El toque del monte: A propósito del cine de Juan Sebastián Torales

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Se estrenó en la plataforma CINE.AR PLAY el largometraje Alma Mula, la notable ópera prima de Juan Sebastián Torales, realizador santiagueño radicado en París. El film, exhibido en salas cinematográficas en 2023, combina elementos del género fantástico con una leyenda de la tradición popular del NOA, construyendo un relato coming-of-age alegórico de la sexoafectividad disidente.
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En la producción del cineasta argentino, Juan Sebastián Torales –oriundo de Santiago del Estero, residente en París– su opera prima, el largometraje Almamula (2023), integra, junto con los cortos “Sacha” (2019) y “Maco” (2021), lo que puede denominarse “la trilogía del monte santiagueño”. Área de terreno boscoso, este monte no es sólo una región biogeográfica, sino también un espacio dentro del imaginario sociocultural de la zona, territorio simbólico habitado por entidades extraordinarias y poderosas. El monte santiagueño constituye así un espacio construido culturalmente por una sociedad a lo largo del tiempo, un territorio marcado por una cosmovisión, una mitología y las prácticas asociadas a ellas, un ámbito donde se inscriben tradiciones, costumbres, memoria histórica, rituales y formas de organización social, universo de creencias, concepciones y representaciones impregnadas de profundo contenido emocional .

Esta característica del monte santiagueño como un particular territorio cultural participa de una dimensión simbólica mayor, que se extiende a lo largo del espacio-tiempo de una gran diversidad de culturas y etnias: la simbología del bosque. Símbolo de lo que es agreste, rústico, oscuro y sin orden, el bosque representa el estado previo y necesario para alcanzar la luz y el orden, por eso los buscadores de lo sagrado deben atravesarlo, aunque sea un lugar donde habita el peligro. Mundo astral recorrido por seres espirituales, es un lugar habitado también por fieras salvajes entre las cuales es posible encontrar un guía espiritual, el animal totémico. Los bosques fueron los primeros templos, donde la oscuridad y el silencio reinantes nutrían la religiosidad de pueblos que veían allí un espacio misterioso y sagrado, albergue de fuerzas extrañas, lugar del culto a los dioses y de ofrendas a árboles sagrados como la encina y el roble, de ahí la preponderancia de su papel en mitos, leyendas y cuentos folklóricos.

Otra significación simbólica proviene del psicoanálisis, según la cual el bosque representa el inconsciente, de ahí los terrores que lo habitan en las narraciones mitológicos, relatos populares y cuentos de hadas, naturaleza devoradora que oscurece la razón. En contraste con el ordenamiento civilizatorio representado por la ciudad y el ámbito doméstico, el bosque se presenta como el desorden, o un orden oscuro y arcano donde residen tanto peligros naturales como sobrenaturales.

El bosque en su naturaleza y en su valor simbólico es fuente de lo sublime en su articulación de serenidad y angustia, de atracción y rechazo, de éxtasis y abatimiento, todas experiencias y temblores estimulados por ese territorio cultural que es el monte santiagueño.

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“Sacha” -la voz quichua para denominar al monte- es el título del corto de Torales donde esa particular naturaleza se devora la infancia herida por el estigma y la desatención adulta. Un niño solitario invoca a los espíritus del monte pidiéndoles que lo lleven, como se llevaron a otro niño que ha desaparecido, de quien decían “andaba en cosas raras”, como dicen también del protagonista de esta historia, según cuenta él en su monólogo. El muchacho se aleja de la casa en la que no ha hallado sino hastío y se interna en la frondosidad de ese mundo vegetal. Allí improvisa un ritual que anuda la religiosidad cristiana –transgrediéndola- con creencias de la tradición nativa: clava una cruz armada con palos en un árbol al cual llama “sagrado”, que en esta mitología santiagueña no es la encina ni el roble, sino el algarrobo, y reza ante ella un padrenuestro. De pronto algo le llama la atención, camina a través de la espesura hasta llegar a un alambrado y, en el instante en que va a atravesarlo, a sus espaldas, una mano oscura se tiende hacia él. En la casa, una niña –quizá su hermana- que ha estado dormida se despierta de pronto sobresaltada y, lentamente, se encamina también hacia el monte, bajo las inmediaciones de una tormenta. En su paso encuentra, tirada entre el pasto, la pelota de tenis que estuvo haciendo rebotar su hermano, último rastro del niño. Luego, la techumbre de ramas lo cubre todo.

“Maco” –el nombre de un paraje cercano a la ciudad de Santiago del Estero- narra con cierto hermetismo el desgarramiento de una pérdida, un sombrío duelo recorrido por sueños alucinados e imágenes de una niñez sobre la que se cierne la tragedia. Una mujer despierta despavorida, una y otra vez, deambula angustiada dentro de una casa y luego, con intermitencia, a lo largo de una carretera desierta, llamando a sus hijas. Después se la ve atravesando absorta la desolación de un cementerio, mientras la cámara la sigue de costado en un plano general, detrás de un enrejado, hasta encuadrarla detenida dentro de un fragmento de la reja con forma de cruz que le hace de estrecho marco. En alternancia, aparecen tramos donde dos niñas –que responden a los nombres clamados por la mujer- se internan en el monte. Allí, en las entrañas de la vegetación, la niña menor es capturada por el encierro de un encuadre detrás de la hendidura de un tronco espinoso, que semeja -en primerísimo plano- las fauces amenazadoras de una bestia. “Parece un monstruo” dice la pequeña, mientras tantea la punzante corteza. Siguen caminando y de pronto se topan con algo, una presencia que las atrae, un niño oscuro como recubierto de brea. En un contrapunto de imágenes, se ve a la madre desplazándose en el cementerio hasta colocarse ante una cruz de madera, hacia la cual tiende una mano, y a la niña menor –instigada por su hermana- yendo hacia el niño oscuro con una mano extendida, para tocar la de él empapada en negra viscosidad. Trauma o presagio, los hechos se suceden en un vaho de pesadilla que emana del monte.

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En Almamula, Nino, un niño de 12 años, es agredido brutalmente por un grupo de chicos del barrio debido a su orientación sexual. Para tomar distancia de ese perturbador suceso, su familia se traslada a la casa que tienen en una zona rural donde el padre se dedica a la explotación maderera. Allí Nino entrará en contacto con un microuniverso humano y natural signado por los vínculos pueblerinos, una amalgama de creencias y la presencia del monte. Sobre el trasfondo de la misteriosa desaparición de un niño hijo de la mujer que presta servicios en la casa, al mismo tiempo que toma clases de confirmación impartidas por el cura de la zona, Nino va exponiéndose al influjo de la leyenda del Almamula, un monstruo mitológico asociado al castigo por relaciones carnales transgresoras. A medida que el despertar sexual del muchacho adquiere la potencia de una íntima rebelión, la historia se impregna de un hálito ominoso en el que se agitan pasiones sofocadas. Es la ronda del deseo que no cesa de asediar las represiones que lo vuelven monstruoso. Relato a fuego lento de fronteras en tensión –fronteras sociales, culturales y territoriales- este primer largometraje de Torales narra con reconcentrado pulso un coming-of-age inquietante, donde el drama psicológico se inyecta de flujos del terror fantástico. En su incisivo calado, la mirada del realizador de expande desde la estigmatización de la sexualidad disidente hasta los prejuicios clasistas, la fuerza represora de la iglesia católica y la depredación de la naturaleza que arrasa a la vez con la población originaria. Poco a poco, la historia despliega un terreno invadido por lo siniestro, eso oculto que se manifiesta aflorando en el seno de una familia sumida en sus silenciamientos, algo que asoma por debajo de la obsesiva religiosidad de la madre y el ensimismado semblante del padre. Por fuera de ese precinto familiar, el Almamula es un imán de identificación para Nino, porque el monstruo es ese ser que atenta contra la integridad de un sistema, un elemento que transgrede las fronteras establecidas y cuestiona las normas sociales, enfrentándose a las leyes morales.

Tanto en los dos cortos como en el largometraje, el rigor de la puesta en escena construye una atmósfera visual apresada por el follaje, donde la figura humana es engullida por la voracidad del enramado, absorbida por un paisaje sonoro abrumador en permanente ascenso, reino del canto embrujado de las cigarras. En la firme coherencia de su conjunto, esta trilogía audiovisual hace de la cultura de Santiago del Estero una herramienta estética de interpelación, donde el monte es tanto una conflictiva realidad geográfica como un territorio simbólico, lugar donde perderse, pero también donde encontrarse. En ese espacio, un personaje estigmatizado por su condición sexual halla un enclave para la transformación que vence al miedo. Ese niño de Almamula, apaleado por la barbarie homofóbica, abandonado tras el ataque en la caja de una camioneta llena de sapos, encuentra en el monte el camino hacia la transformación que lo una a su deseo. Después de todo, este niño transita dentro del marco de lo simbólico, ahí donde el sapo es un animal hechizado que espera el beso que lo devuelva a su humanidad, un toque mágico que en este haz de historias es el toque del monte.

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