Violencia de género en el laberinto estatal

Relato sobre el calvario que transitó una mujer que denunció a su pareja por violencia de género. Revictimización, demoras y malos tratos por funcionarios del Estado en la provincia que no adhirió a la Ley Micaela.

No era la primera vez que le pegaba, ni que buscaba intimidarla revoleando cualquier objeto que tuviera a mano. Ya la había golpeado hasta lastimarla e incluso una vez le provocó una fractura en una mano. Ella le tenía miedo: no sólo por los años de violencias física, psicológica y económica, sino porque todo ello se agravaba porque él es policía y tiene un arma en la casa. Pero el pasado viernes a la mañana Ana se cansó: salió del departamento con lo que tenía puesto, sin siquiera desayunar, y se dirigió a la Comisaría 1ª (la que le quedaba más cerca) decidida a denunciarlo. Decidida a que esta vez no se iba a ir de la seccional sin que le tomaran la denuncia, como ya había ocurrido en otras ocasiones.

Lo que le esperaba, sin embargo, distaba del trato humanizado y de la respuesta rápida y efectiva que exige la ley. Fueron días de ser ignorada, maltratada y revictimizada por policías y empleados del Poder Judicial. En ese lapso, su ex pareja le sacó sus pertenencias al pasillo del edificio, le escondió el documento y finalmente cambió la cerradura del departamento en el que convivían. En el medio, ella y su abogada tuvieron que discutir durante horas porque la querían obligar a dejar en la comisaría las llaves de su casa. En la Fiscalía de Instrucción Penal de turno, en tanto, primero se negaron a tomarle una ampliación a su exposición en la sede policial y después no quisieron mostrarle el expediente en el que ella misma era la denunciante. Pasó el fin de semana, y recién el martes consiguió que le dieran una copia de la medida de protección dictada a su favor.

El caso de Ana (no se publica su nombre real para preservar su integridad física y su identidad), más que la excepción, es la regla: a las mujeres que sufren violencias y quieren denunciarlo las recibe un sistema patriarcal que les inflige más violencia, en este caso ejercida por los agentes y funcionarios estatales encargados -al menos, en los papeles- de velar por su seguridad. Ni hablar si, como en este caso, el agresor es policía y además tiene familiares en la Fuerza, y el hecho ocurre durante la feria judicial y un día en el que no había ómnibus por el paro de los choferes.

No es nada fácil para una víctima de violencia de género enfrentarse al proceso penal, porque primero tiene que enfrentarse a su victimario, a su entorno y reconocerse ella misma como tal. Como asegura la psicóloga Florencia Villano, especializada en violencia de género: “En muchas ocasiones escuchamos relatos de violencia institucional, donde la mujer, además de la vulnerabilidad que presenta como secuelas de la violencia en la pareja, tiene que atravesar cuestionamientos, minimizaciones o maltrato en las instituciones que recorren para pedir alguna medida de protección. Esto genera frustración, sensación de desamparo, y muchas veces arrepentimiento. Algunas mujeres se niegan a hacer la denuncia porque suponen que no les van a creer porque no tienen más pruebas que su relato (algo que suelen decirles los agresores), ya que la mayoría de los hechos ocurren en la intimidad de la pareja” . Todo esto parte de un sistema patriarcal, que se reproduce constantemente.

Revictimizada desde el primer momento

Cansada y atemorizada ante un nuevo ataque por parte de su ex, poco antes del mediodía del viernes Ana se acercó a la Seccional Primera, ubicada en la San Martín al 100, para denunciarlo. Allí le tomaron su declaración sin prestarle demasiada atención, por lo que decidió volver al departamento. Al llegar, se encontró con el agresor sacando al pasillo del edificio todas sus pertenencias. Al toparse con esa escena cargada de violencia, decidió llamar al 911. En ese momento empezó un nuevo calvario: el de la violencia institucional.

La respuesta a su llamada fue relativamente rápida. Primero llegaron tres agentes, y luego tres más. Sin embargo, en lugar de centrarse en el agresivo accionar del hombre, algunos de los uniformados trataron en forma hostil a la que los había llamado pidiendo auxilio. Los otros, en tanto, pasaron de la absoluta pasividad a ayudar al violento a sacar las cosas de Ana del departamento. En el momento en el que los agentes empezaron a insistirle para llevarlos a ambos a la comisaría, pero sin explicarle muy bien para qué, Ana llamó a su abogada. Ya con ella presente y a pesar de las quejas de ésta, las escoltaron a ellas por un lado, y al victimario por el otro, a la misma comisaría para labrar el acta. Eran las 12.30.

Ya en la sede de San Martín al 100, Ana y su abogada tuvieron que esperar una hora para que las atendieran. Las sentaron frente a un escritorio ubicado en una oficina abierta, por la que pasaba constantemente una gran cantidad de personas, tanto policías como civiles. Pese a que la Ley Nacional Nº 26.485 de Protección Integral para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra las Mujeres exige en su artículo 16 la confidencialidad de las actuaciones en casos de violencia de género, la Policía tucumana toma estas denuncias como cualquier otra, sin preservar la intimidad de la víctima y para colmo con el agresor a metros de ella, en otra sala.

Alrededor, el ambiente era hostil: había policías parados detrás de las mujeres, escuchando palabra por palabra lo que decían; en un momento, incluso, pasó por el lugar la hermana del acusado, también perteneciente a la Policía tucumana. En ese contexto la denunciante estaba obligada a contar las recurrentes violencias que había sufrido de parte de su pareja. Antes de que empezara a hablar y durante su relato, a Ana le preguntaban insistentemente si estaba segura de que quería denunciar, porque -aseguraban- “casi ninguna mujer sigue con el procedimiento”.

¿Denunciaste? Quedate en la calle

Si bien el agente que tomaba la declaración de Ana era el que le mostraba más empatía, en muchas ocasiones la abogada tuvo que interceder para que escribiera todo lo que le estaban relatando, ya que elegía dejar afuera del acta muchos datos relevantes. Cuando concluyó el relato, el oficial llamó a la Fiscalía de turno. Ante la consulta del policía sobre qué medidas tomar ante la acusación -vale remarcar, formulada contra un agente de seguridad habilitado para portar un arma-, en la oficina judicial se mostraron especialmente interesados en una cuestión inmobiliaria: ¿quién paga el alquiler del departamento?

Como Ana había manifestado que su agresor no le permitía tener un trabajo (violencia económica, según la Ley Nº 26.485) y, por ende, había reconocido no tener un ingreso propio, el empleado judicial consideró que era ella la que debía dejar sus llaves en la comisaría e irse de su casa, denunciando previamente un nuevo domicilio. Al fin y al cabo, el que pagaba el alquiler era el hombre.

Ana, por consejo de su abogada, se opuso a dejar sus llaves. La normativa es clara al remarcar que ante situaciones de violencia contra la mujer se privilegia su seguridad antes que cuestiones patrimoniales: faculta al juez o a la jueza a que intervenga en la causa a dictar, entre otras medidas, la de excluir al agresor y ordenar el reintegro de la víctima al domicilio. Sin importar de quién sea la casa ni quien paga el alquiler. Pero para eso, claro, la causa debía llegar a manos de un/a juez/a; algo que parecía cada vez más distante en el tiempo ante la reticencia de parte de policías y judiciales a imprimirle al caso la celeridad que ameritaba.

La disputa por las llaves duró horas: ella se resistía a dejar sus llaves y quedar en la calle, y los agentes no querían dejarla ir sin que lo hiciera. En el interín, Ana debió soportar gritos e insultos de policías que se quejaban por el tiempo que llevaba en la comisaría intentando obtener respuestas ante el desamparo que le generaba vivir con su victimario. Les exigían a ella y a su abogada que se fueran, que los “dejaran trabajar”. En el transcurso de la discusión, la letrada pedía respuestas alternativas, como que se le consiguiera a su clienta un refugio donde pudiera pasar la noche. También solicitaba que una patrulla la llevara hacia donde tenía que hacerse las pericias médicas y psicológicas, ya que ese día había paro de ómnibus y Ana no tenía ni un peso en el bolsillo. Los uniformados prometían que gestionarían esos pedidos, pero estos quedaron en la nada.

En la Fiscalía, por otro lado, dejaron de atender el teléfono. ¿Les había aburrido la situación o se habían cansado de que les pidieran una solución acorde a la legislación vigente?

Finalmente, cerca de las 18, Ana pudo volver a su departamento. Le dijeron, eso sí, que iban a dejar asentado que ella se había negado a entregar las llaves. Volvió con una constancia de que había hecho la denuncia (un papel en el que lo único que figura es el número de actuación policial, por el cual también tuvo que pelear, ya que querían que lo pasara a buscar al día siguiente) y con la “promesa” de que enviarían las actuaciones a la Fiscalía a última hora de ese día. Por supuesto, esa promesa no fue cumplida: la joven y su abogada tuvieron que llamar insistentemente a la comisaría para que las enviaran recién cerca del mediodía del sábado.

Ya en su departamento, recibió la “visita” de la hermana policía del agresor, quien se presentó en el edificio junto con otra uniformada asegurando que tenía una orden para retirar las pertenencias del denunciado. Cuando Ana les pidió que le mostraran la orden escrita, se opusieron. ¿Será que no tenían una orden y eso era sólo para amedrentarla? Luego de discutir durante al menos una hora, se fueron. La situación la aterrorizó, por lo que decidió dormir esa noche en lo de un familiar.

Si es en feria, es peor

El sábado a la mañana Ana se enteró de que su ex pareja había cambiado la cerradura del departamento, dejándola a ella en la calle y sin sus pertenencias. Alrededor de las 9 fue a la Fiscalía, desde donde la habían llamado a ratificar sus dichos en la comisaría. Allí el empleado judicial no sólo la maltrató, sino que se negó a agregar en el acta el cambio de cerradura y la intimidación que había sufrido la mujer la noche anterior. Le dijo que sólo podía ratificar lo que había manifestado en la sede policial y que, en caso de querer ampliarlo, debía realizar una nueva denuncia. De más está decir que eso es un sinsentido: ¿existe un ámbito más propicio para denunciar un delito que una fiscalía? ¿Pretendía el empleado judicial que Ana iniciara una nueva causa? Sin mencionar que la Ley Nº 26.485 establece que los jueces de cualquier fuero están obligados a tomar este tipo de denuncias.

Debido a que el hecho ocurrió en medio de la feria judicial, la causa no cayó en una de las dos fiscalías especializadas en violencia de género y eso se notó desde un principio. En una provincia que todavía no adhirió a la Ley Micaela, que establece que todas las personas que se desempeñen en la función pública deben recibir en forma obligatoria capacitación en cuestión de género y violencia contra las mujeres, que una mujer sea tratada con perspectiva de género cuando realiza una denuncia por violencia es excepcional. Parece que durante la feria las víctimas que tomen coraje para exponer situaciones de violencia tienen más posibilidades de terminar siendo las sancionadas.

Tras pasar el fin de semana fuera de su casa, con miedo y sin noticias sobre su caso, Ana volvió el lunes a la sede judicial de avenida Sarmiento y Muñecas. El domingo se había enterado de que habían sacado a su agresor del departamento, pero no había sido notificada oficialmente de ninguna medida. Cuando preguntó por el estado en el que se encontraba la causa, en el mostrador de la fiscalía de feria se negaron a brindarle información alegando que no había ninguna notificación para ella. Ni siquiera le quisieron mostrar las actuaciones, pese a que ella al ser la denunciante tiene derecho a verlas en cualquier momento.

Recién el martes -cuatro días después de la denuncia- y luego de mostrarle al empleado del mostrador una nota emitida especialmente para su caso por la Oficina de Violencia Doméstica del Poder Judicial (OVD), la joven recibió una copia de la sentencia en la que se dictó la medida de protección y de restricción de acercamiento dictada a su favor (la llamada “perimetral”).

Ya de por sí es muy difícil para las mujeres denunciar que son víctimas de violencia de género. Como le sucedía a Ana, muchas sufren violencia económica, no se les permite estudiar o conseguir un trabajo para tener sus propios ingresos, por lo que dependen económicamente del agresor. Esa situación, sumada a la alienación que significa estar inmersas en una situación de violencia, a la falta de servicios adecuados para contenerlas y a las dificultades para acceder a un empleo que les permita llegar a fin de mes en el marco de una situación socioeconómica muy complicada, contribuyen a que les cueste decidirse a buscar ayuda ante los organismos estatales correspondientes.

Y luego, las que superan los obstáculos y acuden a la Justicia son tratadas con hostilidad y total indiferencia, sin atender a su extrema vulnerabilidad. Esto las expone a una revictimización que en muchos casos las lleva a no seguir con un proceso que impacta directamente en su salud física y psicológica, siendo aquí victimas de más violencias.

Lo que vivió Ana el fin de semana pasado es sólo un ejemplo de cómo funciona un Estado patriarcal y sin perspectiva de género. Mientras no exista en las autoridades de los tres poderes la voluntad política para propiciar el cumplimiento acabado de la Ley Nº 26.485 y de otras normas como la Ley Micaela, las víctimas de violencias que se animen a denunciar seguirán quedando atrapadas en un laberinto judicial de revictimización y desamparo estatal.

Por Elena Paez y Andrés Rodriguez

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