María Soledad Morales: historia de un femicidio que conmocionó al país

El 8 de septiembre de 1990 fue asesinada María Soledad Morales. Su cuerpo fue hallado dos días después al borde de la ruta 38, a tan solo siete kilómetros de la capital de Catamarca.

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María Soledad Morales, la Sole, como la llamaban sus amigas, tenía 17 años y estaba en el último año de la escuela secundaria, en el Colegio del Carmen y San José. Era la segunda de siete hijos en una familia humilde, donde su madre, Ada, era maestra y su padre, Elías, remisero. Soñaba con ser modelo.

Su desaparición había sido denunciada unos días antes. Lo último que se supo de ella fue que la noche del 7 de septiembre concurrió a la disco Le Feu Rouge, a una fiesta organizada junto a sus compañeras para juntar dinero para el viaje de egresadas. A la madrugada se fue a encontrar con su novio, Luis Tula, un hombre 12 años mayor que ella que estaba casado. Mientras que algunos testigos afirmaron que él la levantó con el auto desde una parada de colectivos, otros indicaron que ella nunca subió; algunos dijeron que la vieron en otra disco más tarde. Lo cierto es que en esa madrugada se le perdió el rastro, hasta que apareció semienterrada en un zanjón.

Cuando María Soledad apareció muerta todavía no se utilizaba el término femicidio. Pero lo fue y de una forma brutal. Los detalles de la autopsia fueron espeluznantes. En el capítulo dedicado a su asesinato del libro Ángeles. Mujeres jóvenes víctimas de la violencia, se relata que pudo confirmarse que fue violentada por al menos cuatro personas; y que su muerte se produjo por una sobredosis de cocaína tan elevada que los peritos establecieron que sólo pudieron habérsela administrado por vía endovenosa”. Y se agrega, “a tal punto había sido desfigurada que su padre la reconoció por una pequeña cicatriz en una de sus muñecas”.

La noticia corrió como reguero de pólvora, en una ciudad donde todos se conocen, y empezaron a tejerse todo tipo de comentarios y conjeturas, primero en los medios locales, luego en los nacionales.  Y como en tantos otros casos, la víctima comienza a ser culpabilizada: si salía con un hombre casado o no, si fue un crimen pasional, si la mató la esposa engañada, si era una chica “rápida” que había consumido droga de más en una orgía.

Pero sus compañeras no lo creían así. Como muchas personas en la provincia, dirigían sus miradas a “los hijos del poder”. A aquellos de los cuales se sabía que se aprovechaban de chicas jóvenes, nunca eran investigados y gozaban de impunidad: Guillermo Luque (hijo del entonces diputado nacional Ángel Luque), Pablo y Diego Jalil (sobrinos del intendente José Jalil). Miguel Ángel Ferreyra (hijo del jefe de la Policía) y Arnoldo Saadi (primo de Ramón Saadi, gobernador en ese momento). Todas las sospechas conducían a ellos y al encubrimiento. José Antonio Leguizamón fue el jefe del operativo cuando se halló en cuerpo. Y no sólo no notificó de inmediato al juzgado de turno, como indicaba el procedimiento, sino que además mandó a lavar el cadáver antes de la autopsia. Leguizamón dependía directamente de su Jefe, Ferreyra, y del gobernador Saadi.

Los rumores crecieron y apuntaron a personajes concretos, muchos vinculados con los funcionarios de un gobierno local caracterizado por las prácticas feudales de la familia Saadi, en el poder desde hacía décadas  y con mucho apoyo en el gobierno nacional de entonces, presidido por Carlos Menem.

En No llores por mí Catamarca, Alejandra Rey y Luis Pazos relatan en qué medida “la Catamarca en que fue asesinada María Soledad se caracterizaba por ser una sociedad donde el rumor se identificaba con la verdad. Donde la amenaza era una metodología política. Donde el empleo público era una forma de dominación impuesta por el gobierno. Donde el poder político hacía gala del más crudo nepotismo. Donde los hombres de ese poder tomaban decisiones en un prostíbulo”.  ¡Cómo iban a pensar que una maestra, un remisero, un grupo de adolescentes y una monja iban a representar algún tipo de peligro!

Las compañeras de la Sole lo sabían y su directora las apoyó: “El viernes 14 de septiembre de 1990, unos dos mil adolescentes salieron espontáneamente a manifestarse contra el esquema feudal con que Catamarca había edificado una sociedad endogámica. Habían pasado nada más que cuatro días desde que apareciera el cuerpo de María Soledad”. La protesta estaba encabezada por Ada y Elías Morales y los acompañaba la hermana Martha Pelloni, la directora. Había nacido una nueva forma de protesta en nuestro país: las marchas del silencio.

El reclamo de justicia provocó una movilización social sin precedentes en la provincia: 82 marchas se realizaron, todas los días jueves, llegando a reunir un promedio de 25 mil asistentes.

Lo que siguió fue un gigantesco montaje político, judicial y mediático. Menem intervino la provincia enviando nada menos que a Luis Patti para esa tarea. Miles de horas de televisación. Un interminable juicio transmitido en vivo por primera vez por las pantallas de TV. El gobernador Ramón Saadi debió renunciar.

(…)

A María Soledad la mataron por su condición de mujer, joven y humilde.  La mató un poder político que gozaba de la impunidad para hacerlo. Y agrega Pelloni que “lo mismo que le ocurrió a ella en aquel entonces en el boliche, es lo que pasa hoy”.

El juicio oral por el asesinato tuvo varias instancias, algunas de las cuales debieron suspenderse por sospechas de fraude. Hubo que completar el tribunal con jueces de otras provincias, porque todos en Catamarca eran parientes o amigos de acusados, sospechados o testigos.

Recién en febrero de 1998 hubo dos imputados que fueron condenados: Guillermo Luque, condenado a 21 años de prisión, y Luis Tula condenado a nueve, ambos acusados del delito de “violación seguida de muerte agravada por el uso de estupefacientes”.

Tula cumplió la totalidad de la condena, mientras que Guillermo Luque pasó en prisión siete años menos de lo estipulado. Cuando salió en libertad condicional sólo afirmó: “Fui un preso inocente”. Años antes, su padre Ángel Luque, había sido echado del Congreso por sus pares, por las declaraciones que realizaba sobre el tema: “Si mi hijo hubiera sido el asesino, el cadáver no hubiera aparecido, tengo todo el poder para eso”, dijo lo más campante frente a las cámaras de televisión. (…)

Extracto de “Los veinticinco años de Soledad“, artículo de María Paula García publicado en 2015 en Notas Periodismo Popular

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