Lecturas de fin de semana: cómo dejar de sentirse tonta y no morir en el intento

PORTADA 18

Presentarse es una de las tareas más arduas. Lo importante es entender que en el verbo ser nunca estamos definidxs para siempre. La definición es un cumpleaños. Inicia, nos quedamos y se termina. Ya nos van a invitar a otro.

Mañana se presenta el nuevo libro de María José Bovi y queremos presentárselas desde las anécdotas que le permitieron ser quien es hoy, desde una reescritura y edición del primer capítulo de sus Memorias Educativas. Mañana seguro conocemos a otra Majo. Pasado, otra. Y así.

María José Bove

Tucumán

Cómo dejar de sentirse tonta y no morir en el intento

Mientras el mundo pide resoluciones, mi niño solo quiere jugar y hacer castillos en la arena, dejar que el mar se lo lleve después. La Real Academia ve solo una foto, un momento, de algo que siempre se mueve, que nunca está quieto y yo sé qué miedo da mirar que no existe el lugar que creíste tuyo.

“El mundo siempre estuvo dividido en dos” de Alan Sutton y las criaturas de la ansiedad.

Ser Profesora en Letras nunca fue un “camino” (hay que poner en ridículo la idea de destino marcado) en mi vida, mucho menos ser Editora y Correctora, ni Tallerista. Conservo en mi memoria un pasado en el cual no me destaco en la lectura y la escritura.
En el año 1995, con cuatro años de edad, no había dicho ni mi primera palabra. En casa no recuerdan cuándo fue, ni cuál, solo cuentan que en algún momento apareció. Lenta. Disléxica. La escritura vino después, modo espejo. El movimiento que hice fue de derecha a izquierda (qué agradecida estoy con que las direcciones sean en este orden y no en otro. Nunca voy a entender el revés). Antes de eso, mi vida transcurrió en balbuceos significados por otres, curanderas con sus recetas de “hacerla tomar a la nena tres gotitas de agua en una cuchara grande de metal”, marcas de cruces en la frente y otros remedios caseros, católicos, médicos y patológicos. Intentaron ayudarme a decir de muchas formas. Al concepto de ayuda deberíamos reveerlo todes.

Un año después, con cinco años, mi hermana más chica, con tres, escribió en mi carpetita de jardín “mano”, a mí me salía “onom”, aunque no me diera cuenta ni con la observación externa. También dibujó la bandera argentina haciéndola flamear para la derecha porque yo la revoleaba como Sole al poncho. En mi escuela lo importante solo es ver el sol arriba. A los seis años, las letras seguían cambiadas de lugar, dadas vueltas, con “errores” de ortografía propios de una escritura inicial y muchas veces castigados como errores adultos, por ellos, omisiones, sin renglones, de varios tamaños y hasta, una letra encima de otra y de otra. Perdía sílabas en el camino en “padar” y no “paladar”, decía “mapirusa” y no “mariposa”, y la “tropeza” era lo que había aprendido de mí. “Soy trope, perdón” fue la excusa para cada objeto que rompí con mi cuerpo inentedible. Infinitos ejemplos, solo recupero ahora las que se fijaron en mis archivos mentales a partir del bullying. Mi hermanita también completó los cuadernos de caligrafía con los que la señorita Judith me mandaba a casa. Quizás también andaba cansada de escuchar lo mismo que yo. A mi favor, siempre encuentro luces para mis sombras.

En el 98, a mis siete años, recibí libros para aprender a leer en Navidad. En esa época, algunos días mi abuela no me dejaba levantar de la mesa si no leía una página de corrido en voz alta. La palabra ayuda siempre justificó los actos de violencia, casi tanto como la frase “es por tu bien”, o la nueva, “te lo digo porque te quiero”. El amor es otro concepto a reveer. Mi abuela usó tantas veces la palabra “retraso” frente a mí, que desde chica sé que nunca hay que llegar tarde. El que se fue a la villa, perdió su silla, cantaban en el barrio de mi tía si te levantabas y a otro le faltaba asiento. Falté a las clases de “ventajeo” que ofrecían desde el Ministerio Social de la Buena Existencia.

En el 99, me anoté en todos los actos de la escuela para recitar poemas que terminaría confundiendo, y con los que haría reír. Ser graciosos es algo que nos sale bien a los incómodos. Nunca tuve que aprenderme chistes, sí textos, y de memoria. Mientras otros saltaban cajones y cuerdas en las demostraciones de Educación Física, yo me vestía de abuelita, me ponía peluca y contaba historias que solo las verdaderas abuelas, las tías y las madres escuchaban. El bullying avanzó a altísimos grados, como los años.

En sexto grado, el análisis de oraciones llegó en forma de pesadilla, de rojo para el Sujeto y azul para el Predicado. Me hice parte del grupo “los pésima ortografía”, como nos había dicho la seño. Pero como en Matemáticas era muy buena con las divisiones de dos cifras no se notaba la “falta”. Eso porque mi tía los fines de semana me enseñaba con amor. Con tanto que los números se volvieron cariño, de una madre-tía que nos abrazaba a todas las hermanas, se volvió paciencia y espera. “Tranquila”, me decía cuando yo me enojaba y decía “es que soy tonta”. Es que… Cuando alguien justifica las acciones que evalúa como “erradas”, algo dentro suyo tiembla. En Geografía, siempre N.A.N.D en la libreta (una nota bien jujeña que significaba “No Alcanza el Nivel Deseado”, la nota más baja). Es que Rinconada de Jujuy no era la capital de EE.UU; África tampoco un país pequeñito como México; y esas tres islas que se llamaban como unas tías lejanas de las que siempre olvidamos sus nombres pero sabemos que existen. En casa no se revisaban las carpetas, las malas noticias llegaban con llamados al teléfono de mi abuela porque en nuestro departamento no teníamos (hasta que nos llegó el ladrillo telefónico y no tuve más tiempos de espera entre el aviso y el enojo de alguien para inventar alguna nueva excusa que funcionara). ¿Hola con tatatá de María José? Y una mirada fija en mis ojos anunciaba que nuevamente había un problema. Sino, era yo en el teléfono llamando para que me retiraran. No supe otra manera de transitar los equívocos más que con enfermedades gástricas. No encaja en los grupos, ni en el aula, ni en los pasillos. Nunca estaba sola, era popular, la bondad me ha salvado de muchos otros horrores.

En el 2001, la mamá de mi compañerito me trajo para mi cumpleaños el Diario de Amores y Locuras de Artilugia que narra las aventuras de Aldonza, quien bajo el alias de Artilugia cambia su identidad para conseguir todo lo que se propone. Mis escrituras creativas iniciaron, aunque secretas. Aprendí a escribir rápido para que nunca me encuentren haciéndolo. Sigo ganando el Pare Carrito (o el Tutti Fruti). “Todo contás” era un mantra de las personas grandes que tenía cerca. Ahora algunas amigas reniegan porque soy pésima para el chisme y otros amigos me agradecen por ser tumba. Una tallerista me dijo hace poco: los secretos que debés saber. Solo sé historias, soy El Gran Pez. La mamá me regaló tres años consecutivos el Diario. Después abandóno este mundo y yo dejé de escribir. Aún tengo mis Artilugia, en la primera, la frase: “Escribir para ser libre”. Nunca me animé a preguntar qué significaba, entendía la escritura y la libertad, era suficiente para guardar secreto.

En el 2004, último año de primaria, la literatura se volvió algo re plomo, no me interesaba ni un poco. No puedo acceder a esos archivos ni aunque fuerce al pensamiento. Al año siguiente, rendí el examen de ingreso para el colegio secundario. Fui la primera de mis hermanas en prepararme con una profesora particular. Mi aprendizaje tiene otros tiempos: me distraigo, me cuesta retener la información si no la escribo, si alguien habla yo tengo que dibujar en un hoja un pensamiento para dibujar sus ideas, veo las palabras en mi cabeza, circulan, se chocan, se desprenden, brillan, tienen colores, formas, son fotografías, tienen sonidos. Uno significados con significantes y signos que no le corresponden, elaboro teorías sin fundamentos sólidos pero con conclusiones creíbles y me emociono al sentir la inteligencia dentro. Sí, emoción, se me llenan los ojos de lágrimas, me palpita el corazón y tengo la sensación de la muerte cerca, o la plenitud (no las distingo todavía), siento que al mundo lo tengo comprendido. Otra tallerista dice que entro en trance cuando piendo en el taller y la sinapsis puede verse en mis ojos. Aunque siempre hay rostros que me sacan de allí con sus gestos de “no entiendo nada qué acabás de decir” y me empujan a la zona heavys, donde la mal llamada locura te abraza para no soltarte. No sé explicar la sensación, pero le tengo miedo. Me abruma la incomprensión cuando no hay lengua que me alcance para explicar lo que está sucediéndome dentro.

Ingresé al colegio más cerca de los últimos que de los primeros y quedé por sorteo en la división “A”, la conocida como “de los bochos y chupamedias”. Otra vez, afuera. Les del “B” eran les lindes, en el “C” había un poquito de todos las otras divisiones, a les del “D” no les conocía nadie y les del “E” eran todes deportistas, lesbianas y hippies. Identidades sostenidas en el tiempo para la “tradición”, esas que se convierten en cárceles. Me aburrí en todas las materias y fui parte de “los del fondo”, conocidos como los más “molestos”. Éramos cinco varones y yo. Una profesora me decía “José” porque no solo no cumplía los requisitos del lenguaje, sino tampoco los del comportamiento esperable de una mujer. Cómo anticipaban mi disidencia (eso quiero creer ahora, en realidad). Juan era mi mejor amigo, quien jamás me hostigó por cómo soy. Es más, un día fumando juntos en el baño de mujeres, me hizo entender que yo era distinta al resto y que estaba bien, pero… Dijo “pero”, para después agregar “tenés que defenderte”. Me defendió más veces él de las que yo pude. Pero yo lo defendí a él. Nos odiaron juntos, docentes y alumnos, nosotros nos quisimos mucho. Hace años no lo veo, sé de él por sus fotos. Unos días atrás me mandó un mensaje para decirme lo orgulloso que estaba de mí y lo feliz que le hace la manera en la que crio y cuido a mi hijo. Agradezco que los dos pudimos salir del grupo de hombres horribles en el que solos nos habíamos puesto porque era más fácil fingir y aguantar sexcistencias que afrontar la guerra escolar para los diversos en el colegio. A él le salía mejor fingir. En cambio yo, visité en más oportunidades a las pedagogas, una vez por semana porque no entendía las consignas, porque hacía machetes, porque solo dibujaba pollitos, porque faltaba progresivamente, por mi mal comportamiento (no me atrevo a ponerlo en comillas porque fue realmente malo, fui mala), porque me enojaba en clases cuando me equivocaba en público y me iba, por fumar en el baño. Una compañera que me odiaba encontró mi diario íntimo y se lo dio a la profesora que se lo dio a la maestra que llamó a mi padre que pidió que, por favor, basta. Era una rebelde, la culpa después te instala la norma y la convierte en una varilla con la que latigar los movimientos. La palabra se volvió una imposibilidad desde ahí en adelante, fui un grito. Literal, solo sabía gritarles a todes. Dejé de leer, de escribir, de contar cosas y lloré en varios intentos de convertir mis atroces rugidos en diálogos. Mi frase de cabecera fue agregando el “dejame en paz”. Concepto a reveer: la paz.

Nunca imaginé ser Editora, ni Tallerista, mucho menos Profesora en Letras. Lengua y Literatura fue la asignatura menos entendida, la más aburrida y la que más problemas me generaba. Entre el lenguaje y yo, siempre un error marcado. Fui rebelde también con el mundo de la ficción. ¿Para qué servía todo eso que me estaban diciendo? ¿De qué servía leer El cantar de Mio Cid y Platero y yo? Todo lo que sabía de Martín Fierro mi padre ya me lo había enseñado: honrarás a la familia y a las hermanas primero. Lo cumplía. No me interesaban las novelas, sí las de la televisión. Me gustaba leer, pero revistas de moda, de chimentos, las de Living. Completaba sopas de letras y buscaba las siete diferencias. Nadie asoció la lectura a esa práctica, menos yo. Entonces no leía, no sabía hacerlo; no escribía, no sabía hacerlo; no entendía, algo no funcionaba bien. Qué difícil se vuelve la existencia desde la fisura. No tuvo sentido leer poemas y aunque me sabía de memoria las reglas de ortografía, a la práctica no llegaban. Escribí con “errores” hasta mis veintidós, segundo año de carrera universitaria en Letras. Hay momentos en los que tengo la sensación de estar contando esto para dejar en claro que no me molestan esas cosas ahora, siendo quien soy. En la escritura hay que hacer lecturas socioculturales, económicas, políticas, ideológicas. Con la regla se mide, el parámetro se establece con les otres. No tiene tanta fuerza la RAE cuando dejo de creer en ella como la Mayor Excelencia. En la secundaria me pasó eso, dejé de creer que sería posible pertenecer y nada tuvo sentido. Solo quería ver a mis amigas y salir de casa. Estaba condenada a ser tonta para siempre. Era una realidad, así que me dediqué a serlo. Mi destino (o mejor dicho, el destino que alguien había escrito bajo mi nombre) era ser buenita. Pero antes, abandoné los aprendizajes y los cambié por fumar en el baño del colegio, hacer bullying, escaparme, apostar mis carpetas completas jugando al Póker, a machetearme, a mirar las ventanas y escupir papelitos con una lapicera desde el banco del fondo, a opinar sin saber y con impunidad. Si mi reino era ese, lo conquistaría. Dije barbaridades, y repetí cada idea que otro traía para mí. Convencer a unx insegurx siempre es muy fácil.

En quinto año, falleció mi mejor amiga en un accidente de moto y en mi habitación quedó su libro El ruiseñor y la rosa de Oscar Wilde. Leí muchas veces los cuentos y lloré pensando en Agustina. Aunque lo interesante de la historia es que con Wilde aprendí a construir más mundos a los que escaparme cuando todo iba mal conmigo. Adopté como modo de vida el “vivir en un cumple”. Me fui de muchas conversaciones a jugar a la placita mental, me subí a los árboles que no podía, crucé el pasamanos completo sin caerme, bajé una nube hamacándome. No funcionó. Alguien dijo que yo no había entendido la historia, que el libro no decía eso. Archivé los libros y recordé a mi amiga de otra manera. La adolescente incomprendida, la del cuerpo no deseado, la familia no nuclear, los novios tontos, las amigas que morían, la llorona, la lenta, la muy lenta, la tarada, la de la economía inestable, la de consumos problemáticos. Hay que reveer tantos conceptos en nuestros discursos adultocentristas. Hay que cuidar a les otres. Aprender sobre cómo hacerlo.
Mi hermana un día nos invitó a vivir con ella y la educación se tornó distinta. Tenía que estudiar si quería salir de fiesta. Si me llevaba materias, no había vacaciones. Si no entendía lo que estudiaba, tenía que avisar y ella me lo explicaba. Muchas y muchas y muchas veces, de incontables maneras, hasta llegar a aquella emoción de la que hablé al principio: los ojos llenos de lágrimas y sentirme un poco más adentro del mundo en el que estaban todes a les que amaba. Fue ella también quien, en cuarto año del colegio, me instaló la idea de universidad. Decidí Psicología y estuve segura de la elección hasta que entendí que no podía irme a estudiar a otra provincia, no nos alcanzaba la plata. El cis-tema hace de las suyas en la frustración de los proyectos. Psicólogas y psiquiatras me diagnosticaron de todo y tanto. El estudio no sería mi fuerte. ¿Pero qué? Era demasiado caprichosa para salir a trabajar, sola, sin mi papá. Esa conclusión fue después de intentar Abogacía un año y Contador Público cuatro años más. Que nunca más alguien elija por nosotros, amen (sin acento, del verbo amar).

Estudiaba muchas más horas al día que mis compañeros y seguía aprendiendo de memoria. De tanto ejercitarla, hoy es mi mejor herramienta, casi no se me olvida nada, a veces solo se me mezclan los archivos. Mis hermanas me ayudaron, yo me sentaba a explicarles cosas y ellas me seguían con los libros. Con tranquilidad me hacían saber que ya “estaba mezclando”. No me equivocaba tanto como pensaban, solo decidía que para hacer torta no siempre se necesita huevo, leche, azúcar y harina. Y sí puede poner todos los ingredientes al mismo tiempo. Aprender es posible cuando alguien con pasión, amor y paciencia nos enseña, si no nos apuran, si nos explican tantas veces como los “no entiendo”, si no se enojan. No puedo afirmar que está modalidad evita las guerras. El axioma “no me da la cabeza” es más fuerte que el espíritu de lucha. Nunca desee ser linda, solo deseaba ser inteligente. ¿Qué será la inteligencia, no? Sigo preguntándome. A mis 32 solo puedo responder a la pregunta “¿en qué mundo vivís?”. En este, en el mismo, pero en un cumple. Las maicenitas las hizo mi tía y son las mejores del mundo y mi papá me trajo una bicicleta de regalo para que pruebe si pedaleando mucho puedo volar como el changuito que quiere llevar a ET a casa. Los incomprendidos nos aferramos a la idea del vuelo muy seguido.
El amor no me alcanzó para no perder el interés por todo (TODO fue TODO). No hubo espacios de comodidad para mí y me entregué a los idiotas, esos que hoy seguro votaron a Milei y años fui grupo con elles. No me importa estar juzgando. Parafraseo a Mario Levrero para hacerle la contra a Hebe Uhart con esto, yo no estoy haciendo ficción, acá me estoy jugando la vida.

No sé si quise ser Tallerista, Profesora en Letras y Editora, pero la idea de que no “me te da la cabeza” no dejaba de atormentarme. Así que, me di una oportunidad más en la academia; la última, prometí. Esta vez tenía que ser algo de Humanidades, pero no Psicología. Ya no quería. Mi hermana me regaló, cuando nos despedimos en Bariloche porque yo decidía regresar al Norte a intentarlo otra vez, Crimen y castigo de Dostoievski. Lo leí en veintidós horas. 22.22 horas, el tiempo del deseo. En el colectivo, pedí una lapicera a la señora que venía al lado y escribí en la bolsita de madera donde traía el sanguche: “Querido Diario: quiero encontrarme”. Investigamos con mi hermana más chica en Tucumán las posibles carreras: Historia, Antropología, Trabajo Social, Comunicación y Letras eran las opciones. La elección fue por azar. Papelito sorteador el que salga será el ganador. Mi hermana sacó el papelito de la bolsita de mis futuros posibles y yo fui quien presentó los papeles en Filoylé para ser Profesora de Lengua y Literatura. Mi familia y mis amigos no entendían qué significa estudiar Letras y siempre hacían el chiste fácil: “¿por qué letra vas?”. Yo tampoco entendía. No sabía quién era Borges, ni Cortázar, ni Silvina Ocampo, ni Homero. Todos mis compañeros de primer año insistían en que había que elegir un frente de escritura y lectura, pero desconocía todos los frentes, ¿cómo iba a elegir? Las palabras de los profesores eran complejas y solo sabía la mitan de lo que nombraban. La metáfora, la sinécdoque, la parodia, Zeus, tesis, antítesis, cláusulas subordinadas, inglés, semiótica, la comunicación, falacias, signo, Saussure, Bajtín. Me sentí abrumada. Volvía al departamento y me encerraba muchas horas leyendo. No dormía. Dormía poco. Comía mal. Lloraba mucho. Me enfermaba. No tenía expectativas de futuro con la carrera. Recibirme era una ilusión a la que me agarraba por qué sí. Solo estaba ganando un poco de tiempo y leyendo libros que empezaban a gustarme.

En el 2013, mi primer año de carrera, les alumnes toman las facultades y piden seguridad, boleto estudiantil gratuito, comedor popular y cuidado para todas las compañeras. Era una Ilíada tucumana, era Fuenteovejuna. ¡Claro! Las ideas se entienden con el cuerpo, el registro, la memoria y la experiencia. Tenía que vivirlo para entenderlo, no hacía falta la materialidad para accionar, sino que en mi pensamiento puedan las cosas suceder. Emoción de inteligencia. Armé grupos de estudios de Literatura y participé en los de Lengua. Se validaron mis lecturas públicas y mis escrituras privadas. Había quienes pensaban como yo y yo pensaba como otres: no era tan sapo de otro pozo como me había sentido todo el tiempo. Me enamoré del pasillo 300, admiré a profesoras y deseé ser como ellas. Eliminé a otras de mis metas como educadora.

En el 2014, los pedidos eran los mismos y tomamos el Rectorado. El tiempo de lucha fue más corto, pero yo andaba sintiéndome con más derecho a expresar lo que pensaba. Derechos, no sabemos los que tenemos. La carrera empeza a gustarme. Pero la economía hizo de las suyas y, para seguir, tenía que trabajar. La carrera se extendió millones de kilómetros. Rendí libre muchas materias. Mi estrés aumentó y las opciones de abandonar los estudios empezaron a tener más peso. Lamentablemente, no pude ver que el problema era lo difícil que es estudiar y trabajar al mismo tiempo, solo quise quedarme con el pensamiento irracional que a veces nos instalamos en el intento de entender por qué la pasamos tan mal: “esto es una señal”, la señal de que no sirvo para esto. Era buena bachera, buena moza, buena empleada doméstica.

En 2016, preparé de manera particular a mis primeras alumnas. Enseñaba la lengua española, las reglas, la escritura, la estructura, los signos. De no creer. La devolución de quienes me buscaban para enseñarles impactaron no solo en la imagen de la docencia que tenía, sino mi propia imagen. Podía transmitir saberes. Lo estaba haciendo. La pregunta es ¿cuánto tiempo estuve sin darme cuenta de que todes lo hacemos?

En 2016, inauguramos Monoambiente Editorial junto con compañeres de la carrera. Editorial independiente, tucumana, autogestionada. Letras tiene este pasadizo secreto del que no se hablaba en las aulas: también podíamos ser editoras. Letras es un túnel lleno de puertitas. Nadie las abre, pero no tienen llave. Hay que ser mirón para andar probando. Eso sí, siempre supe mirar bien para escaparme. Lo de la ceguera solo es una cuestión biológica. Me sumé al proyecto sin entender en qué consistía el oficio. Otra vez sin entender. Así que estudié (poco, al principio; mucho, mucho, mucho, después). Algunas categorías tomaron forma: autores, escritores, narradores, figuras retóricas. Supe reconocer narrativas, poéticas y dramas. No podía pensar los géneros tan separados, pero sabía hacia dónde iban cuando los delimitaban. Yo mezclo, ya lo dije. Supe de otros signos de escritura y programas. Las traducciones, las tipografías, las maquetas, los diseños modificaron lo que yo creía que era la lectura. Leer es mucho más que la palabra escrita, es entender mundos.

Empezaba a sentir más parte del sistema. La escritura se presentó como un negocio y como un diálogo. El cuadro de comunicación que tanto había repetido en años de carrera tenía mucho más sentido: emisores, receptores, feedback, contextos, mensajes, canales, códigos encontraban sus espacios. Ahora sí les narradores no eran les mismes que les autores. La ficción sucedía todo el tiempo. Mi papá había sido el primero en contarme cuentos para que lo real no me doliera tanto, tardé en saberlo. La edición y la gestión cultural me cambiaron, también con mi equipo de trabajo lo hice. Tenía deseos propios: quiero ser editora. Me empujé hacia él. Si leía un texto, prestaba atención a los signos de puntuación. Si leía un libro, pensaba en las herramientas de escritura que me brindaba quien lo había escrito. Pude dejar de rendir los exámenes orales porque mi dislexia dio acceso a les otres a lo que yo escribía. En el 2017, mi diario íntimo se hizo público. Monoambiente sacaba mi primer libro, una novela sobre violencia de género: Dinosaurios. El feminismo había llegado disputándolo todo, incluso mi propia mente. No pude sentirme escritora, pero sí autora. Y editora, siempre. En el mismo año, entendí que quería darle otro sentido a la carrera y me presenté a un concurso de Ayudante Estudiantil. En el 2018, fui parte de la cátedra Taller Literario. Las modalidades y dinámicas de clases-enseñanza-lectura se volvieron aún más horizontales y más lúdicas. Se compartían saberes en otro dispositivo de aula y con lengua de lectores. La lectura a contrapelo fue la herramienta con la que más me sentí a gusto. En el detalle, los universos. No hace falta entenderlo todo para entender algo. Nunca sabremos todo. Significar las partes y encontrar las formas. Leer, un derecho; escribir, también; editar, un oficio. En la obrade otres encontramos las huellas de nuestra propia obra. Abundaban los disparadores de escritura en la lectura y nadie leía el mundo mejor que otre. Todo era posibilidad y negociación de posibilidades. Mi palabra, entonces, tuvo otro lugar.

El mismo año fui madre y jugué a correr la carrera. Sabía las dificultades del trabajo independiente, de un sueldo en blanco muy recortado y de una vida estudiantil maternando. Avancé lo que pude, durmiéndome muchas veces en el medio, con contracciones por el estrés, desvelada y con antojos. Tuve la maravillosa experiencia de una maternidad cuidada y acompañada por todes con un embarazo de altísimo riesgo. Sé que tuve el privilegio de vivir en la frontera entre los distantes mundos que son la universidad y la maternidad. Sé que otras compañeras no. Deseo derechos para todas, no solo cabinas de lactancias.

Cuando nació Nataniel, asistí a clases con un coche, vi cómo algunas profesoras lo mecían mientras yo exponía, sonreí a compañeres que le dieron la mamadera para que yo terminase los parciales y me entregué a las fotógrafas que me ilustraban dormida en aulas con el bebé en brazos. Nataniel lleva nombre literario. El primer cuento que leí en Letras fue “El hombre de arena” de E.T.A. Hoffman, y así se llama el personaje. En mi primer libro, quien salva a la narradora con cariño se llama igual. Mi hijo es el cuento más grande que escribí. Mi obra mayor. Con quien aprendo las teorías de la adquisición del lenguaje, con quien sé de Literatura Infantil, a quien le invento cuando no sé datos y él me cree (y si no me cree, se ríe y me dice: qué loquita sos mamá, y me da un beso que yo después limpio sin querer con lágrimas), leo con errores y me dice: ma, así no es —aunque no sepa leer—, es así, quien me enseñó escribiendo a sus cuatro años la palabra Sonic en la hoja y, después, en la computadora que las desgracias no se heredan; con quien invento libros pequeñitos con grandes historias. Esta vida que llevo de editar, tallerear, escribir, diseñar, leer, sugerir me permite transitar una maternidad sin fantasmas.

En el 2018, empecé a investigar y aprendí otra forma de escritura: la bien, bien, académica. Gané becas y los temas-problemas se convirtieron en una suerte de adoración: los cuerpos y la edición. En el mismo año, con la editorial publicamos a alguien que sabía escribir muy poco y con otra ortografía y sintaxis, alejada de los manuales, incluso ponía cosas que no eran las que pensaba. En un punto nos parecíamos: la narración oral se nos daba muy bien. Otra manera de escribir y de editar aparecía: alguien me contaba sus historias y yo era quien las escribía en la computadora. La edición también es eso: pensar estrategias y posibilidades de acción. Editaba, le leía y, si estaba conforme con esa puntuación figurada en los ritmos de mi lectura, el cuento estaba listo. Al terminar ese trabajo, lloré días. Sabía escribir desde muy pequeña, aunque diferente a los demás. Yo lo hacía contando historias, como hacía mi papá y mi abuelo. Me aferré a la idea de que el aprendizaje es social y un proceso. Sabía que el tiempo se va y no vuelvo, pero que mi corazón iba a sanar. La música siempre nos puede dar la letra que nos hace falta.

Decidí que quería ser toda mi vida Editora, Tallerista y Profe en Letras al entender que nadie nace sabiendo. No hay musas inspiradoras. No hay dones. Sí talentos, sí oficios. Se escribe mientras se habla y se habla mientras se cuenta y se cuenta para editar y se edita para saber que el mundo no está tan roto, para ir corrigiendo molestias. Lo más importante para una buena historia es mirar de manera atenta y encontrar el espacio donde hay lugar para unx. Es saberse acompañada, nunca sola. Es sugerir. Es la charla y la escucha, también atenta. El pensamiento compartido, la iluminación, la construcción de un vínculo inesperado.

En el 2019 terminé de cursar la carrera y me recibí en el 2023. En esos cuatro años entre un evento y otro, no me importó que el tiempo pasara y yo fuera más lento. Hacer carrera es mucho más que cursar materias, aprobar finales y recibir un título. Al menos para mí que siempre necesito la experiencia para entender hacia dónde voy y qué hago. Soy de pura acción. Eso de “primero se estudia y después se ejerce” vino mezcladito, o al revés, o de arriba para abajo, no sé. Yo solo comprendí la parte de “hacer”, tanto, que ya no puedo parar y ahora ando adicta a los talleres, a las ediciones, al diseño, a los cursos, a los eventos, a las gestiones, a los debates, a las lecturas, a los libros, a les editores, a les escritores, a las inteligencias artificiales, a los proyectos, a las obras, a la investigación, a la vida. Hago todo con la inseguridad propia de quien se siente equivocada y fuera del camino, pero no abandono. Hay situaciones en las que los héroes no pueden salir victoriosos, la literatura también nos ha mentido mucho. Las terapias vinieron a darnos la oportunidad de poder salvarnos. Soy fundamentalista de la terapia con profesionales de la salud mental.

En el 2020, plena pandemia de Covid, finalizado el duro gobierno de Macri, con una economía muy inestable, sin poder trabajar en casa ni fuera de ella porque ser paciente de riesgo, decidí dictar mi primer taller online. Otra vez, la literatura sirvió para salvarme. Hay que repensar el concepto de salvación también. Y afirmé que no existen textos buenos o malos, esos son parámetros subjetivos. La subjetividad nunca sirve para criticar una obra, creo en la existencia de las otras modalidades de devolución. Juzgar de manera subjetiva la escritura de otra persona es llenarla de valores vacíos. Hay que tenerle respeto a las palabras. Las intenciones elegirlas con cuidado. Hebe Uhart, ahora te doy la razón, quien juzga, pierde. Las escrituras tienen etapas: iniciación, trabajo, edición, construcción, reescrituras, otras ediciones, lecturas, diálogos. Esas son devoluciones que nos permiten crecer. “Te recomiendo que…”. Todes escribimos y tenemos la posibilidad de hacerlo. No soy ingenua, el Estado está ausente para muchas personas (para la mayoría), los acompañamientos también y los sueldos vacíos. La educación no nos alcanza y la economía nos imposibilita los deseos, los aprendizajes y un millón de situaciones más. Pero que la escritura no necesita de un papel y la grafía, eso sí, es un hecho. Que las posibilidades de escribir y leer son muchísimas, eso sí, es otro hecho. Que si tenemos hambre qué mierda nos va a importar escribir, leer y editar, esto también, re sí. Hay posibilidades y quienes todavía tenemos fuerza para gestionarlas. A mí, que nunca se me habló de opciones, solo de diferencias y escalones y comparaciones, me gusta hoy decír sí. Pero las salidas son colectivas. La escritura nunca es individual. ¿Qué puede serlo?

Esta vida que llevo de los oficios de Gestora Cultural, Editora, Librera, Diseñadora, Tallerista y Profesora en Letras me permite reflexionar hoy sobre configuraciones sociales, culturales, políticas y económicas que se nos instalan como verdades únicas, inamovibles. Por ejemplo, es mentira que “estudia el que quiere” y “con esfuerzo se consigue”.

De tanto que rompí máximas, me permito la vergüenza para contar de manera pública que recién estoy descubriendo autores como Paul Auster y Aira, libros como Rayuela y premios como el Nobel y Planeta. Ya no me molesta tanto mi dislexia cuando escribo, hay muchos factores hablando de mí en eso: el tiempo, el espacio, los sentimientos, la edad, el cansancio, mi emoción, los otros que me leen. Afirmo que estoy en la masa de privilegiades intelectuales que se recibieron, que trabajan con su título y a quienes les gusta su trabajo, que tienen acceso a otras partes del sistema burocrático general, que pueden hacerse tiempo (aunque muy poco) para estudiar y continuar otras carreras universitarias, que puede comprarse los libros (aunque cada vez menos, porque no importa cuán editora seas, el precio del papel supera cualquier sueldo de trabajadora independiente), que puede repensar el mundo con deseos de cambiarlo, que tiene charlas intelectualoides en juntadas con amigues. Aún con dolores, me reconozco hija de una clase media intelectual, con orígenes en una familia de saberes, con ideas tradicionales sobre el trabajo y el estudio: se estudia para vivir, el título es muy importante, y otras más aburridas y fantasiosas. Soy hija de un sistema de ideas románticas para cualquier acción. Vengo del “solo hay una forma para todo o dos”. Hija de los 90, de la escuela pública y gratuita, de la Universidad Nacional, Pública, Federal y Gratuita. Pero hubo un tiempo donde no fui nada de lo que acabo de mencionar y las pasé (también las pasé con privilegios, no importa en cuánta calle habré dormido, apareció en más de una oportunidad una amiga para abrir las puertas de su casa). Hay una oscuridad enorme debajo de cada escaloncito subido en materia de lo social y material. Busco herramientas en mi terapia para no volver a quedar encerrada en la imposibilidad del ser. Me encantaría ayudar a todes a que no vuelvan, ni a sus sótanos, mucho menos al mío. El silencio es la casita del chanchito más ventajoso de los tres chanchitos, ese que piensa que ganó y después pierde todo y tiene que buscar refugio.

Pienso hoy que poder nombrarme tanto y haberme formado en lo que amo, que peleo, que busco, que temo, me tiene que permitir dar todo lo que tengo: mis conocimientos, mis experiencias, mis saberes, mis lecturas, mis aprendizajes, mis escrituras, mis errores, mis aciertos. Sin imposición, es una oferta. No se opina sin permiso, no se aconseja en pos de cambiar al otro. No es individualidad, no creo en ella, es respeto. Quién dijo que todo está perdido, ¿no? Yo vengo a ofrecer mi corazón. Me tranquiliza saber que en ese “Yo” somos un montón. NO HAY UNICIDAD. Sí elijo creer en el “sos diferente” porque encontré acá a las personas con quienes hacer de la vida un cumple, de esos que me gustan a mí, con piñatas de las que caen soldaditos y anillitos y hay caramelos de banana y manzana verde, chupetines con formas de patitas rojas y papel picado. Ese cumpleañito donde llega un mago que no es mi papá y desaparen cosas que vuelven a aparecer de otra manera, en otro tiempo, en algún lugar. No importa hoy si el truco sale al revés, si no se entiende. La escritura y la lectura me han permitido salvarme del monstruo gigante de la reproducción de cuerpos, mentes y discursos. La edición es mi arma. Nada hay fuera de los discursos. Me encuentro acá, en el centro de donde me habían corrido. Vengo a discutir con quienes seguirán sosteniendo lo que todavía me da terror: no sabés, no servís, no entendés. Dispuesta estoy a abrir el juego de que la palabra es y será, siempre, de todes. Pero es política, no solo bella, por eso no siempre salen para afuera.

Convertí en pasiones mis tareas cuando las experimenté, cuando mis aprendizajes teóricos me permitieron la práctica misma de la existencia. Reveer conceptos, de eso se trata. Todo el tiempo. No hay nada estático en la lengua, es un río que fluye sin detenerse. Si no hubiera compartido con aquelles que supieron afirmar que soy rara y que estaba bien serlo, seguro no estaría escribiendo estas memorias. Me arriesgo, incluso, a considerar que ni siquiera estaría. El bullying durante el camino educativo por mi “errores” de saberes, por mi lento aprendizaje, por mis ideas descabelladas y fantásticas (hablo de fantasía y no de fantástico) sigue siendo, sin dudas, la base de esto que soy. No sé romperla del todo, ahora solo busco comprenderla. Los diagnósticos de personas que nada tienen que ver con las profesiones de salud y de salud mental, y de quienes solo me mal diagnosticaron, o me diagnosticaron bien pero fomentaron lo traumático de la etiqueta también son raices que levantan el árbol.

Dicen TDHA, bipolaridad y PAS, persona altamente sensible. Al lado de mi nombre escribieron inadapta, errada, culpable. Me graficaron esquemas de mi pensamiento y de mi comportamiento. Me domesticaron, me disciplinaron y me castigaron. Tengo autoestima intelectual baja, siento la estupidez dentro mío con facilidad y me frustro. Duermo poco y vivo mucho, no quiero perderme de nada. Dejé de compararme, es la tarea más difícil que emprendí de todas. Es que encontré en la palabra diversidad un espacio donde quepo. Soy diversa en todos los aspectos: cuerpo, sexualidad, género y pensamiento. Es verdad que todavía me cuesta escribir un mensaje sin equivocarme, en voz alta cambio palabras y confundo mucho más que una “b” con una “v”. Soy adicta a los talleres de escritura y lectura, darlos y tomarlos. Fanática de las sugerencias y la lengua alzada. Me alegra enormemente no reproducir lo que me hizo mal y esforzarme tanto para lograrlo. Matar las semillas es una ardua tarea. No busco aplausos, mucho menos reconocimiento, estoy lejos de poder hacer eso aunque cada tanto deseo sentirme correspondida a lo que dicen quienes recién hoy me conocen. Más bien, quiero incomodarles hasta el punto en el que puedan reflexionar sobre el poder de la opinión. Existe la posibilidad de que si entran a este viaje de tomar las riendas del impacto que pueden tener en les otres, algo se les rompa dentro y queden encerrades en la habitación de la incomunicación. Buscar no hacer daño puede volverse tortuoso, una pieza mal movida es jaque mate. Lograrlo es gratificante. Quizás, para nosotres, les que vamos más despacio, será el daño lingüístico una huella imborrable en la memoria. Pero ni a gancho me quedo sola con esto, disculpen, no puedo más y no quiero. Me pesan los kilos de plomos, de todos los plomos con los que balearon mis posibilidades, de todos los plomos.

Soy toda esta máquina del lenguaje porque les tengo talleristas, autores, editores, diseñadores, docentes, psicólogues, correctores, lectores, críticxs, familia, amigues, amores, gato y hijo. Soy el mundo que habito al lado de ustedes, ese que no se entiende y hace ruido. Intento pasar desapercibida, lo prometo, las caídas me deschaban seguido. Soy la cumpleañera que intenta –como me dice una de las personas más importantes en mi vida— “producir ganas de vivir en los demás”. Es que en la vida de ustedes, encuentro la mía y siento que fabricamos la nuestra. Soy esta porción de lengua trastornada porque vivo en un cumple, no creo que salga de aquí, nunca. Están todes invitades. Si no quieren venir al mío, yo re voy al de ustedes. Es que, en general, en los cumpleañitos nos permitimos ser felices. Ni importa cómo vengan les demás. Queremos gaseosa, papitas, juguetes y sorpresas. Jugar con amiguis y volver a casa con bolsitas. Pero si me invitan, sepan que llego de taquitos rosados y celestes, con una varita en forma de estrellas, mis autitos Hot Wheels, en patines y con el libro que hace meses llevo en mi cartera, aunque últimamente no leo y no creerlo leerlo más en una fiesta. Debe ser tiempo de abandonar esa edición de Cómo dejar de sentirse tonta y no morir en el intento.

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