CHAMULA

Lecturas de fin de semana: Chamula

Marea Emocional es un espacio de formación en la escritura narrativa coordinado por María José Bovi. En los talleres individuales la propuesta es de construcción de obra discursiva. En los grupales, se trabaja con diversas propuestas de escritura, entre ellas: Narrar Los Cuerpos, Prohibido No Mirar, Narrar Mi Memoria. En este espacio, compartiremos producciones escriturales de autores/as que se encuentran trabajando en dicho espacio.

La producción literaria en el NOA —y desde él— crece de manera exponencial, año a año. Esta sección se presenta como un espacio de publicación editorial, literario y escritural para difundir estas voces que se encuentran en trabajo de escritura, lectura y edición.

Esta crónica forma parte de una obra literaria mayor, a publicar en 2024 con Monoambiente Editorial.

Chamula

por Martín Landers

Aquí la coca cola es agua bendita, chamaquito. Izamal se ríe con su voz aguda que suena burlona, aunque esté hablando en serio. Toma un trago largo, eructa sin pudor, deja la lata en el posavasos, exhala placer y gira la llave. El temblor del vehículo desde el motor al encenderse nos envuelve a los nueve ocupantes en una convulsión colectiva, a todos menos Izamal que, sosteniendo el volante, permanece inerte sobre su propio eje mientras pisa el acelerador. Vamos despidiéndonos del mercado municipal de San Cristóbal de las Casas. Antes de subir la ventanilla, miro por última vez los morrales, listones y ropas que cuelgan de los puestos de la esquina. México es puro color. Los mercados son los espacios en donde es posible apreciar cómo se reúnen todos juntos.

Un joven con bolsas de maní con cáscara me ofrece en la primera esquina, aprovechando que hay que esperar a que cruce un flete que avanza lento repleto de elotes y otras verduras que no distingo a la distancia. Le pregunto a Izamal si tengo tiempo de comprar, me autoriza con la mirada. Cuento las monedas antes de entregarlas y guardo los cacahuates en la mochila, rechazando el chile que me ofrece.

Enero es frío y lluvioso en el altiplano mexicano, aunque un par de horas de sol bastan para prescindir de cualquier abrigo. En la radio suena un narcocorrido chillón. Izamal canta a los gritos y puedo verle el empaste metálico de las muelas, un gris con tonos cobrizos. El arranque del vehículo al cruzar la esquina es más tembloroso aún que el encendido, me doy la vuelta para buscar la mirada cómplice de Maru y veo cómo las nueve espaldas de los pasajeros están adheridas al asiento, aunque en sus rostros habita la indiferencia de quién está iniciando uno de esos días que se parecen a todos los demás. Somos los únicos extranjeros. En su mayoría, llevan bolsas de arpillera con telas, lana o alguna planta seca. Los aromas se mezclan en un tono homogéneo dejando en el interior del vehículo el olor a materia vegetal estacionada del mercado.

Izamal acomoda el pino y la calavera colgante que no para de girar en el retrovisor, se aplica una especie de spray en la boca y continúa la historia que había empezado a contarme. Pensé que se ofendería si me escuchaba llamarle calavera, estoy reduciendo a una simple estructura ósea algo que para él es una celebración a la vida y la muerte. Lo imaginé llamándole flaquita, hasta conversando con ella, pidiéndole protección en el camino, prometiendo alguna ofrenda de tabaco, alcohol o Coca Cola.

Cada vez que tengo la oportunidad, elijo sentarme al lado del conductor, conversar y escucharlo para empezar a conocer el lugar al que me dirijo desde sus historias. En general, son tipos que duermen poco, manejan rápido, les gusta que les hagan preguntas, disfrutan de ese lugar de sabiduría donde los ubica esa mezcla entre ignorancia y hambre por conocer del viajero, viven en estado de alerta por tensión propia de las rutas y van acompañados de algún estimulante, como la latita de Coca que Izamal abrió antes de arrancar. Maru prefiere sentarse junto a la ventana y ejercitar una de sus aptitudes que más le envidio: la capacidad de dormirse en cualquier superficie.

La distancia hasta San Juan Chamula es corta, poco más de diez kilómetros, lo que equivale a unos veinticinco minutos según el GPS. Al ritmo que vamos, no dudo en que en menos de veinte ya estemos ahí. La ruta es una autopista ancha, en buen estado, por la que circulan pocos vehículos. Llegando al pueblo, el camino se transforma en avenida, aumenta en cantidad de vehículos, sobre todo motos y otros camiones fleteros, y desciende hasta el casco central. El viaje dura lo suficiente como para que Izamal me cuente que hace unos 70 u 80 años cuando se abrieron paso a machetazos por la selva lacandona el primer vehículo que subió al pueblo fue un camión de Coca Cola. Desde ese día no hay ceremonia, culto o celebración donde no haya una gaseosa presente como ofrenda, dentro o fuera de los templos. El pueblo pertenece al Estado de Chiapas, que carga con la reputación de ser el mayor consumidor de Coca Cola del mundo. Sobre todo en la iglesia San Juan Bautista, en la plaza principal, de la que no hay ningún registro fotográfico de su interior por un motivo muy simple: si algún chamula te encuentra fotografiando adentro, en el mejor de los casos, te rompe la cámara; en el peor, los huesos. El secreto del interior del templo es el Patrimonio más preciado del lugar.

La nuestra sería apenas una visita de un día. Salimos a la madrugada y planeamos volver antes de que anochezca, lo que nos da tiempo hasta las 18 o 19 horas para recorrer San Juan Chamula y Zinacantán, el pueblo vecino. Traemos una mochila para los dos con lo necesario como para andar liviano: abrigos, capas de lluvia, el sombrero de Maru de Salvador de Bahía y mi gorra de Truenotierra, cuaderno, lapicera y la armónica afinada en RE para llenar de nostalgia algún silencio. En la matera, el termo cargado y dos marquesitas rellenas que compramos en el mercado antes de subir a la nave de Izamal.

Como escuchamos muchas advertencias acerca de la severidad de los pobladores para quienes intenten registrar el interior de la iglesia, decidimos dejar la cámara en el hostel San Cristóbal. También las flores que nos regalaron hace unos días en el Panchán de Palenque para evitar otro sobresalto. En las veinticuatro horas que duró ese viaje hasta San Cristóbal tuvimos una requisa nocturna del ejército zapatista. Nada amigable. Alguno de esos ángeles que cuidan a los viajeros ambiciosos quisieron que solo revisaran los bolsos de mano y no abrieran los que estaban abajo en el compartimiento del colectivo, donde guardaba el frasco bien adentro de una zapatilla. No recuerdo que el corazón me haya latido con tanta violencia como cuando nos despertó una voz disciplinada y autómata al grito de atención, operación del Ejército Nacional de Liberación. Lo primero que vi fue un hocico moviéndose frenéticamente, seguido de un cuello enorme cubierto de pelo de invierno. El perro respiraba con dificultad y babeándose por el ahorque de la cuerda deshilachada con la que lo sostenía el zapatista que avanzaba por el pasillo, aunque no era lo suficiente para detener la vehemencia de su avance. Todavía me cruje el estómago cuando lo pienso, cada vez que lo recordamos o se lo contamos a algún viajero en el camino.

Llegamos a San Juan Chamula pasadas las nueve. Me despedí de Izamal con un apretón de manos que él transformó en abrazo y acepté con gusto. Colgó sus brazos en nuestros hombros y avanzó unos metros por la vereda con nosotros para esquivar con facilidad a los vendedores de tours que se acercaban como cardumen desesperando a la carnada. Vestían pantalones oscuros, zapatos, camisa, saco y un sombrero. Exhibían, a pocos centímetros de nuestras caras, un cuaderno con fotos que preferí esquivar con la vista para no privarme del descubrimiento. Cien pesitos mexicanos la visita para conocer los secretos del templo era su oferta. Los miré hacia atrás por encima del brazo de Izamal y noté que también había algunos niños, bajitos, sucios, abriéndose paso con mucha soltura entre los vendedores, también bajitos. Llevaban una caja en forma de bandeja que no alcancé a ver lo que contenía. Los dejamos atrás y su asedio cedió. Subimos los escalones, nos despedimos de Izamal y quedamos sobre el empedrado de la plaza principal del pueblo, la Plaza de la Paz.  

Entre el templo San Juan Bautista, la plaza y el mercado —al que le llaman Parque Central—, se forma un rectángulo de Noreste a Suroeste. La plaza está vacía. De ambos lados del templo se desprende una medianera blanca que la rodea y cerca por completo. No hay bancos ni nada que invite a la gente a permanecer ahí, puro espacio vacío sobre las baldosas irregulares y gastadas de piedra. Se destaca una construcción techada, tipo kiosko, cerca de la salida al mercado, emplazado en un lugar extrañamente asimétrico, junto a unos árboles secos, con troncos flacos y torcidos. En la otra punta, un crucifijo muy alto que se alza sobre unos escalones, con una imagen de Cristo arriba y un cuadro de la Virgen en la base, que apuntan hacia la entrada del templo que se encuentra a unos quince o veinte metros. El color y material del crucifijo es el mismo del que está hecho el marco de la puerta, un verde fosforescente. “Esa cruz es de madera pesada, puede aguantar una persona sin rajarse”, había mencionado Izamal en el viaje. Sus palabras resonaron, habíamos leído hace unos días sobre la historia oficial que se cuenta sobre el niño Domingo Gómez Checheb, como así también las que sugieren que se trata de un mito para alimentar el imaginario sanguinario con el que occidente representa lo indígena. 

Al escenario que nos envuelve lo vimos hasta el hartazgo por fotos y blogs viajeros. Pero, estar aquí, frente a la puerta del templo con la plaza vacía a espaldas, los árboles muertos, el murmullo de los vendedores en las esquinas, el silencio de los niños que se abren paso reptando en las calles, las ollas humeantes del mercado con sus radios chillonas encendidas y todo el misterio que encierra ese interior sagrado inmune al registro, es una curiosidad que inquieta y perturba el cuerpo, el estómago, la respiración.

El marco circular de la puerta principal son tres capas de colores intensos, verdes y azules, y unos patrones que si simplifico las formas, diría que parecen flores, mariposas o cruces. No recuerdo haber visto esos símbolos antes. Arriba, las guirnaldas con banderines salen desde las campanas y cuelgan cruzando toda la plaza hasta sus extremos. Años después voy a enterarme que estas decoraciones no son permanentes. La puerta del templo nos invita a mirar y romper ese misterio atesorado por los chamulas, sobre todo, los de la época de la guerra de las castas. Nadie puede contar lo que vio. La voz de las entrañas es el único narrador para esas imágenes, las sensaciones parecen ser la única dimensión comunicable de la incursión a la iglesia de San Juan Chamula. Elegimos seguir con nuestra exploración inicial al pueblo y dejar la visita al templo para después de un recorrido libre, como último paso antes de continuar a Zinacantán. 

Salimos de la plaza hacia el mercado intentando hacer contacto visual con los ocupantes de los puestos que aún no abrían al público, pero nadie mostraba interés en corresponder nuestro saludo amable que escondía un pedido de permiso para circular por su territorio. Creo que la mayoría ni siquiera notó nuestra presencia, o se esmeraron para que así pareciera. Mayormente, estaban reunidos alrededor de las ollas donde hervían los elotes (un choclo con granos de un tamaño mucho mayor y de un color más claro a los que acostumbramos en Argentina, que se sirven con queso, mayonesa, chile en polvo y toda una variedad de salsas picantes).

Al bajar hacia la calle que nos alejaba de la iglesia, se acercaron los niños a ofrecernos todo tipo de artículos: golosinas, llaveros, imanes. El más alto, que apenas me llegaba a la cintura, me miraba con picardía y llevaba sus dedos a la boca haciendo el gesto de fumar, mientras me tironeaba del brazo con su otra mano. Veía en los pequeños vendedores ambulantes de Chamula el estado de desamparo en el que se encuentran las infancias en las grandes ciudades y metrópolis de Latinoamérica. Desarrollan una astucia de supervivencia única que los hace parecer adolescentes temerarios atrapados en un cuerpo chiquito. En otros pueblos andinos o rurales —incluso en los que fuimos conociendo en México—, en general, los niños se encontraban en la venta ambulante junto a sus familias, participando todo el grupo del mismo intento de sobrevivir en la pobreza. Jugando con sus perros o con algún animal de ganado, prendidos a la teta de su madre, pateando algo con forma de pelota, pero nunca en ese estado de abandono y explotación que llevan los niños de ciudad. Parecían ser capaces de adivinar cada uno de nuestros movimientos y realizar cálculos inmediatos acerca de lo que debían hacer para conseguir que les demos lo que buscaban. Partimos nuestras marquesitas para asegurarnos que a cada uno le toque un pedazo y continuamos la caminata. Mientras nos alejábamos, podíamos seguir escuchando cómo discutían por la división del botín. 

La avenida central avanza en una leve pendiente, nuestra dirección era en bajada. Pasamos una taquería cerrada y dos tiendas de abarrotes también cerradas. Los únicos carteles en las puertas de los comercios eran de Coca Cola y de cerveza Carta Blanca. Recién en la esquina de la segunda cuadra nos cruzamos con el primer chamula por la vereda, que también fue indiferente con nuestra intención de saludo. La calle estaba completamente vacía, a excepción de alguna bicicleta con canasta que pasaba muy de vez en cuando. Eran las diez y el pueblo aún no había despertado, o quizás esa era su circulación habitual. Había algo en la atmósfera de San Juan Chamula que nos ponía el cuerpo en un estado de alerta que crecía a medida que avanzaba el silencio. Era incontrolable la necesidad de mirar hacia atrás y hacia los costados mientras avanzábamos. No por temor al delito. Sufrir un asalto no parecía ser algo de qué preocuparse, sino algo distinto, que no podíamos reconocer con claridad. No sabemos a qué le tenemos miedo, pero tenemos miedo. Una bomba de estruendo se escuchó a unos 100 o 200 metros. Fue tan inesperada, que no nos dejó ni preguntarnos de dónde venía. 

Llegando a una esquina, se veía a lo lejos un terreno inmenso, creíamos que era un gran baldío, pero su color indicaba que en su superficie no había ahí nada con vida. Avanzando unos metros, notamos que se trataba de un cementerio. Nos sorprendía el tamaño, dos o tres veces mayor al de la plaza principal. Había pedazos donde las tumbas estaban prácticamente pegadas entre sí y otras que se separaban por espacios de dos o tres metros a la redonda. Una buena cantidad de lápidas, más de la tercera parte, estaban pintadas de blanco; unas pocas de celeste. Todas decoradas de forma muy austera, con apenas unos listones y puñado de hojas y ramas secas, muy similares a las que traían en las bolsas de arpillera las personas con las que compartimos el viaje hasta el pueblo.

Cada tanto se veía una estructura circular de paja, de poco más de un metro de diámetro, que parecía lista para quemarse en alguna especie de ceremonia. En el extremo Norte había una construcción abandonada, la pared delantera de gris manchado con humedad terminaba en forma de cúpula, por lo que parecía ser una iglesia. Inmediatamente nos dirigimos hacia ahí. Sonó la segunda bomba de estruendo. Nos asustó menos, aunque había explotado más cerca, a unos cincuenta metros hacia abajo, detrás del rancherío que lindaba frente a uno de los rincones del cementerio. 

Entrando a la iglesia abandonada, vimos el pasto crecido, con una altura, un verde y una vitalidad que no habíamos visto en ningún punto del pueblo. Hasta se sentía un aire distinto, más liviano, fresco, de esos que dan ganas de llenar los pulmones de una sola bocanada. Las paredes estaban despedazadas, pero era el único lugar donde se sentía un ambiente capaz de albergar vida. Apiladas al lado de la puerta, había tres cruces de madera pequeñas. De golpe sentimos pasos que se acercaban afuera quebrando los brotes de césped seco y salimos de la iglesia con el terror de no saber si estábamos profanando un lugar sagrado o prohibido. 

Una niña de unos seis años se acerca a ofrecernos llaveros. Le preguntamos su nombre y, sin mirarnos, pronuncia algo corto y con muchas consonantes que no entendemos. Parecía amable y tierna, pero no sonría. Respondía mirando al piso, sacudiendo su trenza hacia los costados. Nos contó que las tumbas pintadas de blanco eran de niños, no me animé a preguntar por las celestes. De manera impresvista, dió un giro y miró hacia la esquina donde empezaban las casas, como si alguien la estuviera vigilando o llamando, aunque no se veía ni se escuchaba a nadie. Las puertas y ventanas de las casas estaban cerradas. Estiró la mano y nos acercó los llaveros. Elegimos dos muy bonitos de colores verde y rojo, Maru le entregó 50 pesos mexicanos. Abrió los ojos como platos y nos dijo que le alcanzaba para tres Cocas. Dijo chau señora, chau señor y se retiró haciendo una reverencia que nos partió el alma. Evitamos mirarnos, tragamos saliva y, sin decir una palabra, caminamos en dirección a la avenida para regresar a la plaza. 

Sonó una tercera bomba de estruendo y, si hubiéramos podido hablar, estoy convencido de que habríamos coincidido en preguntarnos si era una especie de advertencia hacia nosotros. Yo habría intentado fingir calma racionalizando el asunto y, hasta tal vez, inventando que Izamal me había mencionado que era una costumbre del pueblo tirar bombas de estruendo en ciertos horarios para mover el ganado. Pero, estábamos enmudecidos, así que no hizo falta defender mi falsa teoría sobre la familiaridad de todo lo que estaba ocurriendo. Los únicos diálogos que intentamos en la caminata de regreso fueron apenas para mencionar detalles que nos llamaban la atención del lugar como que las tiendas de abarrotes aún no abrían a pesar de estar cerca del mediodía. La conversación se detenía a la primera respuesta.

Al regresar a la plaza principal, notamos que el número de vendedores, de guías turísticos y de visitantes había aumentado, aunque en general el espacio seguía manteniendo esa sensación de vacío. Rechazamos las nuevas ofertas de visita guiada a la iglesia con un movimiento lento y pesado de la cara, apenas una mueca y los ojos entrecerrados. El precio a esta hora ascendía a 200 pesos mexicanos. Pagamos la entrada en la ventanilla a un hombre robusto, con una camisa blanca y un chaleco con mechones de pelo animal. Con una lapicera roja que decía Coca Cola, remarcó un círculo en el ticket donde se advertía sobre las consecuencias que tendría sacar fotografías o interrumpir a las familias que se encontraban ofrendando a sus muertos y santos, a sus ancestros y a las generaciones que estaban llegando. Por debajo de la puerta de entrada al templo se colaba humo de incienso con un olor muy fuerte, que parecía la mezcla de un montón de cosas ardiendo y consumiéndose. También se podía escuchar, en un tono muy bajo y casi sin fuerza, una especie de canto, como una adoración, o muchas adoraciones al mismo tiempo provenientes de distintos grupos. Eso nos devolvió la curiosidad y el ánimo. Con el estómago gritando de hambre, angustia, miedo, curiosidad y otras sensaciones que no puedo reconocer con claridad, cruzamos la puerta pesada y gruesa del templo de San Juan Bautista. 

Al terminar la visita y salir, me chocó con su torso un anciano que llevaba un abrigo de lana gruesa y oscura. Intenté disculparme por respeto, pero ya había cruzado la puerta. Miramos la hora y habían pasado casi cuarenta minutos desde que habíamos ingresado. Afuera nos sacudimos las plumas de las zapatillas y el olor a incienso de copal y mirra de la ropa. La luz de las velas todavía dejaba una estela de puntos brillantes en la vista que se mezclaba con el sol de mediodía cerca de su hora más caliente. Coincidimos en que tanto humo nos había resecado la garganta y dejaba una sed insoportable. Apuramos la marcha hacia el mercado y compramos dos Coca Cola. Tomé la mía casi de un trago, aprovechando que estaban a temperatura ambiente, y partimos hacia la parada de autos particulares que llevan a Zinacantán. El silencio de Chamula antes de partir no propone ninguna alternativa a los oídos donde todavía retumba lo que acabamos de escuchar en el templo. Los rezos o cantos, los cacareos desesperantes y el sonido del metal estrujandosé no se despegaban con facilidad. Esa vez me senté atrás para evitar el diálogo con el conductor y no preguntar por las bombas de estruendo. El viaje a Zinacantán fue en absoluto silencio.

Todavía me pregunto si las bombas fueron una advertencia.

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