Brad Pitt o la amargura de encarnar el canon masculino de los noventa

El actor estaunidense vuelve este invierno a las carteleras cinematográficas con la nueva película de Quentin Tarantino, sin embargo, se confiesa con duras declaraciones como “estoy deprimido”.

En una entrevista para Rolling Stone de 1994 Brad Pitt aseguraba, mientras vaciaba jarras de cerveza sin parar, que no quería que la gente supiera nada de él: “No quiero que me conozcan”. Sin embargo, su plan salió regular.

En estos últimos 25 años, Shania Twain se rió del tamaño de su pene en una canción (That don’t impress me much) tras publicarse unas fotos de Pitt desnudo con su entonces prometida Gwyneth Paltrow; su primer hijo con Angelina Jolie fue apodado “el bebé más esperado desde Jesucristo”, y durante el parto de sus gemelos la prensa amarillista alquiló la planta superior del hospital para deslizarse por la fachada.

Extrañamente, el propio Pitt bromeó alguna vez diciendo “me gustaría golpear a Brad Pitt. Estoy cansado de mí mismo”, pero, para su desgracia, el mundo nunca parece tener suficiente de él, porque tanto sus escaramuzas sentimentales como profesionales (su última película llega el 15 de agosto, Érase una vez… en Hollywood, dirigida por Quentin Tarantino) son seguidas con pasión por ciento de miles de personas alrededor del mundo.

Chris Schudy era el mejor amigo de Brad Pitt (Oklahoma, Estados Unidos, 1963) en el instituto. Cuando lo llevó a casa para cenar, su madre le preguntó: “¿De dónde sacaste a este dios romano?”. Pitt ya era una estrella en Springfield (Missouri) antes de montarse en su Datsun con 325 dólares en el bolsillo, a solo un trabajo de redacción para licenciarse en periodismo, y conducir durante 23 horas hasta Hollywood. Los Simpson viven en Springfield porque es el pueblo más común en Estados Unidos (existen 69 localidades con ese nombre) y, por tanto, describe un lugar genérico donde nunca ocurre nada.

Sin embargo, en Springfield, Missouri, ocurrió Brad Pitt: el canon de la belleza masculina de los noventa. Le bastaron 10 minutos en Thelma y Louise (1991) para decretar que el varón perfecto ahora debía tener cara de adolescente, cuerpo de deportista de élite y ser objeto de fetiche sexual. Por la calle, las mujeres le paraban no para pedirle un autógrafo sino un beso. El sistema patriarcal nos mantiene acostumbradas y acostumbrados a que el acoso sea exclusivamente padecido por las mujeres y disidencias binarias, que es completamente cierto, sin embargo, y a pesar de sus privilegios masculinos, de clase, nacionalidad y raza -u origen étnico-, Brad Pitt se siente acorralado y dice no ser feliz.

Hollywood puso la maquinaria en marcha (y él obedeció explotando el tic de humedecerse los labios en cada contraplano): si la belleza de Helena de Troya hundió mil barcos, la de Pitt llevaría a perder la cabeza a toda la que se enamorase de él. En el caso de Seven, literalmente. Juliette Lewis en Kalifornia; Julia Ormond en Leyendas de pasión (donde Pitt se iba de la película tres veces solo para volver a caballo y con el pelo al viento cada vez más lustroso que la anterior); Antonio Banderas en Entrevista con el vampiro; Claire Forlani en ¿Conoces a Joe Black?; Helena Bonham-Carter en El club de la pelea. Y cómo le ocurría a Geena Davis en Thelma y Louise cuando Pitt le robaba todo el dinero que tenía, el público se quedaba con la sensación de que había merecido completamente la pena; así es Hollywood, machirulo.

“No puedo esperar a caminar hacia el altar, ponerme el anillo y besar a la novia”, aseguraba el actor en 1997 ante su compromiso con Gwyneth Paltrow, quien en los rodajes bebía de una taza con la cara de su novio, “porque solo voy a hacerlo una vez en la vida”. El romanticismo tradicional de Pitt chocaba con la imagen que el público se había formado de él, pero su existencia está plagada de contradicciones: un galán que solo es feliz tirado en el sofá en pijama (Paltrow tenía que arrastrarle a un restaurante una vez a la semana).

Durante uno de sus rodajes en los noventa, Pitt tuvo un ataque de pánico. Uno de los operarios se le acercó y le dijo: “Levanta la cabeza, deja de quejarte, eres el puto Brad Pitt; ya me gustaría a mí ser el puto Brad Pitt”. “Necesitaba escuchar eso”, recuerda hoy el actor en una entrevista para Esquire.

Para preparar Doce monos (1996) se encerró en una habitación a chocarse contra las paredes; en Seven (1995) exigió por contrato que la cabeza se quedara “en la caja” ante la insistencia del estudio de cambiar el final a uno más heroico; en El club de la pelea se quitó los empastes de sus dientes delanteros, y en Snatch. Cerdos y diamantes se inventó un acento ininteligible de gitano irlandés que hubo que subtitular. No es casualidad que en todas esas películas le destrozasen la cara a puñetazos.

“Me pasé los noventa tratando de esconderme y me volví loco huyendo de la discordancia de la fama”, admitió. “Intentaba encontrar personajes con vidas interesantes, pero yo no era capaz de vivir una vida interesante. Siempre he estado en guerra conmigo mismo, para bien o para mal, hay una discusión constante ocurriendo en mi cabeza”, reconoce, añadiendo que en varios periodos se ha sentido “absolutamente cansado” de sí mismo. Y entonces la película más intrascendente de su carrera, Sr. y Sra. Smith (2005), le cambió la vida: aquí la chica no perdía la cabeza por Brad Pitt, sino que quería poner la de él en una bandeja de plata.

El triángulo Aniston-Pitt-Jolie generó una nueva dimensión de fama: Brangelina, la unión de dos estrellas en condiciones escandalosas, colisionó en una supernova mediática. Brad Pitt no tenía dónde esconderse y, un mes después de su divorcio de Jenifer Aniston, lo descubrieron de vacaciones con Angelina Jolie en una playa de Kenia. A los cuatro meses Jolie estaba embarazada del hijo de ambos, Shiloh. Tres años después de conocerse Pitt era el patriarca de una prole de seis hijos, tres biológicos y tres adoptados por Jolie y posteriormente por él.

“En nuestra casa hay un barullo constante, ya sean risas, gritos, llantos o golpes. Me encanta. Me encanta. Me encanta. Odio cuando no están. Es agradable pasar un día en un hotel y leer el periódico, pero enseguida echo de menos esa cacofonía de la vida”, explicaba el actor. Sin embargo, uno de sus directores, Andrew Dominick, describió la mansión del matrimonio como “un lugar donde te propones nada más que entrar por la puerta”.

La involucración emocional del público en este romance, dividida en los bandos “equipo Aniston” y “equipo Jolie”, dejó a Pitt como un pelele que se dejaba llevar pero que, al menos, gracias a su nueva esposa había encontrado por fin un sentido para su vida mediante su colaboración con causas benéficas. Entonces su carrera voló a unas alturas inéditas en Hollywood al protagonizar siete películas nominadas al Oscar en ocho años y producir tres que lo ganaron: Infiltrados (2006), 12 años de esclavitud (2013) y Moonlight (2016). Pero Pitt vio la victoria de esta última en casa de un amigo porque no quería que su reciente divorcio acaparase la atención.

La separación de Pitt y Jolie pareció sacada, al igual que su unión, de un culebrón. Un jet privado. Un altercado entre un padre y su hijo (Maddox, que entonces tenía 15 años). Una mujer que se lleva a toda su prole e interpone la demanda de divorcio nada más aterrizar. Adele les dedicó un concierto, Internet se llenó de gifs de Jennifer Aniston sonriendo, y la aerolínea Norwegian Airlines lanzó la campaña “¡Brad está soltero!” para promocionar vuelos a Los Ángeles. Pero lo que para el mundo parecía una atracción de feria, para Pitt era un reencuentro con sus demonios y, una vez más, así quiso compartirlo con un periodista.

Seis meses después de la separación, aún luchando con Jolie por la custodia compartida que le negaba, Brad Pitt concedió una entrevista sobre su propia depresión. De entre todas las casas que ha comprado en su vida (un rancho en Missouri de 242 hectáreas, una mansión en Nueva Orleans, un castillo en el sur de Francia, un apartamento en Nueva York, un piso de 600 metros cuadrados en Berlín), Pitt se refugió en su residencia de Hollywood Hills. En el sótano, donde Jimi Hendrix compuso May this be love, Pitt había pasado su matrimonio con Jolie. Ahora el actor explicaba que cada mañana hacía un fuego mientras disfrutaba del proceso de preparar té matcha y cada noche hacía otro fuego porque era lo único que le hacía “sentir que había vida” en esa casa. Entremedias, pasaba las horas moldeando arcilla y escuchando a Frank Ocean, que es la música que ha acompañado a todos los divorciados del planeta en la última década.

“No recuerdo un día desde que salí de la universidad en el que no haya bebido o me haya fumado un porro o algo. Algo. Y me doy cuenta de que son pacificadores, que estoy huyendo de mis sentimientos. Lo dejé todo excepto la bebida cuando comencé mi familia, pero en el último año estaba bebiendo demasiado” confesaba. “Hace unos meses tenía pesadillas y cuando despertaba de ellas me preguntaba: ‘¿Qué puedo aprender de esto?’. Y pararon. Ahora tengo momentos de alegría, pero me despierto y solo han sido un sueño. Entonces me deprimo”. Los retratos que acompañaban la entrevista mostraban a Pitt en tres parques nacionales de Estados Unidos, situándole en una metáfora de su propia existencia: un símbolo estadounidense y expuesto durante décadas para que el público lo observe.

Fuente: El País

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