Desde el año 1979, el 16 de octubre se conmemora el Día Mundial de la Alimentación. La Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) se puso el objetivo de disminuir el hambre en el mundo y gestionar de forma eficaz el sistema alimentario mundial. Busca concienciar a las personas sobre los problemas alimenticios del mundo. El lema de este año 2024 es “Derecho a los alimentos para una vida y futuro mejores”. La FAO considera que “para garantizar el acceso a alimentos inocuos, saludables y nutritivos hay que promover el aumento de la demanda y la elección de alimentos saludables, hasta acompañar los hábitos sostenibles para que no se pierdan en el camino”.
El lema para este año parece un chiste, y de muy mal gusto. En la página de las Naciones Unidas se publica el 24 de abril: “En América Latina, el flagelo toca a cerca de 20 millones de personas en nueve naciones”. En Argentina, en los últimos seis meses, la pobreza tuvo un aumento de más de 10 puntos, la cifra de la población que se encuentra bajo la línea de pobreza es del 52,9%, lo que sería equivalente a decir que más de 24 millones de ciudadanos son pobres. Se podría suponer, entonces, que lo único que se viene asegurando es el aumento de las personas que no pueden garantizar —ni para ellos y, muchos menos, para su familia— la posibilidad de poner sobre la mesa alimentos que garanticen los nutrientes básicos para el mantenimiento y cuidado de su salud. Un verdadero corrimiento del objetivo establecido por la FAO.
Se busca que los Estados garanticen a sus ciudadanos la cobertura del derecho a una alimentación de calidad. Sin embargo, los discursos de la época producen un efecto contrario. Incitan, motivan o promueven que la alimentación de calidad (popularmente llamada alimentación saludable) se concrete a partir de una responsabilidad individual. Así planteada suena a una canallada bárbara. Se los exime de responsabilidad, a los Estados y sus gobiernos, de garantizar el acceso a una buena alimentación. Además, se liga la alimentación saludable a los estándares de belleza. La pregunta la planteo yo: ¿quiénes pueden pensar en estos estándares en este contexto? La respuesta se las dejo a ustedes.
En los últimos meses en nuestro país, luego de la profundización de la crisis económica y social en la que nos encontramos, se vivieron situaciones que deberían seguir produciendo verdadera indignación. Entre ellas, se realizó una campaña de criminalización de las organizaciones populares que buscan garantizar la alimentación a las familias vulnerables, la posibilidad de llevar un plato de comida a sus casas quedó vetada al quitarles financiamiento a comedores populares. El Ministerio de Capital Humano, con la ministra Sandra Pettovello a la cabeza, incluso, dejó que en un depósito se pudrieran alimentos que debían ser destinados a instituciones que llevan a cabo acciones para sobrellevar la crisis en lugares donde el Estado se ha retirado impunemente. Retomo lo que plantea la FAO “para garantizar el acceso a alimentos inocuos, saludables y nutritivos hay que promover el aumento de la demanda”. ¿Cómo generamos un aumento en la demanda de aquellos alimentos con una tasa alta de desempleo, sueldos que no aumentan, inflación a galope, dólar inestable, desfinanciamiento de programas de salud y de instituciones de formación? ¿Cómo hablamos de “derecho” a la alimentación y de un “futuro mejor”?
Cuando se le pregunta a las IAs o se busca en internet “qué hacer en este día” la misma idea se repite, a veces con la gentileza de cambiar las palabras: “Desde degustaciones gastronómicas o demostraciones de cocina hasta actuaciones musicales, mesas redondas o sencillamente hacer correr la voz, usted puede participar activamente en el Día Mundial de la Alimentación”. Vuelvo con una pregunta que ustedes pueden responder: ¿Cuántas personas entran en una mesa redonda? ¿Quiénes se sientan en ellas?
Ahora bien, lo interesante sería empezar a analizar cómo podemos “participar activamente”. La participación no debería limitarse a mesas elitistas ni a acciones simbólicas vacías. Participar activamente implica, en primer lugar, reconocer las contradicciones entre los discursos globales y las realidades locales. La participación real requiere, por un lado, que los Estados asuman la responsabilidad que nos han delegado a los individuos, y por otro, que colectivamente exijamos políticas públicas que garanticen no solo el acceso a una alimentación de calidad, sino también el respeto hacia los cuerpos en todas sus formas, tamaños, colores. Porque el derecho a la alimentación es también el derecho a existir en un cuerpo libre de estigmas, un cuerpo que no sea juzgado ni criminalizado por no encajar en estándares impositivos desde el poder.
La lucha por la soberanía alimentaria y la justicia social va mucho más allá de lo que promueven estos días internacionales. Es necesario cuestionar, debatir y transformar la cultura que margina a quienes no encajan en su ideal de “salud” o “belleza” en otra que integre a quienes sufren las consecuencias directas de un sistema que prioriza la ganancia por encima del bienestar de las personas.
La participación activa tiene y debe cuestionarse sobre quiénes realmente tienen acceso a la alimentación y quiénes están excluidos, y no solo en términos económicos. Y la última pregunta: ¿Qué tipo de sistema queremos sostener y qué tipo de cuerpos buscamos?