Lecturas de fin de semana: Pequeñas anécdotas sobre las instituciones

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Marea Emocional es un espacio de formación en la escritura narrativa coordinado por María José Bovi. En los talleres individuales la propuesta es de construcción de obra discursiva. En los grupales, se trabaja con diversas propuestas de escritura, entre ellas: Narrar Los Cuerpos, Prohibido No Mirar, Narrar Mi Memoria. En este espacio, compartiremos producciones escriturales de autores/as que se encuentran trabajando en dicho espacio.

La producción literaria en el NOA —y desde él— crece de manera exponencial, año a año. Esta sección se presenta como un espacio de publicación editorial, literario y escritural para difundir estas voces que se encuentran en trabajo de escritura, lectura y edición.

Pequeñas anécdotas sobre las instituciones

Por Gustavo Robles

—Che, ¿qué van a hacer ustedes? ¿Vienen a Cosquín conmigo o me voy solo de nuevo?— dice Rata cuando vuelve con la botella descartable llena de cerveza.

Estamos en el cordón de la vereda de un kiosquito que encontramos abierto por la Monteagudo, pasando la vía. La señora nos dijo que atendía hasta tarde y la verdad que esta noticia fue como un oasis en medio del desierto de la noche tucumana. No teníamos dónde hacer la previa para ir a ver a La Luzbel que toca en el Club Estudiante, ese que está llegando a la Avenida Sarmiento, cerca del colegio Santa Catalina. Presentan su primer disco y nosotros ya somos algo así como la barrabrava de la banda. 

La cerveza pasa de mano en mano mientras hablamos del viaje a Córdoba. Rata viene insistiendo con esto hace rato. Cada vez que nos juntamos, vuelve a preguntar aunque siempre le decimos que sí. Es verdad que nunca llegamos a nada concreto y faltan un par de meses para el festival así que tiene todas las razones para ponerse insistente. 

En la tercera birra, empieza a hablar con acento porteño como cada vez que se pone en pedo: 

—¿Y loco? ¿Van a ir o no? ¡hashá en Cosquín es una re fiesta. 

Hashá—repetimos todos en coro y nos cagamos de risa.

—¿¡Por qué no se van a molestar a sus casas!? —dice una vieja en bata desde un balcón.

—No se ortive, doña, una birra más y nos vamos —le contesta Rata mostrándole la cerveza. 

Me empiezo a acordar de cuando lo conocí a Rata en el primer año de la secundaria. Era re callado y jugaba muy bien a la pelota, se había probado en San Martín y en Atlético, pero por un quilombo con los padres no siguió en ningún club. Cuando se armaban partidos en la clase de educación física, a él siempre lo mandaban al arco porque era el más habilidoso y nadie quería que se aproveche de su condición de mini crack. Las clases ya habían empezado dos meses antes de que él vaya a la escuela y, como al principio nadie le hablaba, yo fui el primero en hacerlo. 

Con Rata tenemos personalidades parecidas, pero él tiene algo diferente, no sé bien cómo explicarlo, me da la sensación de que nada lo motiva. Pero cuando toma cerveza, cambia por completo: habla hasta por los codos con ese acento aporteñado, muy exagerado, del que nos estábamos riendo hasta que salió la vieja. A veces baila como rolinga en medio de la calle, sin remera. En esos momentos parece feliz. Tal vez esa es la principal diferencia entre nosotros dos, yo nunca me esfuerzo por aparentar estar bien, pero no es que esté siempre triste o enojado, nada de eso, es que las cosas no me importan mucho. Todos se dieron cuenta la mañana de septiembre del 2001, cuando íbamos a quinto año de la secundaria, y era feriado por el día del maestro. Nos habíamos puesto de acuerdo para hacer algo en el Parque 9 de Julio. Yo llegué tarde porque me había quedado viendo un especial de La Renga en un canal de cable que terminó con el video de Panic Show. Era un adelanto del disco Insoportablemente Vivo que estaba a punto de salir. Fui todo el trayecto del colectivo pensando en esto, ya lo quería tener en mis manos. Cuando me encontré con los demás, me preguntaron si acaso había demorado viendo lo de las Torres Gemelas, pero yo ni siquiera sabía qué les había pasado a los jugadores. Se me cagaron de risa y después me explicaron que hablaban del atentado y no de básquet. 

—¡Si no se van, voy a llamar a la Policía! —grita de nuevo la vieja mientras hacemos la vaquita para comprar otra cerveza.

—Che, ¿a qué hora empezaba el recital? —les pregunto a todos mientras me levanto del cordón de la vereda con claras intenciones de irme.

—Siempre arrancan tarde, igual, no nos vamos a perder de nada, son bandas chotas de acá —me responde el Turco con el mismo tono despectivo que pone cada vez que habla de bandas tucumanas. El Turco es muy fanático de los Guns N´ Roses y del rock internacional. Él me prestó el disco negro de Metallica y Nevermind de Nirvana para que los escuche por primera vez. Cuando terminó la secundaria, se inscribió para estudiar profesorado de inglés en la Facultad de Filosofía y Letras y, aunque estaba muy entusiasmado porque iba a poder cantar mejor las canciones y entenderlas, solo duró seis meses y abandonó la carrera. 

La cerveza otra vez se está terminando, ya no sé si es la cuarta o la quinta. Rata sigue insistiendo con lo de Cosquín y nos vuelve a contar la anécdota de cómo se tuvo que volver a dedo desde Córdoba a Tucumán y de cómo, en un parador de Santiago del Estero, un chofer se apiadó de él y lo acercó hasta el peaje La Florida. El tipo, incluso, le había pagado un lomito santiagueño y, según Rata, había sido lo mejor que había probado en su vida. Rata siempre exagera cuando cuenta algo que le pasó estando solo. 

Veo que la cosa todavía va para rato, así que le doy el último trago a lo que queda en la botella descartable y voy al kiosquito a comprar una cerveza más. A esta altura, ya somos los mejores clientes de la doña. Cuando quiero volver con el resto, veo a un policía acompañado por dos tipos con chaleco azul con la sigla IPLA en el pecho y me doy cuenta de que se viene el quilombo. 

—¿Me permite la botella, joven? —me dice uno de los tipos de chaleco, mientras que él otro se acerca con un acta al kiosquito. El policía le está pidiendo los documentos a Rata y al Turco, me mira y a mí también me los pide. Por suerte, Junior no vino conmigo hoy porque es él único menor de edad del grupo.

—Contra la pared —dice el cana y de reojo veo cómo uno de los agentes discute con la doña del kiosco y el otro tira la cerveza por el desagüe del cordón de la vereda. Nos apoyamos contra la pared, yo me quedo entre medio de Rata y El Turco, los tres miramos al piso, cagados de miedo.

—Si zafamos de esta, vamos a Cosquín sí o sí —digo casi a modo de ofrenda o promesa para algún dios o alguno de esos santitos que mi abuela tiene en la mesita de luz y que cada tanto les prende una velita.

—¡De uuuuuna, chango! —responde Rata, ya sin acento porteño porque el cagazo lo puso sobrio. 

—¿Qué andan haciendo acá a estas horas? —nos pregunta el policía mientras nos palpa.

—Disculpe, jefe, no estábamos haciendo nada malo, estábamos haciendo tiempo para ir a otro lado —explica El Turco como pidiendo perdón. Una vez lo escuché usar ese mismo tono mientras su papá le pedía explicaciones de las amonestaciones que habíamos recibido todos por escaparnos de la escuela.

—Tranquilos, muchachos, este es un operativo del IPLA —dice el policía y nos entrega los documentos a cada uno.

—¿De qué?

—Del Instituto Provincial de Lucha contra el Alcoholismo. No se puede vender alcohol después de las once de la noche —nos explica muy mala onda, mientras la señora del kiosco sigue discutiendo con los agentes que labran el acta y preparan la faja de clausura.

—Por favor, no me clausuren el negocio, yo trabajo de esto, no es mi culpa que estos vengan a tomar acá.

—Usted les vendió la cerveza, señora, sabe que no puede hacerlo.

—¿Pero no se puede arreglar de otra forma?

Uno de los agentes nos mira, después mira al policía y le hace una seña con la cabeza hacia donde estábamos nosotros.

—Se van ya de acá —nos dice el policía haciendo un gesto con la mano para que nos apuremos. Desde el balcón, la vieja que nos había gritado mira todo lo que está pasando. Seguro ella llamó a la cana, vieja de mierda.

Nos vamos bien rápido al club donde toca la Luzbel y, a tres cuadras de llegar, ya nos reímos de lo cagados de miedo que estábamos todos.

—¡Qué culiao! ¡Cómo nos va a tirar la última cerveza!

Llegamos y vemos que hay un grupo de chicos que ya están entrando y, mientras hacemos la cola con el resto, le digo a Rata:

—Hay que averiguar cuánto cuesta el pasaje de ida y vuelta, porque ni en pedo me vuelvo a dedo como vos, hijo de puta —Rata larga una carcajada mostrando todos los dientes chuecos.

—¿Qué no te la bancás, pibe? —me responde otra vez con el acento porteño. Después, se saca la remera y empieza a bailar como rolinga para todos los que estamos en la fila. Nosotros empezamos a aplaudir agitando la previa.

Estamos a nada de que termine el año que, por lo menos para mí, no tuvo nada de espectacular. Es solo un año más vivido o un año menos de vida, no sé cómo tomarlo. Pero de repente, la idea de empezar el 2004 en el Cosquin Rock me motiva. 

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