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Pierre Bourdieu afirmó que cada fotógrafo amateur “revela sus valores al mostrar lo que juzga suficientemente digno para querer arrancarlo del paso del tiempo”. María Mines nos invita a reflexionar sobre la fotografía y sus usos cotidianos, en un texto que recorre no sólo el arte de congelar el tiempo, sino también sus implicancias sociales, culturales y políticas.
¿Cuántas fotografías tomaste últimamente? ¿Qué uso les diste? Yo en la última semana conté cuántas hice, claro, porque ya estaba pensando en que iba a escribir esto y fueron 96 exactamente entre las que tomé con mi celular y mi iPad. De momento, ninguna de ellas tiene un destino o un fin definido. Hace unos diez días leí en una revista online un artículo que daba cuentas numéricas de datos relevantes de Internet. Una de ellas informaba que en diciembre de 2016 se compartieron en redes sociales alrededor de cuatrocientos millones (400.000.000) de fotografías. Estudié fotografía. Tomé sólo 5 más durante la última semana con mi cámara “profesional” y tampoco tienen un destino definido. Actualmente, enseño cuestiones vinculadas a esta práctica en distintos ámbitos. También trato de investigar sobre algunos temas teóricos (que no vienen al caso) y comencé recientemente a desarrollar “obra” en el campo de las artes visuales, entonces, puedo decir que dedico buena parte de mi tiempo a esta disciplina y de varios modos. Dicha dedicación me conduce, continuamente, a reflexionar sobre distintos aspectos de esta técnica tan popular en estos tiempos. Pero curiosamente, más que una productora, soy una consumidora y coleccionista insaciable de fotografías e imágenes hechas por otrxs. Nada calma mi sed de consumo en este sentido ¿Será porque soy una maldita voyeur? Tal vez, pero estoy segura de que hay algo más.
Actualmente la fotografía es patrimonio de todxs. En este sentido, la que se distinguía como “profesional” y/o “autoral” -si se quiere- atraviesa terrenos muy diferentes a los que llegaba hace, al menos, 15 años. Por estos días tomar fotografías se ha vuelto un acto tan banal como rascarse la piel cuando pica y, compartirlas, funciona como un nuevo sistema de comunicación visual. Prácticamente todo se ha vuelto fotografiable; el acto fotográfico y los escenarios de la vida misma se han fundido en una comunión infinita. De este modo existe un convenio diferente con lo cotidiano; casi no quedan vivencias desprovistas de imágenes. Esto implica la despedida de la caja de zapatos en la que se guardaban fotos de los acontecimientos más importantes.
Las representaciones visuales conviven con nosotros segundo a segundo, entonces, el límite de la representación se vuelve confuso y lejano; el mundo está plagado de tomas fotográficas.
¿Cuántas millones de fotografías habrán disparado las cámaras satélites y de los furgones de Google para crear las aplicaciones de Google Earth, Google Maps y el Street View, donde se ven las calles y rincones de todo el mundo y alrededores en distintas perspectivas? También toman fotografías a diario, millones de cámaras de vigilancia, cámaras espías y los mismos lentes de Google sus fotografías. Algo así como el padre del ojo del Gran Hermano mayor que controla cada trocito del planeta Tierra.
De a ratos me resulta agobiante pensar en las millones de cámaras que disparan al unísono alrededor del mundo cada día, ¿cuál es el fin de fotografiar tanto? Noches atrás fui a tomar una cerveza a un bar que frecuento de vez en cuando, que por cierto no me agrada tanto pero tiene, para mí, la mejor cerveza del centro. Ya me rondaba la idea de escribir y reflexionar sobre algunos aspectos del acto fotográfico y, contaminada por la idea, observé varias veces a una chica que se instaló en una mesa, sola, cerca de la mía. Llevaba el pelo suelto, posiblemente planchado, los ojos muy delineados, collares y algunos adornos más. Su rostro se veía bastante serio. Rápidamente fue atendida y llegó un trago (de no sé qué cosa) a su mesa. Casi de inmediato sacó su celular y disparó (al trago, claro) varias fotos en primer plano, luego se hizo unos autorretratos con su bebida cerca del rostro, bien sonriente, posando su cara de un lado a otro en cada toma. Al terminar con la sesión fotográfica volvió a dibujarse en su cara la misma seriedad del principio y acto seguido comenzó a manipular su teléfono durante unos minutos. Luego hizo algunos sorbos, pidió la cuenta, pagó y se retiró del bar sin terminar su trago. Las razones por las cuales esta chica fue a tomar y abandonar rápidamente su bebida pueden haber sido infinitas, pero yo fantasee con que lo hizo sólo para fotografiarse y compartir el producto con alguien o en su cuenta de Instagram. Muchas veces me dijeron que soy mal pensada. Tal vez. Pero esta posibilidad 10 años atrás no habría existido y no estoy segura de que en estos momentos esta hipótesis se trate de un mal pensamiento, sino de algo bastante común.
Saturación pictórica
Recientemente leí en una investigación periodística que en la actualidad cada día vemos más fotografías que las que hace un siglo una persona veía a lo largo de toda su vida. En menos de una semana se producen más fotos que las que se hicieron durante todo el siglo XX.
Actualmente las redes sociales movilizan el mayor porcentaje de la producción de imágenes generadas por sus usuarios. Desde hace tiempo tengo una cuenta en Facebook, Tumblr y el año pasado abrí una en Instagram, la madre de las “fotografías descartables”, ver e inmediatamente olvidar. En sus orígenes esta aplicación fue diseñada para los dispositivos móviles con cámara integrada de Apple y posteriormente se adaptó a los que tienen sistema operativo Android y Windows Phone. Facebook compró este servicio por mil millones de dólares en el año 2012, siendo una importante suma para aquella pequeña empresa -que empezó con unas diez personas- y una inversión mínima -pero sumamente estratégica- para quien hizo su fortuna a través de la fábrica de identidades públicas en red, Mark Zuckerberg, el creador de Facebook. Este mismo señor terminó de fundar el Nuevo Triángulo de las Bermudas (esta asociación surge al pensar en un trío paranormal) cuando en 2014 compró la aplicación de mensajería de Whatsapp. Mark nos tiene tomados de los pelos a todxs -por decirlo elegantemente-. Su emporio equivaldría al gemelo del Gran Hermano de Google, otro ojo omnipresente pero que fisgonea nuestros vínculos, relaciones y quehaceres.
Del Nuevo Triángulo de las Bermudas, Instagram es la aplicación que se aboca estrictamente a lo visual. Se trata de una red social que permite y fomenta el uso exclusivo de fotografías “instantáneas”, emulando, en su diseño original, a las polaroids analógicas de antaño y, a las que se les puede poner una suerte de “me gusta” -como Facebook- con un corazón y hacer comentarios con un límite de 140 caracteres -como Twitter. Recientemente se sumaron al “álbum” (que va generando cada fotografía que se agrega), las “historias”, las cuales son álbumes temporales que permanecen sólo 24 horas.
Instagram es un medio en el que es común ver “experiencias” de la vida cotidiana de sus usuarios. Digo que es común y no total porque -como siempre en las viñas del señor- hay excepciones.
Esta red cuenta actualmente con 750 millones de usuarios activos al mes, mientras que en diciembre de 2016 contaba con 600 millones. Nunca antes en la historia de las redes sociales se experimentó un crecimiento tan acusado de usuarios en menos de un año y, hasta el momento se compartieron aproximadamente 40.000.000.000.000 (cuarenta billones) de fotografías… Inquietante número, ¿no?
La vida en selfie
Sí, Instagram se ha vuelto un catálogo de gran parte de la vida de sus usuarios, sin embargo, la especialidad de esta red es la selfie. Esta expresión se acuñó inicialmente en inglés para referirse a las fotos de uno tomadas (valga la redundancia) por uno mismo y fue nombrada como “la palabra más relevante” del año 2013 por el Diccionario Oxford. Desde entonces no paró de difundirse e incluso forma parte de nuestro vocabulario en español. La primera vez que la oí, fue reproducida por mi madre, quien la había escuchado mientras veía el programa de Marcelo Tinelli hace, al menos, 8 años. Miles de millones de fotos que representan este “género” fotográfico se comparten en las redes sociales mensualmente. Recuerdo que meses atrás (sin contemplar que la cantidad de usuarios de Instagram y selfies se superan día a día) leí en un portal de chimentos online que la modelo Kim Kardashian, en cuatro días de vacaciones con sus hermanas, se tomó 6000 autorretratos. Esta cifra a pesar de resultarme incomprensible actualmente estaría desactualizada.
Respecto a la tendencia selfie y su consecuente exposición están los que la consideran como un acto de vanidad que indica narcisismo o bien, falta de autoestima e inseguridad que se traduce a la necesidad de autoafirmación y construcción de identidad. “Es una nueva forma de auto-afirmar la existencia”, explicó recientemente el psiquiatra argentino Daniel Navarro.
La cámara oscura
Mi generación transitó el cambio de la fotografía analógica a la digital durante nuestra adolescencia y viví en carne propia cómo nos transformamos en los foto-adictos que somos. Si bien la fotografía fue patentada en 1839 en Francia, recién a fines del siglo XIX cristalizó con fuerza para comenzar a labrar el retrato colectivo de la clase media.
A pesar de que el principio físico en el que se basa la fotografía -la cámara oscura- fue descubierto presuntamente en la antigüedad griega, es entendible que la cámara fotográfica apareciera recién en el siglo XIX: fue justamente en ese momento histórico, en el que la cultura científica del positivismo requirió un procedimiento que certifique la observación de la naturaleza. Entonces, la fotografía, en sus orígenes se asoció a nociones de veracidad, objetividad, documento, archivo y fue un instrumento que devino de la industrialización y, como sostuvo Michel Foucault, “… al servicio del colonialismo y de las disciplinas de control social y vigilancia (…) conduciendo a un racismo genocida y otras políticas de represión”. Estas espantosas características pudieron apreciarse en las conquistas territoriales de una cultura a otra, en el estudio de las “razas”, en el campo de la medicina, la psiquiatría, la criminalística y “pericias” judiciales, entre otras. Según Foucault, la fotografía fue más explotada como herramienta de control social que como herramienta al servicio del conocimiento, la ciencia y el arte.
Bajo la impronta de “evidencia”, entonces, el siglo XX fue representado, analógicamente, a través de cientos de miles de miradas alrededor del mundo. Y fue así, que en el manto del positivismo, la fotografía fue concebida como un medio, una ventana directa y privilegiada hacia la “realidad”, a la “verdad” de los acontecimientos. Pero lo que perdieron de vista los devotos positivistas fue que la máquina fotográfica fue (y es) manipulada por un operario; un sujeto que toma decisiones y empapa de su propia subjetividad lo que construye en cada toma; lejos de ser un acceso a la “realidad”, cada fotografía es una construcción de sentido, una representación de la realidad que parte de un punto de vista específico, político y estético del sujeto que se encuentra detrás de la cámara.
A principios del siglo XXI las posibilidades de manipular la fotografía en general se agudizaron inmensamente de la mano de la revolución digital, la cual la alejan cada vez más del acceso a los inalcanzables terrenos de la realidad. Por ejemplo, ya no es necesario ser un experto retocador de imágenes con Photoshop para mejorar ligera y técnicamente las fotografías tomadas; se pueden descargar un sinfín de aplicaciones de retoque y edición en los dispositivos celulares, con el objetivo de compartirlas de algún modo.
Todo es mostrable
En su ensayo “Vértigo digital”, el escritor Andrew “AJ” Keen describió a las redes sociales como “templos de culto de la auto publicación y narcisismo; una tábula rasa de nuestros deseos individuales y de identidad.” De acuerdo a Keen y al anteriormente citado Daniel Navarro, los actos de exhibición -los cuales no se limitan a fotografías de todo lo que hacemos y selfies- se tratan de una forma de existir socialmente en la actualidad, permitiendo que las redes sociales se conviertan en espacios donde estructuramos la forma en que queremos que los demás nos vean (porque queremos -literalmente- que nos vean) y damos constancia de todo tipo de trivialidades hasta nuestros logros, trofeos, adquisiciones, viajes y currículum vitae: las becas que nos ganamos, los nuevos empleos y todo lo que deseamos que nuestros “amigos” o “seguidores” vean y sepan de nosotros.
Hasta ahora los fenómenos de la selfie y la autoexposicion, ligados a cierto narcisismo y al voyeurismo (que la legitimidad de todo lo que se muestra implica) me parecen ciertamente inocentes e ingenuos, debido a que no dan cuenta de su origen ¿por qué nos fotografiamos y exponemos de ese modo tan narcisista?
La revolución de la fotografía digital combinada con algunas estrategias económicas del capitalismo (la obsolescencia programada, el crédito y la publicidad) nos impulsaron al uso permanente de teléfonos móviles, -haciéndonos creer que aquello se trata de una necesidad- los cuales trajeron aparejados consigo la permanente disponibilidad de cámaras fotográficas, con buenas y hasta excelentes prestaciones técnicas. Ya no existen celulares desprovistos de cámaras integradas. Entonces, mínimamente, los medianos y altos consumidores del planeta, tenemos cámaras fotográficas al alcance de la mano, a través de nuestros teléfonos celulares. Digo “mínimamente” porque no es sólo patrimonio de burgueses, ricos y más ricos. Sin ir más lejos, he trabajado en una escuela de una zona de alta vulnerabilidad social durante 4 años y vi varios niños que, viviendo en precarias casillas de madera -y sin contar con algunas necesidades básicas cubiertas, como agua corriente- tenían teléfonos celulares con cámara, cuenta en facebook y asistencia perfecta en el ciber para jugar en red. Esto fue y es así en aquel barrio y en tantísimos otros del mundo y me resulta entendible; el ímpetu del consumo no hace distinciones de clase, género ni frontera. Nadie quiere estar ajenx a los avances de la tecnología, a los medios de comunicación y a los modos de representación actuales. A pesar de que vivimos en un sistema espantoso, cruel y miserable en el que la mayoría de los seres humanos son pobres – y les faltan muchísimos recursos para vivir dignamente- la fotografía y el consumo han podido trascender a ello y unieron fuerzas en el mercado tecnológico para que gran parte de los terrícolas hagamos fotografías.
El homophotograficus y el consumo
Como ya lo mencionó Michell Foucault, la representación del cuerpo que empezó a gestarse de la mano de la fotografía desde hace más de un siglo fue, mayormente, para políticas de control social y disciplina. Lo que sucede fotográficamente en torno a las redes sociales y a la publicidad que nos venden las mismas redes, que… ¡ah! ¡También nos muestran fotografías! es que siguen involucrando políticas de control social pero articuladas a diversas estrategias de mercadotecnia, que exacerban las ventas para el consumo de productos e impulsan el crecimiento del “mito de la belleza”.
Mientras más usamos las redes sociales, más alimentamos al monstruo de la publicidad que nos ofrecen; al igual que Google, en base a nuestro historial de búsqueda, Facebook, Instagram y demases, publican en nuestras aplicaciones, determinados productos con el ánimo de aumentar nuestra “necesidad de consumo” mientras reducen nuestro cerebro al tamaño de una nuez y nos alejan de los elevados conflictos que existen alrededor del mundo, los cuales son bien manipulados por los medios de comunicación hegemónicos. En relación a la belleza, por ejemplo, con el afán de “mejorar a los retratadxs”, el mercado tecnológico impulsa la normatización de ciertos patrones y estándares de belleza, debido a que la mayor parte de las cámaras integradas de los dispositivos celulares que se venden en la actualidad, llevan incorporados distintos programas que unifican la piel (borrando arrugas, manchas y granos), agrandan los ojos, blanquean los dientes y afinan el rostro en cada toma.
Cada vez estamos más pendientes de lucir “mejor” y mantenernos jóvenes, pues el sistema no puede ser más cruel; la juventud eterna es inaccesible y el precio de acercarse es verdaderamente caro. Existe todo un mercado detrás de ello y planea encerrarnos allí.
Fotografías en serie
Incluso antes del bombazo digital, en Un arte medio (ensayo sobre los usos sociales de la fotografía), Pierre Bourdieu, afirmó que cada fotógrafo amateur “revela sus valores al mostrar lo que juzga suficientemente digno para querer arrancarlo del paso del tiempo”.
Instagram y las redes sociales en general, incitaron (e incitan) a sus usuarios a vivir el presente como futuro pasado, convirtiéndolo ahí mismo en un recuerdo; el nuevo corte de pelo, la selfie en el espejo, las zapatillas nuevas, un plano detalle del postre, el ala de un avión que sobrevuela la Tierra, presenciar un lugar de alto valor agregado (simbólico, social, económico o cultural) entre tantísimos otros. De allí se desprende una mirada turística que en todos lados solo ve “paisajes” para fotografiar, porque finalmente nos mostramos como decorados de una vida de ilusión; son los valores del capitalismo que triunfan sutilmente. Según esta perspectiva, cada imagen concebida para ser posteada, pretende ser una reliquia de una vida que se reinventa con más o menos imaginación a diario. Las redes sociales nos llevan, la mayoría de las veces, a caer en las trampas de la mercadotecnia y la publicidad, en pantallas distractoras -sobre la destrucción del mundo en general- y la banalización del cuerpo y la belleza. Lxs terrícolas, ahora fotógrafxs/internautas, nos auto-afirmamos en medio de una red y una nebulosa, en la que la mayoría de los individuos parecemos postear las mismas fotos, una y otra vez.
Por María Mines