PORTADA 14

Lecturas de fin de semana: Carta a mí misma

Marea Emocional es un espacio de formación en la escritura narrativa coordinado por María José Bovi. En los talleres individuales la propuesta es de construcción de obra discursiva. En los grupales, se trabaja con diversas propuestas de escritura, entre ellas: Narrar Los Cuerpos, Prohibido No Mirar, Narrar Mi Memoria. En este espacio, compartiremos producciones escriturales de autores/as que se encuentran trabajando en dicho espacio.

La producción literaria en el NOA —y desde él— crece de manera exponencial, año a año. Esta sección se presenta como un espacio de publicación editorial, literario y escritural para difundir estas voces que se encuentran en trabajo de escritura, lectura y edición.

Carta a mí misma

Sofía Rivera

¿Vos qué sos? ¿Ana o mía?, nos preguntábamos en un chat que reunía a extrañas de diferentes partes del mundo unidas por una sola meta: ser flacas. Yo soy un poco de ambas, respondía, y lo siguiente era conversar sobre formas de vomitar sin que tus viejos te escuchen, maneras de engañar a las personas para que crean que comiste, tips sobre contar calorías y recomendaciones de pastillas para bajar de peso. Mi adolescencia, seducida por la anorexia y la bulimia, se resume en una sola idea: este cuerpo es desagradable, tengo que cambiarlo.

Me costaba encontrarme en el espejo, en las fotos y en la ropa. Sentía que eso que estaba obligada a habitar no era yo, yo era otra cosa, sí, cosa. Una persona hermosa de cuarenta y siete kilos, ocupaba poco espacio y pasaba casi inadvertida, pero ese era solo mi deseo. En el común de mis días aunque me costaba encontrar talle de pantalón, los hombres en la calle me decían cosas y otros varones gozaban de ese cuerpo odiado por mí.

La vida me fue pasando sin estar yo presente. Son escasos los recuerdos de esos años, en cambio, innumerables los registros de comidas que aún conservo. A veces me paseo por esas memorias de dolor buscando pistas porque creo que en esos escritos puedo haber dejado rastros o respuestas que hoy me hacen falta. Me releo para saberme otra, para encontrarme distinta.

21 de junio de 2014:  
Cada día es una batalla.
Desayuno: una manzana y doscientas abdominales.
Almuerzo: un yogur de cincuenta y ocho calorías y quince minutos saltando la soga.
Merienda: un pedazo de queso y una hora de spinning.
Cena: medio huevo. 

Al final de la hoja, con una letra más pequeña como si fuera un secreto que no quiero admitirme, anoto: me duele en el cuerpo el odio que siento por mí. Firma y aclaración de quien escribe, para que nadie más pueda atribuirse aquella angustia.

Mi humor, la posibilidad de salir de casa, de esconderme el día entero o jugar a ser feliz, se limitaba a un par de números: los que me devolvía la balanza que compré a escondidas juntando la plata del recreo, los números del centímetro con el que cada dos días me medía la cintura, y el total de calorías consumidas que por las noches anotaba en mi cuaderno. El resto de la existencia transcurría en automático. 

Pasaba tardes enteras imaginando cómo iba a ser mi vida cuando ese cuerpo que tenía fuera mío, cuando alcanzara los cuarenta y siete kilos, qué ropa me iba a poner, qué actividades iba a hacer, quizás disfrutar de la playa, comprar un pantalón talle 36 y, por qué no, ser alzada por algún novie que me diga que casi ni peso, que diga qué liviana que soy. 

Hoy, después de algunos años, todavía me descubro en un gesto inconsciente de buscarme los huesos de las caderas, como quien toca el salvo jugando a la pilladita, un lugar seguro. Sentir los huesos fue señal de éxito y el temor a engordar el peor de los fantasmas. No solo para mí, la sociedad toda compartía este miedo por eso eran infinitas las propagandas de pastillas para adelgazar que aparecían en la tele, cremas y fajas mágicas que prometian hacer desaparecer hasta diez kilos en dos semanas. Mi familia tampoco se quedaba atrás, no hubo reunión en la que no se conversara sobre las dietas que arrancarían el lunes, las calorías de ese budín de pan que había hecho mi abuela y lo mucho que había engordado tal vecina. Pobre, está muy descuidada, decían. Yo jamás hablaba de mi cuerpo, sentía que era una invitación a que me juzguen, a que me miren, a estar en el ojo de aquella discusión sobre caderas anchas y panzas gordas que ocultarían en el verano próximo.

Aprendí la vergüenza como un nuevo lenguaje. Traje de baño completo, nada de bikinis y mejor si evitaba meterme a la pileta, no comer en público, vomitar después de comer, escapar de las fotos, esconderme en la ropa. Mi mundo estaba acechado por el mal de la gordura, una condición que parecía ser despreciable para todos. ¿Qué derecho podía tener yo, con ese cuerpo no flaco, a vivir una vida feliz?

Mi peso subió y bajó como la peor de las montañas rusas, solo en sus picos más altos recibí comentarios negativos. Cuando estuve delgada siempre fue una fiesta, no importaba que hacía unos meses pesara el doble, te queda hermoso ese vestido, me decían amigas y familiares, qué linda que estás. Y yo me abrazaba a esas pequeñas y ficticias alegrías, como ese short de mi hermana menor que por fin me entraba y ese número tan bajo que me devolvió la balanza cuando fui a pesarme después de dos horas de spinning y ninguna comida en el estómago. 

La fantasía duró poco. Llegar al peso que quería no me hizo feliz y, engordar después, mucho menos, pero sí inició un camino tortuoso durante mucho tiempo. Unos meses arriba, explorando los límites de los kilos que podían acumular mis piernas, y otros tan abajo como costillas alcanzaba a sentirme en la espalda. Fueron años de ausencias, de caminar en un cuerpo abandonado. 

Ahora en cambio, temo no habitar mi vida, no estar presente en mis decisiones, no poder reconocer mis pasos. Ya no quiero desear ser otra, escribo hoy en mi cuaderno, con letra grande, fuera del secreto, quiero parecerme cada vez más a mí misma. Quiero pertenecerme. Entonces, me abrazo la piel, me pido perdón, aunque me perdono solo a veces. Trato de habitarme desde el amor y me sonrío cuando logro sentir que este cuerpo también soy yo, que es mío y que es hermoso, por más que sea solo de momentos. Soy un cuerpo de momentos, que sube y baja.  

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