“El preludio de una dictadura es aún más terrorífico”, plantea el crítico del portal Fotogramas, Carlos Loureda, como reflexión disparadora sobre la película argentina que se estrena esta semana en el Espacio INCAA Tucumán. Sala Hynes.
Por Carlos Loureda
El director y guionista Benjamín Naishtat abre su tercera película, Rojo, situando con exactitud el lugar y el tiempo de su acción, una provincia argentina en 1975. Año clave en la historia del país. Durante esos meses que precedieron el golpe de estado, se promulgaron los llamados Decretos de aniquilamiento, con el fin de que el ejercito aniquilase (palabra escogida con total intención para demostrar la firmeza del gobierno) toda acción subversiva. Según los datos ese mismo año desaparecieron unas 350 personas en el país, frente a menos de 50 de 1974.
Rojo comienza con la fachada de una casa. Sus habitantes van saliendo poco a poco, con maletas, algunos con las manos vacías, en una especie de desfile triste y macabro, como siempre resulta abandonar un hogar. Salidas y entradas curiosas que despiertan el interés del público y le ponen en alerta. Lo siguiente es aún más inquietante, la discusión de dos individuos en un restaurante.
El protagonista de la historia, el abogado del pueblo, Claudio (perfecto Darío Grandinetti), espera a su mujer sentado en una mesa sin tomar nada. El desconocido, de manera agresiva, le pide que le deje su espacio porque él va a cenar en ese momento, sin más espera. Claudio le cede la mesa pero no puede evitar lanzarle un discurso humillante, delante de todos los clientes.
El desconocido le espera a la salida y la confrontación no tarda en llegar. La aparente tranquilidad del pueblo no es tal y la violencia soterrada, contenida está ahí, presente, debajo de la mesa, y puede saltar en cualquier momento.
El brillante director retoma las obsesiones que habitaban su primer y potente largometraje, Historiadel miedo (2014). Un clima concreto se instala en un sociedad y sus integrantes se comportan en consonancia bajo su poderosa influencia. Si el cine argentino ha abordado su dictadura en múltiples ocasiones, en pocas lo ha hecho justo años antes de su instauración.
Con la pluma brillante y acerada a la que nos tiene acostumbrados Benjamín Naishtat, en la película hay una pequeña escena insignificante, en apariencia, que puede explicar todo el film. La familia de Claudio recibe a unos amigos y, como siempre, su mujer está con su taza de café. Sin embargo, la taza sólo contiene agua. Ella lo justifica alegando que como es socialmente obligatorio tomar algo con los amigos, en lugar de reconocer la verdad y confesar que no le apetece nada, acaba poniendo agua en su taza, para hacer como todos los demás.
Y justo eso es lo que Claudio y su familia van a establecer como forma de comportamiento. Y como por todo el país, las personas comienzan a desaparecer también de este pequeño pueblo, el desconocido del escándalo del restaurante, el compañero del grupo de teatro de la hija del abogado. O aún más alla, ¿por qué no ayudar a un amigo a apropiarse de la casa abandonada que abre la primera escena de la película? Al fin y al cabo, como le comenta su amigo, si no lo hacemos nosotros, lo harán otros.
Menos mal que aparece un infalible detective, Alfredo Castro (inquietante, trágico y siniestro como en sus mejores interpretaciones) para resolver esta enigmática desaparición. Para el antiguo policía y actual estrella televisiva, ésta será su primera investigación resuelta pero sin responsable. A partir de 1975 en Argentina casi ningún caso se resolverá y en muchos nunca se encontrarán responsables. Ya no se dará en el blanco, desde ese año todo será Rojo.
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