La RAE, que arda

RAE

El debate sobre uso del lenguaje inclusivo ha ganado lugar en las redes sociales y medios de comunicación. Una institución antigua, ajena a los modos de vida de millones de personas que hablan castellano, primero rechazó el lenguaje inclusivo, pero recientemente esta misma institución se expresó favorablemente. “Hablamos como hablamos para modificar el mundo, más allá del lenguaje. Si la RAE legitima el lenguaje de género inclusivo, y todas las instituciones empiezan a hablar con E, pero en nuestro país sigue sin ser ley un cupo laboral para personas trans, todo este asunto no habrá servido de nada”, reflexiona el autor.

El debate sobre uso del lenguaje inclusivo ha ganado lugar en las redes sociales y medios de comunicación. Adolescentes, jóvenes, activistas, feministas y una parte de la comunidad universitaria fueron haciendo presente en distintos espacios esta práctica. Las burlas, el enojo y la incomodidad que genera en muchas personas el uso del lenguaje inclusivo hacen que este sea un tema de debate.

El correcto hablar ha formado parte del capital simbólico de las personas a largo de la historia. Detrás de una persona reconocida como una buena hablante de la lengua hay siempre una distinción de su clase social, un dato sobre su lugar de origen o su formación escolar. Ese hablar bien, en nuestra lengua castellana viene siendo codificado por una institución española fundada en 1715, cuyo objetivo es “velar por los cambios” en la lengua hispánica para consolidar una unidad del lenguaje. Es decir, dedica a establecer cuales palabras serán puestas en ese gran código del habla que llamamos diccionario, y cuáles será ignoradas, rechazadas o prohibidas como términos legítimos de expresión.

Está claro que hablamos para comunicarnos y necesitamos ser comprendidos en esa comunicación. Ludwing Wittgenstein, filósofo alemán representante de una corriente conocida como “el giro lingüístico”, afirmó tajantemente que no puede existir nunca un lenguaje privado, todo lenguaje es social y se desarrolla en la esfera de interacción entre las personas, por lo tanto, necesita de ellas para tener sentido.
En su obra maestra, Investigaciones Filosóficas, Wittgenstein compara al lenguaje con una caja de herramientas:

“Piensa en las herramientas de una caja de herramientas: hay un martillo, unas tenazas, una sierra, un destornillador, una regla, un tarro de cola, cola, clavos y tornillos.— Tan diversas como las funciones de estos objetos son las funciones de las palabras. (Y hay semejanzas aquí y allí). Ciertamente, lo que nos desconcierta es la uniformidad de sus apariencias cuando las palabras nos son dichas o las encontramos escritas o impresas. Pero su empleo no se nos presenta tan claramente. (Pág 7.)”

El lenguaje puede, entre otras cosas, hacer presente aquello que no está presente, torcer el sentido de lo que está establecido y generar nuevos modos de comprensión. Allí anida el poder del mismo, y es por ello que un gran número de personas decidieron hace ya mucho tiempo buscar otros modos de decir. Se crearon palabras para nombrar las cosas de nuevo, convertir en identidad aquello que el sentido común impuesto hizo insulto. El trabajo consiste en derribar aquello legitimado por la medicina y el derecho cuando declararon enfermo, patológico, anormal y raro a todo aquello que no sea un hombre y mujer cis-género y heterosexual.

Lo que no se nombra no existe

En Argentina, el movimiento travesti desplegó con furia una serie de torsiones sobre el lenguaje. Esa palabra que fue usada para violentar y denostar, se convirtió en una identidad política que se rehúsa a ser puesta en la categoría de hombre o mujer, y que incomoda a más de una persona de las letras, del arte del buen decir y de la corrección política. Lohana Berkins, activista travesti y referente Latinoamérica de la lucha por los derechos humanos, en su texto Breve Itinerario Político sobre el travestismo (2003) muestra la profunda conciencia de la disrupción travesti en el mundo:

“Nuestra propuesta es erradicar los encasillamientos en identidades preconstruidas por el mismo sistema que nos oprime. Podemos lograrlo si empezamos a desaprender nuestra parte opresora, eligiendo las características que deseamos desde todas las posibilidades, no determinadas por los géneros impuestos. Nuestra misma existencia rompe, de alguna manera, con los determinantes del género.” (p.67)

La agenda política del movimiento travesti en Argentina se propuso llevar adelante cambios que incluso van más allá de la coyuntura política. Más allá de la ley de identidad de género y de algunos otros pasos necesarios en el ámbito del derecho. Se trata de pensar que otra realidad, por fuera de las ajustadas normas del género, es posible.

La salida de la norma no quiere ser la nueva norma

Además del movimiento travesti, existen diversas identidades en esta misma lucha. Las redes sociales, el incremento del activismo feminista y la adquisición de derechos nos permiten poner en palabras una multiplicidad de sentires, deseos y formas de habitar el mundo que escapan cada vez a la clásica forma de encasillar a todas las personas.

Ser hombre o mujer no debería ser el destino de toda una humanidad. Un adolescente diciendo “chiques”, una docente empleando “todos y todas”, un oficinista enviando mails con el símbolo @ y un hombre trans diciendo “yo soy varón, quiero que te dirijas a mi empleando artículos masculinos”, están torciendo el sentido en distintos niveles y con distintos fines. Todo aquello que no suena al clásico modo binario se encauza en un mismo río que no tiene márgenes definidos, ni busca tenerlos, sino que se ensancha cada vez más sobre toda palabra existente.

La necesidad de los medios, y de la sociedad en general, de tener claridad sobre el lenguaje inclusivo, hizo que se den clases y explicaciones del tipo escolares sobre este tema. Junto a estas explicaciones se reprodujeron una serie de sentidos simplificados para entender de qué se trataba esa nueva “moda”. De repente, hablar con lenguaje inclusivo se mostró como aprender los modos de cortesía del siglo XXI, pues algunas personas suponen que el asunto comienza y termina con un decir “buenos días, chicos, chicas, chiques” o “Adiós a todes”.

Una vez aprehendido este modo de hablar protocolizado, se desencadena la pregunta sobre el posicionamiento de la Real Academia Española. ¿Qué opina? ¿Por qué no acepta este modo de hablar?

Una institución antigua, ajena a los modos de vida de millones de personas que hablan castellano, parece tener el poder de legitimar todas las palabras y sus usos. Entonces en un primer momento esta institución rechazó el lenguaje inclusivo, y miles de amantes de la lengua española y de la discriminación sistemática, sonrieron. Y hace pocos días, esta misma institución se expresó favorablemente sobre el lenguaje inclusivo, y miles de personas que usan alguna variante del mismo, sonrieron.

Nuestros actos de habla, el hablar de aquellos que por alguna o varias razones no entramos en alguna o varias de las categorías binarias predominantes, no necesita un casillero en ese antiguo diccionario que marca los modos correctos de decir lo que es. Porque ese correcto decir es más un ser dicho por otros, que un expresar nuestra propia voz.

Ese diccionario de la RAE registró sin dudar nuestras identidades como insultos, como también sin dudar reafirma los estereotipos de género en cada ejemplo de conjugación de un verbo. En la era de la comunicación digital, donde muchos nos comunicamos con fotos y memes, todavía un grupo de académicos detenta el poder de atar un artículo “masculino” a un objeto cualquiera, y erigirlo como parte de ese entramado sólido y pesado que llamamos masculinidad.

Hablamos como hablamos para modificar el mundo, más allá del lenguaje. Si la RAE legitima el lenguaje de género inclusivo, y todas las instituciones empiezan a hablar con E, pero en nuestro país sigue sin ser ley un cupo laboral para personas trans, todo este asunto no habrá servido de nada.

Si pensamos que al decir “todes” incluimos a “una persona que no se siente ni hombre ni mujer”, pero no conocemos, ni miramos, ni nos sentamos en la misma mesa nunca con personas no cis-genero heterosexuales, el lenguaje no habrá servido de nada.

Si, como dice Wittgenstein, el lenguaje es una herramienta, el lenguaje inclusivo sería un destornillador cuyo objetivo es desarmar todo el entramado occidental que liga lo real a lo exclusivamente masculino/femenino. Desarmar la filosofía binaria, el psicoanálisis binario, la medicina binaria, la educación binaria y cada ladrillo de esta sociedad que hace que un grupo de hombres golpee a otro por ser “femenino”, o que socialmente se destine a las mujeres travestis a la prostitución. O que se erija una industria dolorosa sobre los cuerpos de mujeres y femineidades para que representen del mejor modo posible todo aquello que la RAE legitima como “femenino”.

Hablar para no dejar afuera a “otres”, entendiéndolos como exterioridad absoluta, es solamente hablar por hablar. Que no es lo mismo que hablar para entendernos, encontrarnos, desarmarnos y mover culturalmente uno a uno los sentidos hacia una realidad menos violenta, y eso significa menos binaria.

Que sabe la RAE de la lucha de Lohana Berkins, Diana Sacayan, Claudia Pia Baudraco, y de miles de travestis que con su cuerpo y su hablar han cuestionado al saber occidental más refinado. Que sabe la RAE de los modos en que los homosexuales nos comunicamos entre nosotros. Que sabe la RAE de todo aquello que no es heterosexual y binario.

Hasta cuestionarlo todo, deberíamos defender el hablar mal como una trinchera. Porque el hablar bien ha sido reflejo de exclusión, discriminación y patologización. Que la RAE haga lo que quiera, pero que nuestro vínculo con ella, ARDA, hasta abrir nuestros ojos más a la empatía con otres, que al seguimiento de las reglas españolas del lenguaje.

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