Santos Discépolo cierra sus puertas y con él se va un pedazo de la noche tucumana. En este espacio convivieron el arte, el activismo, el glitter, la militancia, la comida casera y el deseo de bailar hasta el amanecer. Fue antro, refugio, trinchera y hogar. Un territorio que abrazó la diversidad, sostuvo redes comunitarias y celebró el goce como acto político. Su cierre deja una herida generacional.
Una noche allá por el 2015 fui a la Rioja 219 a buscar a un ex, sabía que trabajaba ahí y quería cruzarlo. A los 30 años el asunto de los ex duraba casi tanto tiempo como la relación, a veces incluso más, para mi desgracia. Me terminé quedando en el bar porque tenía una sensación de antro muy familiar, similar a la que de adolescente sentía en el drugstore Rolinda o en las históricas fiestas de la calle Laprida.
Con el paso de los fines de semana conocí un poco más el espacio y a quienes lo habitaban; uno de los dueños me caía mal porque hablaba muy fuerte. Pero como soy de barrio, estuve siempre acostumbrado a los gritos.
Me divertí durante miles de horas y disfruté cada una de sus versiones, desde la casa más chica hasta el lugar con tres pistas en simultáneo y gente abarrotada en todos lados. Santos fue una caja de resonancia de mucho de lo que pasó en Tucumán y en el país. El feminismo y la diversidad entraron por todos lados. Los viernes de las pibas se convirtieron en un espacio hermoso y necesario para toda una nueva generación de feministas que eligió el glitter, el arte y el cuerpo en escena para expresarse. La maricoteca tuvo noches históricas como la de DJ Calle, DJ Regner, DJ Beibi y DJ Leandro Muro dándolo todo. La satisfacción de mover el cuerpo con música de, por y para la comunidad fue una experiencia nueva y maravillosa.



Durante un tiempo, en esos años de pico de feminismo, en el local estuvo Bailá Segura, una movida de un grupo de jóvenes mujeres que mantenía el lugar libre de acoso. Esa es una de las tantas historias que todavía no están del todo contadas.
Me enteré por amigos que también tenía un comedor y que muchos estudiantes iban a comer comida casera por muy poca plata. Santos fue una casa para mucha gente. Un centro de taller de folclore, de tango, de canto, y el lugar donde cualquier grupo de personas con una idea podía juntarse a charlar antes de que abra el bar.

Cuando vino la pandemia, Santos puso a disposición el lugar para hacer un albergue para quienes no tenían dónde hacer cuarentena, y también hicimos base para repartir donaciones. Al mes de estar sin poder abrir, pusieron un vivero; allí compré una planta por primera vez en mi vida. Fue para ayudar al espacio y para intentar apostar a una casa con plantas.


En ese lugar se hicieron presentaciones de libros y charlas públicas de espacios muy distintos entre sí. Casamientos, ferias de cosas usadas, de artesanías y las veladas más elegantes. Surgió en esas noches el carnaval de la diversidad y los primeros intentos de cultura ballroom, y varias docenas de dragas hicieron sus shows como deporte extremo en la casita. Mención especial para Humo Trash, que usó las barras de todas las pistas para bailar la fantasía Coyote Ugly Bar, y realizó en muchas ocasiones versiones espléndidas del show peligroso.
Aún así, Santos Discépolo nunca se volvió un boliche gay, porque siempre hubo de todo, y fue más bien una verdadera prueba de que el baile es más divertido si nos dejamos de separar por orientación sexual.


Los clientes de Santos naturalizaron que las trans pueden ocupar todos los puestos de trabajo, en la barra o en la cabina de DJ.
Las celebraciones de Navidad y Año Nuevo hasta el amanecer son ya parte de los recuerdos de vida de cientos de tucumanos. Los cumpleaños de la casita nunca fueron en una misma fecha, siempre más o menos en fechas aproximadas. Santos no fue un lugar acartonado ni aspiracional, sino un territorio dispuesto al disfrute y al capricho de quienes aman la cultura tucumana.

Artistas, famosos, personalidades de la cultura y turistas pasaron por ese lugar para vivir de cerca nuestra noche, la de aquellos que priorizan más el meneo hasta el piso que la pose para la selfie. También hubo muchos líos, inconvenientes, peleas y disputas que solo se disiparon con el paso de los años, porque en Tucumán somos muchos, apasionados y estamos amontonados —literal o simbólicamente— de lunes a lunes.
Quizás por su nombre el espacio nació con nostalgia bajo el brazo, como si desde el inicio ya supiera que iba a convertirse en recuerdos, o tal vez las millones de carcajadas que lanzamos sobre esas baldosas ahora renacen como pesadumbre y melancolía. Que Santos cierre nos duele, y es dolor generacional, cultural y profundamente político. Y aunque es claro que siempre hubo un mural de Eva en sus paredes, lo político de Santos no fue partidario, fue mucho más profundo. Insistir en convocar a personas todos los días a pasarla bien, promover que se usen los espacios independientemente de la filiación partidaria y tomarse en serio la fiesta es una de las cosas más políticas y necesarias en todos los tiempos.