subsistencia. 

Otros comerciantes se subieron a los techos de sus locales, algunos armados. El supermercado más cercano tenía seguridad y fue rodeado por la policía provincial. Mis sensaciones de esa noche pendulan entre la adrenalina de la situación, sentir que estaba haciendo algo de gente grande y el miedo a tener que enfrentar cuerpo a cuerpo a alguien tras la rejas.

El 20 de diciembre hubo algunos tiros con balas de plomo, cientos de tiros con balas de goma y muchas piedras en un radio de 200 metros. Nadie de mi familia sufrió daños físicos. Sí nos enteramos de algunos vecinos con varias balas de goma en el cuerpo. De un total de 20 locales solo un par fueron saqueados. 

En ese momento pensé que los saqueadores eran personas de otro lado, que no eran del barrio. Luego descubrí que también eran vecinos, y ese descubrimiento significó distintas cosas en distintos momentos de mi vida. Sobre todo, fue darme cuenta que esos “otros” de los que hablaban en la televisión, los pobres, los marginales, éramos nosotros. 

Los días siguientes estuve prendido al televisor intentando entender qué había pasado y si iba a volver a pasar. Los recuerdos sobre el tiempo que sigue están más mediatizados que los de esa noche del 19 de diciembre y son compartidos por millones de personas. 

Durante toda mi infancia tuve la conciencia de que en mi casa había siempre un plato de comida sobre la mesa y de que eso no pasaba en todas las casas: el hambre habitaba los barrios. En 2001 entendí que el hambre podía ser no solo el punto de llegada de las crisis económicas sino también el punto de partida de otro modo de hacer las cosas. Y, sobre todo, el punto de partida de la revuelta popular. 

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