Rejitas Verdes Rufus

Lecturas de fin de semana: Rejitas verdes

Marea Emocional es un espacio de formación en la escritura narrativa coordinado por María José Bovi. En los talleres individuales la propuesta es de construcción de obra discursiva. En los grupales, se trabaja con diversas propuestas de escritura, entre ellas: Narrar Los Cuerpos, Prohibido No Mirar, Narrar Mi Memoria. En este espacio, compartiremos producciones escriturales de autores/as que se encuentran trabajando en dicho espacio y que serán ilustrados por artistas plásticos nucleados en la Editorial Garambainas.

La producción literaria en el NOA —y desde él— crece de manera exponencial, año a año. Esta sección se presenta como un espacio de publicación editorial, literario y escritural para difundir estas voces que se encuentran en trabajo de escritura, lectura y edición.

La ilustración pertenece a Rufus (ig: @_rufusruf) ilustradora y artista de cómic y animación de la provincia de Salta.

Rejitas verdes

Lucía Aragón

Instagram: @luciapesi 

Chiclana, Andalucía (España)

Marea Emocional: taller de construcción de obra. 

En los últimos ocho años me he mudado más de diez veces de casa. Cuando me preguntan dónde vivo, suelo responder de momento aquí, una temporadita, a ver qué hago cuando cambie el tiempo. Imagino que siempre tengo un lugar donde volver porque tengo a alguien que necesita que vuelva. A veces regreso a la casa en la que me crié, una casa grande al lado de la empresa de mi padre, y otras me voy tan lejos que no solo a mi familia le cuesta situarme en el mapa. Me llaman la “Willy Fog de Chiclana”, así, en forma de cachondeo, menos mi hermana. 

Carmen se aprendió de memoria la frase que le dice mi madre para —imagino yo— justificar el por qué de que su hermana no durmiera con ella cada día. ¿Lucía se va a Sevilla?, me decía cuando yo llegaba un fin de semana y luego me veía con la maleta de nuevo en la puerta. Sí, me voy a estudiar, luego a trabajar y después a vivir, le respondía yo. Mi hermana Carmen es dieciocho meses mayor que yo, nació un viernes caluroso de agosto y se quedó en la incubadora varios viernes más. Tiene parálisis cerebral desde ese día. Es una realidad con la que yo también nací. 

Soy Lucía, Lu, Luci o Pesi. Nací sin que me busquen, en Chiclana, en pleno carnaval de 1997, y no conozco otra forma de ser hermana menor que esta, donde casi siempre soy la hermana mayor. 

Hubo un tiempo en el que junto a Carmen parecíamos gemelas o mellizas, nos confundían por el color de pelo, por la estatura y también por nuestra risa. El día que a mi hermana le pusieron gafas y un zanco en el pie izquierdo dejaron de preguntar tanto. Recuerdo agarrar su mano izquierda y acomodarme a su paso, uno lento, desordenado y descuidado, consecuencia de vivir en un mundo en el que no existen las normas, uno creado por ella misma, para ella misma. Sin embargo, hubo un tiempo en el que comencé a ser consciente de que no íbamos a parecernos más, aunque Carmen tiene algo de mí y yo de ella que nunca cambia: somos creadas por la misma madre; una madre que estudió Arte y Magisterio, que recorrió toda Europa reconociendo sus obras favoritas y que trabajó casi veinte años en la tienda de fotos más famosa de Cádiz, pero que, desde que llegamos, se dedicó más a acurrucarnos cada noche antes de irnos a dormir que a otra cosa. 

Mi madre tuvo a mi hermana con 39 años y nunca la escuché dudar de la situación, tampoco sé si se le dieron opciones. Lo que me pasa a mí es que no sé si mi realidad como mujer junto a mi hermana tiene opciones de o no porque soy yo quien elige, día tras día, construir mi vida a su lado. 

Dicen que las hermanas mayores protegen, cuidan o dan ejemplo, al menos eso escucho decir a mis amigas con ese rol, quizás por eso mi temor a la oscuridad se aplacaba cuando mi Carmen estaba presente, aunque a la práctica, nada iba a poder salvar a dos niñas de la idea de un callejón oscuro peligroso. ¿Sabrá mi hermana que me salva de las sombras que quizás no existen? ¿Sabrá que ella es la hermana mayor de alguien como yo? ¿Sabrá que yo soy porque ella es?

Tengo la sensación de tener pocos recuerdos de mi hermana y temo que muchos sean reconstruidos a partir de las miles de fotos que invaden cada armario de mi casa, cada mochila de Carmen y que decoran estanterías de todas las casas de mis tías y primos. El hecho de que toda mi familia materna sea fotógrafa ha ordenado nuestras vidas en álbumes, collages y, más tarde, en fotos rotas por mi hermana y su obsesión con estas impresiones. Muchas me retrotraen a anécdotas que se han contado mil veces, como la que tenemos Carmen y yo haciendo de cantantes la tarde previa a su cumpleaños. Seguro estábamos cantando Niña Piensa en ti de Los Caños. Otras son meras fotos que dan a la imaginación o cuentan historias que no me termino de creer, como una en la que salgo llorando esmorecida con mis primos mellizos en un balancín. Hoy me pregunto por qué tanto llanto y por qué mi madre me hizo una foto justo en ese momento, quizás para que no me olvidara de lo que me gustaba berrenchinar. La verdad no lo he preguntado y no sé si ella podría recordar, tampoco creo que sea muy relevante, solo me indica que con el paso de los años sigo teniendo la misma cara cuando lloro. 

Pero tengo uno —quizás es más bien una sensación muy clarita— que se ha fotografiado de muchas formas a lo largo de nuestra infancia. En mis primeros cinco años de vida cambié tres veces de colegio porque estábamos en la búsqueda del mejor lugar para mi hermana, uno en el que la pudieran dejar relacionarse con otros niños sin hacerle sentir que no era su lugar y que, al mismo tiempo, fuera el lugar de ambas. Me acuerdo del día que, guiándola por una calle con coches rápidos, por aceras donde la gente nos adelantaba de malas maneras, llegamos hasta el colegio en el que pasamos más tiempo, sobre todo yo, porque a ella la llevaron luego a uno especial justo cuando íbamos a poder compartir recreo. Hasta ese entonces tenía que verla casi siempre a la distancia, separadas por unas rejitas verdes porque “los grandes” iban a otro patio, uno enorme con campo de fútbol y también de baloncesto, que tenía hasta una fuente con diferentes tipos de chorritos de agua y alturas, apretabas fuerte y el agua salía disparada hacia arriba y había que tener cuidado con no mojarse la cara al colocar la boca en el inicio del proyectil acuático. En mi patio nos teníamos que conformar con una rayuela desgastada y un arenero en el que dos niños te decían si podías o no pasar, yo no siempre podía.

Desde las rejitas se podía observar la magnitud del otro lado, la magnitud del mundo de Carmen. A veces, la cuidadora de mi hermana me veía mirándola atenta y le hacía venir para que nos diéramos la mano un ratito. Luego, como si se hubiera acabado el horario de visitas, nos separaba las manitas y continuaban con su ratito de paseo. Yo las veía cómo marchaban hasta que se perdían a lo lejos. Su cuidadora la guiaba bien, pero no la sujetaba como yo, ni le apartaba el cabello de los ojos cuando se le soltaba de su coleta, incluso un día tardó mucho en darse cuenta que se le había desatado su tenis y menos mal que Carmen no se cayó. 

El primer día en este colegio llegamos tarde porque mi madre es la persona más impuntual que conozco después de mí, aunque yo solo siento que soy una versión más feminista de ella. Pienso que ella se entretiene mucho pintándose los labios y retocándose las cejas con el lapicito marrón oscuro de cualquier supermercado que no recuerdo. Yo le digo que se aligere, a lo que responde que como siempre ha sido la última en empezar a prepararse, y tiene toda la razón. Ese día, mi madre nos tenía de la mano y nos dejó a cada una en la puerta de nuestras respectivas clases, mismo pasillo, principio y final. En mi aula, los ojitos de muchos niños desconocidos me miraron, pero ninguno me sonrió, excepto una niña que lo hizo tímida y desde lejos, a la que más tarde le diría a mi madre que era la más guapa de la clase y que había conocido el sábado anterior en el parque del Carretero. Yo también le sonreí y dejé de temblar después de hacerlo. Aunque esto no lo tengo claro en mi memoria, estoy segura de que fue así.

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La seño Begoña me agarró fuerte de la mano y me llevó al lado de la pizarra, se sentó y dio dos palmitas en sus muslos indicándome que me subiera a sus faldas. Me quedé tan quieta que me insistió con el acento andaluz más dulce: chiquilla, pero súbete aquí. Yo solo le dije: es que mi tía dice que peso mucho. Begoña se incorporó riéndose, aunque luego se puso un poco seria, metió sus manos en mis axilas y me alzó. Cuando lo hizo, me sentí como un pajarito y fui consciente de mis alas; ahora sabía que las podía comenzar a usar. Comprobamos juntas que una niña de cinco años no puede pesar tanto. Conmigo encima de la mesa, me presentó a toda la clase y todos me saludaron. 

Ese día, en casa, elevé a mi hermana por todos los rincones. La subí al sofá, a la silla del comedor, hasta al wáter. Me pasé zarandeándola tanto que mi madre hizo una foto para recordar ese momento, para recordarme que con Carmen siempre somos dos, sin importar que estemos en distintos pasillos o colegios. Hay una época de mi vida en la que no tengo fotos sin ella a mi lado, sin mi mano sujetando su cuerpo.

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