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Lectura de fin de semana: Evidencias de nosotros

Marea Emocional es un espacio de formación en la escritura narrativa coordinado por María José Bovi. En los talleres individuales la propuesta es de construcción de obra discursiva. En los grupales, se trabaja con diversas propuestas de escritura, entre ellas: Narrar Los Cuerpos, Prohibido No Mirar, Narrar Mi Memoria. En este espacio, compartiremos producciones escriturales de autores/as que se encuentran trabajando en dicho espacio.

Este texto, de María José López, fue escrito en el taller virtual “Narrar mi memoria: identidad y cuerpos” de Marea Emocional, en el año 2023. 

Evidencias de nosotros

María José López. Río Negro

Durante las navidades siempre retorno a la nostalgia. Mis dedos, que producen un lenguaje casi deíctico, tocan las minúsculas caras que aparecen en las gastadas fotografías con la marca de agua que dice Kodak cada dos centímetros. El álbum es naranja y tiene impreso el slogan: “Usted apriete el botón, nosotros hacemos el resto”. 

La foto que lo encabeza es la de mi cumpleaños de cinco. En la pared descamada por la humedad está el número realizado en una cartulina rosa con brillitos, mi color favorito de ese año. Aparece la cara de algún vecinito amigo del que ya no recuerdo el nombre. Él tiene la mirada fija en la torta de enormes picos de crema blanca, mientras que, con las manos agarra una pelota de goma violeta, desteñida. Al costado derecho, la figura de mi abuelo planchando la ropa y, atrás, papá está inflando un globo con forma de gusano. En el centro de la foto estoy yo, sentada en la punta de la enorme y pesada mesa de algarrobo. Ese día soy la reina y es el único día del año que merezco ese lugar. Mis ojos están entrecerrados, como evaluando la consistencia de la crema y viendo las manos grandes de mamá cortar la torta. De ella solo se ve eso, y su camisa, la que ahora uso yo. 

Me miro y pienso: “qué chiquita que era”. Me cuesta creer que alguna vez fui una niña. Me veo con mi vestido azul, confeccionado por mamá una y mil veces para que me siga entrando porque mi cuerpo crecía y yo no aceptaba que sea sin él. Aún hoy quiero que me sigan entrando cosas del pasado, la diferencia es que mamá ya no lo arregla.

En otra foto estoy con un antiguo novio. Nos vemos felices, estábamos felices. Él tiene una gorra y me está dando un beso en el cachete izquierdo, mientras yo tengo cerrados los ojos y sonrío. De fondo, el río, mi pelo desordenado indica que corría viento. No recuerdo qué día fue, seguro fue un sábado porque esos días nos levantábamos a las tres de la tarde y salíamos a ver un rato el curso del agua. Ahí nomás nos acostábamos y nos abrazábamos sin hablar, al silencio solo lo interrumpía el sonido del río o la enunciación de algún te amo sincero. Ese era nuestro lenguaje: las caricias. Nos costó tanto decirnos adiós. No habíamos practicado esa palabra con las manos. Ahora, viéndonos, me invade el sentimiento de amor. Ese es el poder de la imagen, hacer que extrañemos a alguien del que ya no recordamos ni la voz. Era de Cáncer, me acuerdo, y me abrazaba siempre hasta asfixiarme, y me agarraba como si fuera una pluma. 

Sigo pasando las fotos. Selecciono una al azar, en la parte media del álbum. Un burro con un árbol al lado. Por las hojas amarillas, sospecho que es otoño, pero no le encuentro otro contexto a la fotografía. No recuerdo haberla tomado, aunque algo en los ojos del burro me dice que nos conocemos, que alguna vez cruzamos miradas. No tiene nada más que eso, pero hay algo de ella que me evoca, no sé por qué. Mientras la miro dudosa, aparece mi hermana que estaba haciendo la ensalada y me dice: 

—Uh, ¿te acordás de esa foto?

—No, no puedo.

—¿Posta? Esa foto la saqué yo, en el último viaje que hicimos, ¿te acordás? Se le pinchó la goma a papá y estaba re puteando. ¡Qué insoportable! Encima vos te habías ido al baño con mamá y me habían dejado sola, y la otra no sé, estaba hablando con el otro boludo por teléfono, yo le iba a sacar una foto porque tenía una cara… pero enfoqué mal y le saqué una al burro que apareció de la nada.

La historia no tenía nada de importante, solo una foto sin querer. Mi mente retornó a las últimas vacaciones y bamboleó entre la risa y la tristeza. Sucedían más de once años de aquel momento. Habíamos ido todos de vacaciones y vivíamos en la misma casa. Fue el último viaje familiar, pero no lo había sospechado como suele pasar con las últimas veces. En medio de la nostalgia, me llega el olor a Rayito de Sol que mamá se ponía cuando tomaba sol, la imagen de la pizza con arena y el viento frío del mar. Yo estoy en la orilla con papá. Las fotografías borran de un pincelazo lo terrible. De alguna misteriosa manera, iluminan con un brillo nostálgico el momento muerto que solo se puede revivir con los ojos, la memoria y la palabra. Lo extraño es que esos momentos me parecen más valiosos ahora que los veo a la distancia, quizás es porque nunca comprendí mucho mis emociones en el instante. Siempre me llevaron tiempo. Mucho. 

Ahora tengo muchas fotos en la galería de mi teléfono, pero son más frágiles, están tomadas con las emociones de la urgencia. Y las borro cuando me enojo con alguien, o cuando tengo que descargar algún archivo del trabajo que es para ya mismo. Así voy perdiendo retratos. Una foto impresa cuesta mucho más romperla en pedazos o tachar algunas caras. Pareciera que las manos son más responsables al hacerlo de esta manera que apretando un casi inocente botón de “eliminar”. Incluso la certeza de la fotografía ya no existe. Los filtros llenaron de ansiedad a las citas online, nunca se sabe si encontraremos a la misma persona que posaba en las doscientas fotos de su red social. En la vida real no podemos andar con el filtro de orejas de perrito, ni las pecas, tampoco con narices pequeñas. Soy de la generación de los noventa, la que quedó despojada de la certeza en la imagen. 

Mientras pienso esto, escucho el sonido de una foto. Ahora seré una imagen dentro de otra y de un relato dentro de otro. Quizás, cuando vuelva a verla en otra Navidad, seré otra.

María José López 

@mariajoselopgon 

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