Las cenas de fin de año

Ilustración: Sebastián Cifuentes

Reflexiones para pensar la comida, el cuerpo, la culpa y la gordofobia internalizada con las últimas campanadas navideñas.

Durante las fiestas de Navidad y Año Nuevo, independientemente de nuestras convicciones religiosas, nos juntamos  a comer. Comer y sentir culpa parece ser el modo de vida legitimado de nuestros tiempos.

Estamos acostumbrados a que la expresión del festejo sea comer, ya sea con la familia más cercana, con la familia más lejana, con amigos o con un grupo recién formado en vacaciones. Puede cambiar el contexto, pero el objetivo de juntarnos suele mantenerse firme en la mayoría de los casos.

Junto a este ritual suelen aparecer casi de modo inmediato los sentimientos negativos. La necesitad de pensar qué podemos hacer para revertir esto que acabamos de hacer.  Algo malo, horrible e injusto puede aparecer como consecuencia de celebrar las fiestas con nuestros seres queridos: engordar.

Aquello que quita el sueño a los/as adolescentes y jóvenes desde que empiezan a experimentar  el deseo, aquello que recorre transversalmente nuestras vidas, independientemente de lo buena o mala que consideremos que sea, es engorar. Engordar, en los tiempos actuales,  está mal y es una consecuencia raramente deseable.

Un joven  adepto al crossfitt repite el ritual de la culpa, con tanta independencia de la realidad de su cuerpo, que su prédica se convierte en una burla. Gente flaca y deportista tomándose el vientre y diciendo “comí como un cerdo”, “no puedo tener esta panza”, “cómo voy a comer tanto”, “mañana empiezo la dieta”, repitiendo estas frases como mantra, para excusare por haber comido mucho durante las fiestas y también para desmarcarse del grupo de los gordos, para colocarse discursivamente y automáticamente en el lugar del bien.

Ser gordo o tener IMC  (índice de masa corporal)  según los valores estándares establecidos tiene distintos significados y representaciones, por que no todos los cuerpos  representan lo mismo. Si bien es cierto que no todas las personas rechazan a las personas  gordas, ni todas las personas  discriminan de modo consiente, pero en líneas generales en nuestras sociedades estamos acostumbrados a valorar negativamente todo lo que se vincula con los cuerpos gordos. Es por ello, la necesidad constante de desmarcarnos de ese grupo de personas.

“Yo no soy ni quiero ser gordo” parece decir alguien que expresa culpa después de comer. Porque más allá de nuestros cuerpos, o más acá de nuestros cuerpos,  la cultura añadió significados positivos a unos y negativos a otros.

Llegar al verano con un cuerpo lo más esbelto posible es señal de triunfo, bienestar, felicidad, éxito, templanza, disciplina, perseverancia y un sinfín de adjetivos positivos. Como contrapartida, los cuerpos gordos parecen ser el resultado de la falta de todas esas actitudes positivas. No importa que tan “exitosos” seamos en cualquier otro registro que no sea el cuerpo, durante cierta época del año, el único criterios para calcular la representación de las personas es el peso y la apariencia física.

Una persona gorda, que inicia religiosamente el gimnasio y la dieta durante los últimos meses del año, no solamente quiere bajar de peso, lo más probable es que también quiera ser mejor persona.  Es decir, estar del lado de aquellos que detentan la fuerza, la perseverancia y la disciplina para tener éxito.  Y de algún modo, bajar unos kilos, mostrarse con ropa deportiva y parecer estar en el camino hacia un cuerpo flaco ya es celebrado por todo aquel que lo percibe.

Claramente el trasfondo de nuestras percepciones sobre los cuerpos tiene que ver con aspectos más profundos de nuestra sociedad, con nuestros modos de vida y con la diferencia entre los tipos de cuerpos que existen y los que demandan “las industrias de la vida sana”, que en tanto industrias tienen las dificultades que el resto de industrias en nuestro tejido social y económico.

Hablar de nuestras comidas, de cuerpos gordos y flacos, y de la distribución negativa que recae sobre los primero, también tiene que ver con poder hablar sobre cómo comemos, porqué comemos como lo hacemos y cuáles son los discursos en torno a ese buen comer que están circulando. Allí también aparece la necesidad de marcar cuáles son las barreras de acceso a la alimentación saludable que tiene gran parte de nuestra población y cómo la línea verde de alimentación tiene precios cada vez más elevados.

Todos estos tópicos son necesarios, preferibles e interesantes para charlar, debatir y pensar políticas públicas efectivas para nuestra alimentación. Pensar de modo individual o familiar el vínculo con nuestro cuerpo es solo un modo posible, que en este contexto tiene límites bien marcados por la cultura y el mercado. 

Tenemos como tarea pendiente el poder pensar en términos macro lo que pasa con nuestros cuerpos y con la comida, pero para ello debemos dejar de perseguir una y otra vez el ideal de belleza y el régimen policíaco sobre los cuerpos.  No se trata solo de un cuerpo, ni el mío, ni el tuyo ni el de un familiar o amigo y ya está comprobado que aludir  discursos médicos cuando hablamos de alimentación la mayoría de las veces es una falacia para discriminar. Porque no hay un observatorio tan estricto con el consumo de alcohol o de drogas ilegales en la misma mesa donde se miden la cantidad de sándwich de miga que una persona  gorda consume.

Comer sin culpa, comer sin dañar y hacer pasar malos momentos a quienes comen más que uno, comer sin pensar que el fracaso está en el fondo de cada plato.  Comer y después pensar colectivamente porqué nos pasa lo que nos pasa, y porque ciertas cosas nos molestan de nuestro cuerpo y del cuerpo de los demás.

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