Durante la cuarentena pudimos ver cómo un grupo que suele ser ignorado comenzó a recibir la atención de la sociedad. Luego de años de hacer filas interminables para cobrar el dinero de su jubilación, ese calvario rutinario se convirtió por primera vez en noticia nacional.
Aparecieron también coloridos relatos de abuelas. En Uruguay una señora cercó la vereda de su casa para poder tomar mate. En Buenos Aires, otra de 83 años se cruzó al parque frente a su edificio con una reposera a tomar sol. Esta semana, en un geriátrico de Belgrano, diecinueve personas dieron positivo en el test de coronavirus.
La culpa, la ternura y los distintos posicionamientos sobre el lugar que “los abuelos” ocupan en las familias tomaron por asalto la TV. y la radio.
Las personas mayores están siendo observadas y ya no tan solo para hablar de la jubilación, sino también para afianzar un estereotipo fuertemente arraigado. Ser una persona mayor no parece ser posible de pensarse sin la figura de abuelo/a, sin infantilizar todas sus prácticas y verles como seres inferiores, como objetos de cuidado sin capacidad de decisión.
Ser abuelo representa el destino impuesto por una sociedad heteronormada, que sigue repitiendo incansablemente el mantra de la reproducción. Todas las personas tenemos que nacer, crecer, reproducirnos-ser productivos en general- , luego ser abuelos y morir. La vejez es un estadio que, gracias al avance en las condiciones de vida y de la ciencia, se hace cada vez más largo y necesita con urgencia ser repensado en su totalidad.
No se trata solamente del reclamo justo de los derechos económicos y sociales, sino de poder garantizar los derechos humanos básicos. De poder cambiar nuestra mirada sobre la vejez, para que deje de ser sinónimo de incapacidad.
Existe desde hace pocos años una Convención Interamericana de los derechos de las Personas Mayores, a la cual Argentina adhirió en 2017. Allí se retoman los avances en derechos humanos de la niñez, adolescencia, de las mujeres y la comunidad LGBT.
La vejez es entendida como una construcción social sobre el último estadio de la vida, aunque nos empeñamos en pensar este momento como un punto de llegada en el que las personas deben ser buenas, cariñosas y sumisas.
Ser viejo también es un disvalor para la sociedad de consumo-producción que aún ordena jerárquicamente a la ciudadanía, colocando al varón blanco joven y heterosexual en la cima de todas las potestades. La romantización de las abuelas cocinando hasta el último día de su vida y los relatos de abuelos jugando a la bocha están lejos de representar la realidad de los adultos mayores, más bien sirven para esconder las vulneración de derechos.
La familia es el lugar a donde se arroja la responsabilidad de ese adulto que ya no es productivo, en términos capacitistas en los que actualmente leemos a las personas. Son los descendientes quienes tienen la obligación de “hacerse cargo” de aquellas personas que se ven como una carga. Afectivamente se nos explica que así como ellos nos cuidaron de niños/as, nosotros tenemos que cuidarlos de grandes. El círculo de la vida.
El negocio de los geriátricos y las múltiples violaciones de derechos se muestra como realidad. Siempre acorde a lo que esa familia pueda pagar. O de otro modo, recae en las tareas de cuidado de las mujeres de cada familia la responsabilidad de los adultos mayores.
Decir abuelo a cualquier adulto mayor que vemos no es respetuoso ni cariñoso sino que da cuenta de nuestra visión compartida y estigmatizante de la vejez. Una persona es tipificada a simple vista solo por la edad que tiene y se anula su subjetividad, se la coloca en ese universo de representaciones que nos gusta tener sobre “los abuelos”.
Quienes transitamos otras construcciones familiares, quienes no entendemos los roles de paternar y maternar como destino divino elegimos también no ser abuelos de nadie. Y nuestros modos de vida no se diluyen con el tiempo, a pesar de que, por ejemplo, en el presente muchos adultos mayores gays y lesbianas viven en una suerte de segundo closet en la vejez. Porque la mirada estereotipada viene de la mano de la invisibilizacion de todo lo que no es la familia tradicional heterosexual.
Sentir ternura por “los abuelos”, pero no garantizar condiciones de vida digna ni respetar la autonomía es otro síntoma de nuestra época. A la vuelta de esta hipersensibilidad sobre la vejez están los derechos que aún faltan y la necesidad de pensar otro entramado social, político y económico para nuestro último estadío de vida.La pandemia nos muestra, como en un juego de espejos, las necesidades, los grupos vulnerados y sobre todo nuestra hipocresía.