Tengo miedo a tener miedo

PORTADA 3 1

Se cumplen dos meses del lesbicidio que se cobró la vida de Pamela Cobbas, Andrea Amarante y Roxana Figueroa, atacadas mientras dormían por un vecino del edificio donde vivían. La única sobreviviente fue Sofía Castro Riglos, quien se encuentra con asistencia psicológica desde que sucedieron los hechos. En esta nota, Andrea Roldán repasa los avances y retrocesos del movimiento LGBTIQ+, y el cimbronazo de encontrarnos nuevamente ante un crimen de odio de estas características.

Por Andrea Roldán

Cuando de chica veía películas sobre el antisemitismo, no podía creer cómo toda una sociedad podía avalar e incluso apoyar la persecución, tortura y muerte de tantas personas por el sólo hecho de ser judíos. Sin siquiera pertenecer a esa comunidad, sentía mucha empatía, quizás un poco tenía que ver con el nivel de exposición a la temática. En los ´90 el cine se dedicó mucho a narrar el Holocausto.

Con el diario del lunes, era fácil decir “esto es una locura“; pero seguía sin entender cómo podía haber consenso social sobre el exterminio de determinado grupo social.

Los discursos de odio, se diseminan y se instalan hasta que, en algún momento, se convierten en hechos concretos tales como el exterminio o desaparición de determinada identidad, grupo, colectivo. Así consiguió el nazismo que la sociedad, no sólo acordara con el horror, sino que se convirtiera en cómplice al límite de llegar a entregar a sus propios vecinos. El discurso se enraíza en la subjetividad de las personas. Cuando hay un plan sistemático, el discurso se adhiere con la fuerza de un imán en la sociedad. Se retroalimenta de hechos concretos y violentos para seguir teniendo vida.

Hacia la comunidad LGTBI, estos discursos de odio, existieron desde los comienzos de la humanidad generando mucho sufrimiento. Recién en los últimos años la sociedad comenzó a comprender que no existimos para ser una amenaza contra sus propias existencias. Existimos porque somos, estamos en el mismo suelo, en el mismo plano. Existimos y punto. Habíamos comenzado a desandar esos caminos violentos, expulsivos, discriminatorios, amenazantes. Estábamos (al menos eso creía yo) más cerca de la convivencia pacífica, generando una sociedad más igualitaria e inclusiva, reconociendo y hasta celebrando las diferencias. Pues no mi ciela. Quizás era yo quien vivía en la utopía de un mundo mejor.

Tengo una vida llena de privilegios. Tengo acceso a una vivienda, a un trabajo, al menos una comida al día, etc. Pero me rehuso a pensar que “poder ser” sea un privilegio. Nos creía más evolucionados. El lesbicido de Barracas fue un cachetazo, no sólo por el nivel de zaña y el horror, sino también porque temo que me adoctrine. Tengo miedo de tener miedo. Creo que lo peor que nos puede pasar después de la naturalización de los crímenes de odio es que quienes pertenecemos al colectivo comencemos a acostumbrarnos a convivir con el miedo de saber que somos el blanco de alguien. No poder bajar la guardia. No doblegarse frente al impulso de una demostración de afecto. Mirar por la esquina del ojo todo el tiempo. Me inunda una sensación persecutoria imposible de sostener.

Cuando “salí del closet” con mi madre (convengamos que no es la persona más progre del mundo), me dijo que su única preocupación era que el mundo me hiciera sufrir. El posible maltrato de la sociedad le importaba más que cualquier otra cosa. Muy consciente de lo que el mundo hace con las disidencias, está naturalizado desde hace tanto tiempo que fue el primer miedo de una madre nacida en la década del 50. Porque, por más que intentemos disimularlo, desde los años 50 hasta ahora muy poco cambió la sociedad su trato con nosotres. Lo que cambió, lo mínimo que avanzamos, fue a fuerza de exponernos en las calles reclamando derechos, con leyes que empujaron a las instituciones a reconocernos como sujetos de derechos y consecuentemente a la sociedad no le quedó otro camino que aceptarnos. Y así, más de une cayó en la cuenta de que la construcción sobre nuestras identidades siguen plagadas de prejuicios y fantasmas sostenidos por relatos que ni siquiera eran propios. Cuando no se conoce algo se forman ideas que, en general, distan
mucho de la realidad.

Los discursos de odio hacia las minorías nunca dejaron de existir. Pero, durante algún tiempo, al menos, generaban repudio. Los dinosaurios que intentaban mantenerlos con vida, lo hacían, cada vez, con mayor disimulo. Aun así, la llama de la homofobia nunca se apagó. Y en un mundo donde el fascismo gana terreno, esa llama encontró el oxígeno necesario para crecer. Particularmente, en los países donde las derechas ganaron elecciones, como el nuestro, el odio es cada vez más tangible.

La masacre de Barracas vino a terminar de despertarme. No es que haya negado la realidad en la que estamos, si no porque confirma mis sospechas de que esto se pondría cada vez peor.

Darle micrófono y trascendencia a narrativas que fomentan la violencia, es el caldo de cultivo para que esa posible distopía latente, que amenaza con apropiarse de nuestras realidades, sea cada vez más posible. Es en esos discursos, donde una persona como Justo Fernando Barrientos, encuentra la legitimidad para poder decidir terminar con la vida de 4 mujeres incendiándolas. Así, como hacían con las que consideraban “brujas” en un tiempo del que ya no tenemos memoria.

¿Cuál es la diferencia, entonces, con la construcción del relato hacia la comunidad judía que consolidó el nazismo? Cuando nos dicen que exageramos con nuestro miedo de ser perseguides, torturades, asesinades, me pregunto si realmente pueden revisar lo mucho que cambió nuestra realidad en tan sólo 6 meses.

Caló hondo en mí la masacre de Barracas. Tenía tan interiorizada la libertad de besar a quien quiero, que no creí posible llegar a sentirme incómoda o con miedo de hacerlo. Ese miedo se me hizo palpable cuando en la boca del subte despedí a una mujer con un beso. Segundos después de hacerlo me invadió esa incertidumbre de lo que podría pasarle a ella o de lo que podría pasarme a mí de regreso a casa. Nunca, pero nunca había sentido ese miedo. Me quedé con una preocupación que me recordó a la misma que siento cuando alguna amiga vuelve sola a casa. Mensajeando para chequear que el viaje continuara bien y que hubiera llegado a su destino a salvo. Creí que nuestra sociedad ya había superado estas cosas. O al menos que estábamos más cerca del mundo soñado por nosotres. Quizás era mi deseo de vivir en verdadera libertad lo que me hacía ver más cerca lo que hoy veo alejarse estrepitosamente.

Creo que esa es la conmoción del colectivo actualmente. Confirmar que nunca fuimos aceptades del todo. Confirmar que el mundo todavía nos odia, que en cualquier momento podrán hacer de nosotres lo que quieran sin que nadie se indigne. Que nadie nos extrañe, nos defienda o reclame justicia, es desolador.

Tengo miedo de que las futuras generaciones nazcan con este miedo y se les diluya la posibilidad de conocer la verdadera libertad. Tengo miedo de tener miedo. Y lo tengo, apretado con la desolación.

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