Nadie habla desde un vacío de ideas, creencias y valores. Imposible despojarse de esas posiciones de pensamiento o ponerse por fuera de sus coordenadas. A lo sumo, en tales o cuales situaciones concretas de interacción, de acuerdo con las características de personalidad, estilo y percepción, se administrará el peso y la manifestación de esas convicciones. Ese conjunto de creencias y valores, disposiciones de pensamiento, percepciones e interpretaciones de la realidad es lo que se denomina “ideología”, y la ideología no es un accesorio indumentario del que podamos despojarnos según la ocasión. Sí podemos manejarla de modo tal –sería lo deseable- que no se transforme en una imposición avasallante, exponiéndola aún en su inclaudicabilidad al cuestionamiento y discusión. Por supuesto, hay ideologías más cerradas sobre sí mismas, recortadas sobre moldes dogmáticos, menos dispuestas al diálogo y más propensas a la coerción, como son aquellas que pulsan en el núcleo de los autoritarismos.
En estos días ha arreciado en Argentina el mantra que pretende denunciar prácticas de adoctrinamiento en el campo de la educación pública, en particular en el ámbito universitario. El oleaje mántrico más reciente está ligado a las reacciones suscitadas por la arremetida de la conductora televisiva Viviana Canosa contra la docente e investigadora de la Universidad Nacional de Tucumán, Dra. Mariana Bonano. La educadora universitaria había sido registrada en una filmación oculta durante una clase de periodismo con perspectiva de género, mientras respondía a la pregunta de un estudiante sobre esta figura mediática que en el Día Internacional de la Mujer Trabajadora se había expedido acerca de las mujeres movilizadas con expresiones agraviantes.
Canosa se autovictimizó en su programa aludiendo a una “dictadura de la cancelación” y proclamó que la docente la quería “desaparecida”. De inmediato se activó una cacofonía coral sintonizada con la presentadora, en un bucle rematado por el ultra liberal Javier Milei quien, tras expedirse en una entrevista en contra de la existencia del Ministerio de Educación, afirmó que las universidades nacionales son “centros de adoctrinamiento”. A estos pronunciamientos vino a sumarse la legisladora tucumana Nadima Pecci, con su proyecto de repudio a la profesora por haber descalificado en su clase a Canosa “utilizando reproches ideológicos y atentando contra la libertad de prensa y de expresión”. En el mismo documento, exige también el repudio a las autoridades de la UNT por su rechazo al proceder del estudiante que realizó la filmación oculta, lo cual sería –siempre según Pecci- muestra de un “accionar ideologizado y autoritario en el que todo aquel que no coincide con un determinado relato es señalado y perseguido”, puesto que la clase en cuestión habría puesto de manifiesto que “el contenido de la materia tiene una fuerte carga ideológica, cuando la universidad debería ser siempre la cuna del pensamiento crítico”.
Lo que se pone de manifiesto, en verdad, es algo que se hace evidente en la pantanosa argumentación de Pecci es que el propósito de silenciamiento proviene del tipo de ideas que ella y la constelación Canosa – Milei representan: silenciar las expresiones del pensamiento auténticamente crítico. La legisladora acierta al identificar a la universidad como “cuna” de este proceso intelectual, pero su aversión por lo que denomina “carga ideológica” –rechazo característico de ciertas inclinaciones inevitablemente ideológicas- hace que su planteo tropiece y se desplome en el comienzo mismo de su andar.
El pensamiento crítico no es un ejercicio ex nihilo, sino un trabajo de análisis y evaluación cuyas bases se hallan en el cimiento de creencias, valores y posicionamientos que configuran una… ideología. En el campo académico, el pensamiento crítico se encuadra dentro de las diversas corrientes desarrolladas a lo largo de la historia de ciencias y disciplinas; y, en el mejor de lo casos, alimenta la capacidad de observarse a sí mismo, sus fundamentos y prácticas. Es elemental e inevitable que una o un profesional del ámbito académico, en tal o cual campo disciplinario, en su trabajo de docencia e investigación, se inscriba en una determinada corriente de pensamiento –o integración de distintas corrientes- para desde allí construir conocimiento, lo cual incluye el cultivo de una actitud crítica.
Por supuesto, a contrapelo de lo que pretende la órbita Canosa-Milei-Pecci, la legitimidad de la crítica no se desprende de la especificidad de su indisociable orientación ideológica; en todo caso, esta legitimidad se nutre de la solidez de sus principios y argumentos. Pero para estos sectores el ineludible encuadre ideológico –aunque no admitido por ellas y ellos- habilita o no el discurso crítico: si se enmarca en su sistema de pensamiento (el liberalismo rabioso o la erupción libertaria, por ejemplo), es la legítima expresión de la verdad; si, por el contrario, corresponde a otras coordenadas ideológicas (las del universo de las izquierdas, o de eso llamado “progresismo”, o de lo que cae bajo la etiqueta de “populismo”, por ejemplo), será entonces flagrante adoctrinamiento.
Se configura así una doctrina del adoctrinamiento que rotula como prácticas adoctrinantes a cualquier expresión que no se inscriba en el cerco de verdad de estos sectores, esa verdad que resulta de la correspondencia con su propio marco ideológico; del mismo modo, cualquier crítica que no proceda de ese marco, sino que lo tenga como objeto será también un acto de adoctrinamiento. Según esta doctrina, si Milei (o cualquier sujeto que comulgue con el ideario libertario o liberal) diera una clase en un espacio educativo, no estaría adoctrinando sino profiriendo la cristalina verdad, sobre la base de que Milei no dejaría de ser Milei; esto es, no dejaría de predicar una cierta línea de pensamiento y acción dictada por su sistema de valores y creencias, es decir por su ideología. Situado como corresponde ahí, podría disparar además sus críticas hacia cualquier blanco sin que se le pueda acusar de estar haciendo adoctrinamiento. Según esta misma lógica, si una profesora o profesor procediera a un análisis crítico del discurso mileiniano o canosiano, entonces sí estaría incurriendo en adoctrinamiento y en ataques a la libertad de expresión.
Claro que esta doctrina del adoctrinamiento tiene sus blancos favoritos, esos ante los cuales se activa con mayor ardor y locura el aparato detector que podríamos bautizar como “adoctrinómetro”, puesto a funcionar en relación con el campo educativo: contenidos legalmente establecidos de educación sexual integral, por ejemplo, o la adopción del enfoque de género y de los feminismos para mirar críticamente las relaciones, saberes y comportamientos –perspectiva señalada como “ideología de género”- el uso del lenguaje inclusivo, la denuncia y análisis crítico de los discursos del odio, o conceptos referidos a la inherente desigualdad del orden sociocultural, como el de “hegemonía”, asociados con gesto reduccionista a la retórica de tal o cual dirección ideológico-partidaria. De más está decir que este recorte grosero y las demandas de silenciamiento que conlleva invalidan cualquier pretensión de validez.
Una escena discursiva pública aséptica es una fantasía, los espacios educativos no son una excepción. Los posicionamientos -inevitables y necesarios- son también valiosos en la medida en que la mirada crítica se articule con la disposición al diálogo y el debate, sobre la base de argumentos sólidos que prescindan de la ofensividad visceral, en relación siempre tensa, inestable y polémica con las relaciones y ejercicios de poder. Lo contrario es esta doctrina del adoctrinamiento que con su ruido y furia se pone en evidencia como lo que en realidad es: un insulto a la inteligencia.