El sociólogo Sebastián Carassai autor de Lo que no sabemos de Malvinas. Las islas, su gente y nosotros antes de la guerra nos brinda un fragmento exclusivo de su obra recientemente publicada por Siglo XXI Editores. En el libro, el sociólogo se pregunta cómo era el vínculo entre isleños y continentales antes de la guerra, y cómo cambió a partir de 1983.
“Sólo el viento es el mismo”: las Malvinas hoy por Sebastián Carassai
El sábado 2 de diciembre de 2017, junto a mis colegas estadounidenses Deborah Jakubs y Lynn Di Pietro, viajé a las islas Malvinas en un vuelo de Latam que partió de Santiago de Chile e hizo conexión en Punta Arenas. Ellas se quedaron una semana, yo dos. El aeropuerto principal de las islas está ahora emplazado a unos 50 kilómetros al suroeste de Puerto Stanley, en Mount Pleasant, una base de la Fuerza Aérea Real que alberga un número de militares variable en el tiempo, que ese año se estimaba entre 1500 y 1700. Nuestro principal objetivo era indagar acerca de los cambios ocurridos desde el conflicto bélico, para lo cual recabamos información producida por el gobierno isleño, visitamos el archivo Jane Cameron y el Museo Histórico Dockyard, y realizamos una serie de entrevistas a distintos actores de las islas […]
Una fracción de los isleños integra hoy la elite política y económica de las islas. […] La sociedad de castas de la era colonial ha sido reemplazada por una sociedad de clases, a la vez dinámica y estratificada. “Antes casi no había diferencias sociales entre los nativos”, me dijo un isleño que prefirió no ser mencionado, “hoy sí, hoy hay ricos”. Lo que podría alterar el statu quo está regulado por el gobierno, desde el otorgamiento del estatus de Falkland Islander hasta el régimen para adquirir una propiedad. Todos los habitantes, es cierto, tienen un buen pasar (el ingreso medio anual, en 2016, fue de £26,400). Pero algunos, sobre todo los que se involucraron como capitalistas en el negocio de la pesca o en el de la exploración de hidrocarburos, son millonarios. También obtienen ingresos muy altos los que, sin estatus de isleños, permanecen en las islas con un permiso temporario de trabajo relacionado a esos negocios. Una mayoría de los isleños de hoy no hacen el trabajo duro que hacían sus ancestros, como extraer turba o carnear ovejas. Trabajadores de varias partes del mundo, muchos del continente latinoamericano, asumen las tareas más fatigosas y peor pagas y aun así lo hacen porque, como me dijo un obrero peruano, en las islas puede ahorrar £600 por mes, un ahorro que, en Lima, recién habría alcanzado al cabo de varios años. Si esos trabajadores llegan a los siete años de residencia sin complicaciones, además, pueden solicitar el estatus de isleño y, si tienen éxito, devenir Falkland Islanders y ciudadanos británicos, lo que, especialmente para quienes tienen hijos, es un incentivo no poco atractivo.
Leyendo la prensa isleña anterior al Acuerdo de Comunicaciones tuve la sensación de que en aquella sociedad colonial los nativos eran un pequeño pueblo al que le gustaba pensar que formaba parte de uno mucho más vasto, esparcido por el mundo, al que casi ninguno tendría oportunidad de conocer por las limitaciones económicas y la escasa comunicación. Recordé a Borges, que una vez, en una vieja edición, luego modificada, de la Enciclopedia Británica, leyó sobre los drusos del Líbano, un pueblo musulmán relativamente pequeño que, como tenía alguna noticia de que había drusos en la China, sentía que contaba con infinitos hermanos en un país remoto, a los que nunca conocería. Si válida para la sociedad nativa de los sesenta, aquella del Darwin mensual a Montevideo y la exportación monopolizada por la FIC, esa analogía nada dice sobre la sociedad contemporánea. Hoy muchos isleños viajan por el mundo, educan a sus hijos en buenas instituciones, gozan de un alto estándar de vida, tienen más poder de decisión en el gobierno y una economía autosuficiente (excepto en defensa), han conquistado un respeto por sí mismos que desconcertaría a los críticos que décadas atrás los cuestionaban en The Falkland Island Times, e integran la Asociación de Territorios Británicos del Reino Unido (UKOTA), que promueve los intereses de y la cooperación entre los territorios británicos de ultramar. Es decir: están comunicados con el resto de los drusos, además de, más importante, con sus clientes europeos y de otras partes del mundo.
Aunque es probable que ni los isleños más optimistas de los años previos a la guerra hubieran imaginado un futuro tan próspero como el presente, ello no significa que no haya peligros ni desafíos, o que no haya habido años difíciles, como cuando la pesca de Illex se redujo significativamente (en los 2000 hubo varios años de pobres capturas) y obligó a la austeridad fiscal. Por otra parte, si se aleja la lupa del presente y se observa la economía del archipiélago desde el siglo XIX, la historia enciende alarmas. Esta no es la primera vez que esas aguas proveen un recurso muy redituable. Durante varias décadas, entre finales del siglo XIX y la mitad del XX, la caza de ballenas, cachalotes, lobos marinos y otros cetáceos dejó buenos dividendos, si no siempre a las islas, a los cientos de buques que la llevaban a cabo y comercializaban desde el aceite hasta la piel. La última estación ballenera en Grytviken, en la isla Georgia del Sur, cerró en 1966 debido a que los stocks habían disminuido tanto que la industria dejó de justificarse económicamente. Los isleños de varias generaciones en el archipiélago conocen bien ese pasado y no están orgullosos de él. Aunque el mundo contemporáneo parecería más consciente que el de cien años atrás respecto de los peligros que entraña para el ecosistema la explotación incontrolada de recursos naturales, el riesgo sigue estando allí. Mucho dinero está en juego y la administración del negocio pesquero por parte de las autoridades isleñas ha sido objeto de denuncias de corrupción y desmanejo, algunas con ribetes escandalosos que llegaron a las páginas de periódicos en el Reino Unido, Argentina, Chile y Uruguay, además de al Penguin News. También la exploración de hidrocarburos entraña su riesgo. […]
Como en el pasado, casi todo lo que se consume en las islas se importa del Reino Unido. Pero el mayor acceso a bienes y la abundancia de dinero incentivan hoy un estilo de vida más confortable y a la vez más sedentario que el de hace treinta o cuarenta años. Aunque el complejo deportivo haya multiplicado las opciones de recreación y en el verano se puedan practicar varios deportes en la bahía, la tendencia a la obesidad de la población joven –atribuible también a la alta proporción de alimentos procesados y la escasez de frutas y verduras frescas en la dieta promedio del habitante de Stanley– genera preocupación. El exisleño Graham Bound, en su libro Fortress Falklands (2012), compara las sociedades del Reino Unido y de las islas y observa que, mientras el índice de alcoholismo es levemente más alto en las segundas que en el primero, el de obesidad es el doble. Ello trae aparejados problemas de salud, desde diabetes hasta enfermedades cardíacas. Los problemas sociales, sin embargo, no son los que más inquietan a los consejeros. A una pregunta sobre cuáles eran los desafíos que afrontaba el gobierno, un exconsejero nos respondió: “el único problema, el único tema, ha sido y sigue siendo la política exterior”. Traducido: las limitaciones o sanciones que la Argentina impone al desarrollo de la comunidad y la economía de las islas, a las que algunos sintetizan en la idea de “bloqueo”, y las estrategias para superar las primeras y burlar las segundas.
[…] La guerra ocupa un lugar en extremo paradójico en la historia isleña. En cierto sentido, fue al mismo tiempo lo peor y lo mejor que les pasó a los kelpers desde el siglo XIX. Ninguno deseaba una guerra y quienes permanecieron en las islas tienen dolorosos recuerdos de esos días. En el Museo Histórico Dockyard se le dedica toda una sección al conflicto. Además de una línea de tiempo con los acontecimientos que desembocaron en él y con su desarrollo, un video superpone fotografías de niños que observan a las tropas argentinas en Stanley y sus relatos, ya como adultos treinta años después, sobre cómo recuerdan haberse sentido. Algunos de aquellos niños, además, terminada la guerra escribieron ensayos en la escuela sobre los setenta y cuatro días que duró la ocupación argentina. Esos textos completan la narración para los turistas que visitan el museo. En la escuela secundaria, las paredes de un hall por el que transitan diariamente los estudiantes exhiben cuadros del ya fallecido historiador y pintor británico John Hamilton sobre la campaña de los helicópteros durante el conflicto. La iglesia Saint Mary ofrece a los visitantes postales con motivos de las islas; cuando la visitamos nosotros, dos de esas postales referían a la ocupación argentina. El 14 de junio, “Día de la Liberación”, es uno de los pocos feriados del calendario isleño y el monumento que honra a los británicos caídos está emplazado de cara a la bahía, en el corazón de Stanley. No hace falta visitar los 28 memoriales que la evocan en el camp para recordar que allí hubo una guerra.Sin embargo, la guerra fue el año cero de las nuevas Falklands. Ese acontecimiento, junto a la impugnación internacional que cayó sobre la Argentina por la ocupación, destrabó las iniciativas que por lo menos desde el Informe Shackleton de 1976 se mentaban para encontrar un sendero sustentable a la economía isleña. El estímulo a la inmigración, comenzando por la de santaelenos, la sanción unilateral de una zona de pesca, el otorgamiento de licencias para la exploración de hidrocarburos, incluso la llamada “fortaleza Falklands” (el emplazamiento de una robusta base militar), según reveló el Informe Franks, todo había sido estudiado y descartado por el gobierno británico. Tomar esas medidas, pensaban los funcionarios del Foreign Office, desacreditaría insanablemente al Reino Unido en el concierto de naciones. La guerra desató las manos al gobierno británico y todo lo que descartó en el pasado fue paulatinamente implementándolo en la posguerra. La actitud del Reino Unido cambió en dos planos. En el terreno material, ningún gobierno volvió a aceptar negociaciones sobre soberanía. En el terreno simbólico, la realeza británica visitó las islas más veces que en toda su historia: la princesa real Anne realizó su cuarta visita en 2016, y antes de esa fecha lo hicieron la princesa Alexandra (prima de la reina) y los príncipes Edward (duque de Kent), Charles (príncipe de Gales), Andrew (duque de York), Philip (duque de Edimburgo), William (duque de Cambridge) y Edward (conde de Wessex).
Con todo, los isleños no ponen las manos en el fuego por Londres. La larga historia de idas y vueltas en torno a la discusión sobre la soberanía, analizada en este libro, sembró una desconfianza que tardará en ser desterrada. No dudan, como lo probó el referéndum realizado en 2013, de que quieren permanecer británicos. Si lo querían antes, cuando poco tenían que perder y el statu quo los postergaba, tanto más lo quieren ahora, que tienen mucho que perder y cogobiernan la economía con el producto per cápita más alto de Sudamérica. Dudan de Londres, que aunque desde 1982 hasta hoy ha observado un compromiso explícito con la causa isleña, decide su política en un tablero más amplio y no necesariamente estable ni determinado únicamente por el deseo de los isleños. Quizás ello explique que, en un documento de 1995, cuando el “paraguas de soberanía” había vuelto a hacer factible el diálogo entre la Argentina y el Reino Unido, los consejeros electos incluyeran, en un extenso documento dirigido a “todo gobierno británico presente o futuro”, una mención a la importancia estratégica que conserva la posesión de ese territorio. “Las islas Falklands”, decían, “son la base natural para la Antártida”. En el museo de Stanley, la sala sobre la presencia y proyección británica en ese continente indica la importancia que los isleños atribuyen a esa condición.
¿Quiénes son los isleños? ¿Cómo se ven a sí mismos? Creo que estas preguntas tienen diferentes respuestas según el momento histórico al que se las refiera. Antes de 1964, es probable que se vieran a sí mismos como Falkland Islanders de ascendencia británica que habitaban y trabajaban una colonia administrada por el Reino Unido. A partir de que la Argentina llevó su reclamo a las Naciones Unidas y esta invitó a Londres y Buenos Aires a negociar, la identificación con Gran Bretaña comenzó gradualmente a eclipsar la identidad singular, específica, de ser isleños de las Falklands. Esa identificación tuvo en el eslogan “We Are British. Keep the Falklands British” su expresión más emblemática. Paradójicamente, coincidió con los años en que Londres se mostró más dispuesto a una conversación con la Argentina, que en ocasiones incluyó la soberanía. Londres nunca estuvo, como algunos se entusiasmaban en la Argentina, dispuesto a “devolver las Malvinas”, si por ello se entiende una cesión total de la soberanía y la renuncia a todo derecho. Más bien exploró fórmulas mixtas (el condominio, el retroarriendo, y en cierto sentido, el Acuerdo de Comunicaciones) que cedían terreno a cambio de preservar atribuciones. Fue entonces cuando en las islas comenzó a demandarse al Reino Unido que no abandonara a los suyos, tan británicos como los británicos. En 1971, con el Acuerdo de Comunicaciones ya en funcionamiento, aparecieron por primera vez en The Falkland Islands Monthly Review, periódico que entonces tenía trece años, los nombres de los veinte británicos muertos en las aguas de las islas en la Primera Guerra Mundial y de los veintitrés voluntarios isleños que murieron luchando del lado británico en la segunda. El énfasis en que a isleños y británicos los unía no solamente un lazo colonia-metrópoli sino también uno de sangre que debía ser honrado puede encontrarse a lo largo de la década del setenta en artículos y poemas publicados en ese periódico. La posguerra y la próspera economía que comenzó a despegar a fines de los ochenta inyectaron en la comunidad isleña una renovada confianza en sí misma y una revalorización de sus ancestros y de ellos mismos como Falkland Islanders. El 70% de los actuales habitantes son isleños nativos (43%) o nacidos en Gran Bretaña (27%). Unos y otros son británicos, pero cada uno siente que lo es a su modo. “Los británicos (nacidos en Gran Bretaña) sienten que ellos son británicos, que las Falkland Islands son británicas y que los isleños son británicos”, me dijo una isleña, “pero muchos isleños sentimos que somos, antes que otra cosa, isleños. Somos británicos pero también somos Falkland Islanders y estas islas son británicas, pero esto no es Britain, no es England, es otra cosa”. En su campaña para las elecciones de 1997, el manifiesto de Lewis Clifton, candidato a consejero, aludió a la emergencia todavía desarticulada de una “falklandización”, de un nacionalismo isleño. Creo que ese nacionalismo ha madurado desde entonces hasta hoy y que la tensión con la Argentina ha contribuido y probablemente continúe contribuyendo a consolidarlo