“Llamo a la desobediencia lingüística, a la insumisión poética y a la creación colectiva de códigos de ruptura que hagan estallar el sentido común, las normas lingüísticas y el discurso institucional patriarcal”, invita, Cecilia Palmeiro, desde Otra Parte.
Hace veinte años la traviarca Lohana Berkins decía: “Yo no soy ni un sujeto ni una sujeta, soy un sujete”. Lohana adelantaba y daba otra vuelta de tuerca, porque en ese momento nuestra lucha queer se decía en femenino, el femenino travesti que era un derecho a ganar, igual que el derecho al uso del espacio público reservado para identidades y prácticas hegemónicas, que imponen su moral por sobre las vidas de lxs demás. Se trataba de ocupar un espacio, de hacer lugar en la lengua, pero en una lengua intensificada, expandida, porque el género gramatical femenino ya no albergaría sólo a mujeres biológicas sino que se volvía territorio común. Decirse en femenino, forzar el “error” gramatical, la atribución del femenino a cuerpos y sujetxs feminizadxs, fue durante muchos años (¿siglos quizás?) una contraseña entre locas: mujeres, lesbianas, travestis, trans y maricas (que renunciaban así al privilegio masculino).
El femenino irreverente, medio en serio, medio en joda, establecía un código que en 2015, en una conversación con Mariano López Seoane, Fernanda Laguna, Marta Dillon, María Moreno, Fernando Noy, Ich D’Amore y Javier Arroyuelo llamamos las lenguas de las locas: una lengua vuelta loca, una lengua política de resistencia, aunque sin intención de volverse normativa; para las locas, la RAE resultaba irrelevante. Desde entonces se suceden varias experimentaciones con el género gramatical que expresan y dan forma a nuestras experimentaciones subjetivas, vitales y poéticas, como el uso de @, *, x y e.
Veinte años después, la masificación y radicalización de las luchas feministas ponen a la lengua en una máxima tensión, esta vez en un nivel masivo en todo el mapa de los castellanos latinoamericanos e ibéricos e incluso de los portugueses —resulta erróneo hablar de un castellano, casi tanto como hablar de nuestras lenguas como el español (sabemos que las lenguas europeas se expandieron por conquista y colonización, dentro y fuera de Europa)—.
Yendo más lejos, hasta podríamos afirmar que no hay dialectos sino lenguas regionales (y no “americanismos” como quiere la RAE). Esa mutación de la lengua que viene desde abajo y desde el sur, al igual que la revolución feminista que desde 2015 hace temblar la Tierra, se impone sobre la norma batiendo los récords de velocidad del cambio lingüístico. Y es que las transformaciones de la lengua tienen una temporalidad propia y lenta: la que les lleva a las academias aceptar, a fuerza de uso, lo que antes consideraban error.
En este estado de efervescencia, la opinión pública toma el lugar de la autoridad. En lenguaje inclusivo se dan clases, se escriben tesis, e incluso resulta casi inaceptable para las generaciones más jóvenes el uso del masculino plural para referirse a sujetos no exclusivamente masculinos (podemos llamar a este género gramatical “masculino excluyente”, ya que lo que se universaliza es, para variar, la perspectiva y la subjetividad masculina). Pero también hay varios usos posibles que incluyen la eliminación del femenino y el masculino y su reemplazo total por la e, con formas plurales variables, e o i. Tal vez lo más interesante del lenguaje inclusivo es su fluidez y mutabilidad.
Si lo específico de la revolución que comienza con Ni Una Menos tiene que ver con la articulación del plano de los cuerpos con el del lenguaje y con la búsqueda poética de una lengua política, de trinchera, el uso cotidiano e institucional de un lenguaje inclusivo se muestra como un paso fundamental para la deconstrucción del binarismo jerárquico de género que se moldea en la lengua. La e, así como la x, puede ser pensada como la forma neutra (que sospechosamente se decía con o: lo neutro) y también como la mezcla de todos los colores del arcoíris: no refiere a una realidad social en la que el binarismo de género haya sido completamente abolido, sino a una revolución micropolítica que tiene como utopía no sólo una sociedad sin clases, sino también sin géneros binarios, obligatorios y opresivos.
No es casualidad que la RAE haya organizado el Congreso de la Lengua Española en la Argentina, epicentro del maremoto feminista, y en la provincia de Córdoba, uno de los bastiones de la reacción conservadora. Imposible no advertir el disciplinamiento colonialista: la RAE viene a “limpiar” nuestro uso minoritario y periférico de la lengua, a “pulir” nuestros errores y a “dar esplendor” a (o a saquear para mercantilizar) nuestra lengua y nuestra literatura como recursos naturales explotables (¡cuán abominable resulta que tengamos que pagar libros escritos en la Argentina o América Latina a precio euro!).
Sería cómico si no fuera trágico: hemos asistido, estupefactes, a la mención de “José” Luis Borges por parte del celebrado monarca, junto con otros furcios balbuceantes del iletrado MM, reciente opinólogo cipayo en asuntos de glotopolítica y teoría de la traducción (antes de quedarse dormido). Sí hay que reconocerle el haber señalado, involuntariamente, la relación entre colonización, imposición de la lengua castellana y establecimiento de los Estados-nación. Pero nuestra lengua se rebela ante el real negocio cervantino y paralelamente se organizó el contracongreso: Los Derechos Lingüísticos como Derechos Humanos. ¡Ni nuestras lenguas ni nuestros cuerpos-territorios son objetos de conquista!
La marea feminista transformó la lengua y el inclusivo pasó al dominio público: esa lengua de lucha pasó a ser habla cotidiana de muches, poniendo en escena la lógica de la relación entre lenguaje y sociedad, así como la dimensión histórico-política de la lengua. Intentar fijarla e impedir el cambio es en última instancia lo que se llama fascismo lingüístico. Cabe advertir sin embargo que la devoción por la norma puede emerger de cualquier lado. El uso del inclusivo, entiendo, es para liberar y no para normativizar.
¿No sería esta una perfecta oportunidad para cuestionar la noción misma de norma lingüística antes que para fijar una nueva? Tal vez lo más poético y emancipatorio hoy sea el uso de varias formas de género gramatical: el femenino de las locas, el inclusivo e, la x, la oa que usan loas zapatistas, la x (se dice ex) del spanglish (“Latinex” es ahora el modo en que se autodenominan en Estados Unidos jóvenes de origen hispano), la u en italiano, el plural i, la @ y el *, ya un poco demodée pero con mucho potencial expresivo al agregar nuevos signos al alfabeto. Si se trata de expandir la lengua, hacerla decir lo nuevo, lo por venir, la vida que queremos vivir, ¿para qué deseamos el reconocimiento de la RAE, o para el caso de cualquier academia nacional, que niega el carácter plurinacional y multilingüístico en nuestras patrias nacidas del genocidio?
Siguiendo (y deformando) a Deleuze, Guattari y Perlongher: de los dos géneros-bloques molares-binarios, vayamos hacia los mil géneros. Cada registro, cada uso puede tener los suyos como lo hará la literatura, y mientras menor el uso, más loca debería ser la lengua. El chusmerío, el conventilleo, el cotorreo, la maledicencia, la injuria, el grito, el reclamo, la lengua filosa y fronteriza de las locas, en mi humilde opinión, no debería renunciar al femenino minoritario y sexuado, de cuchillo en la liga. La lengua del feminismo, aunque le sujete del feminismo no sea exclusivamente femeninx, debe ser una lengua de guerra y no de conciliación (sobre todo, porque esa conciliación no existe en la realidad de la violencia machista que sufrimos y denunciamos).
La potencia del grito colectivo Ni Una Menos radica en la insistencia en la a; recordemos que la reacción conservadora ideó el lema Ni Uno Menos o Nadie Menos, desdibujando el horror de los femicidios, lesbicidios, travesticidios y transfemicidios (con fórmulas aberrantes como: “la violencia doméstica viene de los dos lados”, frase que perforó mis oídos en una entrevista radial con un reconocido periodista). No renunciemos a una a que, como nos enseñaron lxs compañerxs travestis y trans ya desde los años noventa, nos puede dar cobijo a todes quienes estemos en alianza con los cuerpos feminizados.
De ahí la fuerza convocante de las consignas-hashtags #NosotrasParamos #NosotrasNosOrganizamos #VivasLibresYDesendeudadasNosQueremos o #EstamosParaNosotras.
Me tomo el atrevimiento entonces de llamar a la desobediencia lingüística, a la insumisión poética y a la creación colectiva de códigos de ruptura que hagan estallar el sentido común, las normas lingüísticas y el discurso institucional patriarcal. Nuestras lenguas son nuestras armas (y no es hora de bajar la guardia).
Imagen: detalle de “La diosa Nut II”, de Nancy Spero, impresión manual y collage impreso sobre papel (1977). © 2019 The Nancy Spero and Leon Golub Foundation for the Arts/Lic. por VAGA at ARS, NY, cortesía Galerie Lelong & Co, foto: Michael Bodycomb.
Por Cecilia Palmeiro para Otra Parte