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Lecturas de fin de semana: El fuego se mueve entre los juguetes 

Marea Emocional es un espacio de formación en la escritura narrativa coordinado por María José Bovi. En los talleres individuales la propuesta es de construcción de obra discursiva. En los grupales, se trabaja con diversas propuestas de escritura, entre ellas: Narrar Los Cuerpos, Prohibido No Mirar, Narrar Mi Memoria. En este espacio, compartiremos producciones escriturales de autores/as que se encuentran trabajando en dicho espacio.

La producción literaria en el NOA —y desde él— crece de manera exponencial, año a año. Esta sección se presenta como un espacio de publicación editorial, literario y escritural para difundir estas voces que se encuentran en trabajo de escritura, lectura y edición.

Este relato, de Alexi Jerez, forma parte de una obra mayor que se encuentra en proceso de edición en los talleres de Marea Emocional. 

El fuego se mueve entre los juguetes 

El fuego que a la tarde parecía una amenaza lejana se arrebata ahora sobre las chacras. Había encontrado paso hacia los caseríos. Comenzó en la ruta vieja y corrió por el costado hasta el pueblo. Rojizo, se arrimó hacia los campos listos para la cosecha y se tragó los maizales, después, arrasó con los alambrados trepando por las casas abandonadas de los gringos. Avisadas de la amenaza, las vacas y sus terneros corrieron buscando un portón y suplicaron con mujidos que alguien las liberara, mientras ardían sus lomos y se confundían con los pastos. 

Entre los algarrobales, la noche negrísima se rasga anaranjada delante de Marino y Delicia. Al borde del camino, el griterío de los vecinos que combaten el fuego da cuenta de que las llamas han ganado la batalla. Es un cuerpo más enorme, más violento y más sanguinario que el de todos los hombres y las mujeres de Brea Chimpana. El viento, desde la ciudad, agiganta sus brazos que caen pesados haciendo que todo arda. El fuego se engancha de las ramas más altas del algarrobo del frente de la casa de Marino y se estira sobre los árboles más bajos. El paraíso, el pino y el eucalipto arquean sus lomos sobre la entrada del patio.

Marino carga un tacho con agua para regar los techos del rancho grande. Corre hasta el pozo, mira de reojo que las llamas no se cuelen en el jardín. Sus once años lo designan como protector del último bastión, la casa familiar y su hermana. Delicia es pesada para cargar y lenta para caminar, así que Marino arrastra sus tres años; es un pedacito de braza en su mano. 

La tierra está caliente, los cachetes de ambos están rojísimos, el viento ceniza no deja de tocarles los hombros, las piernas les tiemblan de miedo y de cansancio. Marino intenta correr, Delicia llora. Tropiezan en la oscuridad, el tacho se vacía, el suelo se levanta rescoldo. Delicia, por favor, caminá. Delicia, dale, apurate. Por favor. Carga el tacho que le corta los dedos, su cabeza está encendida. Van de nuevo al pozo, buscan más agua. Ella está cada vez más pesada. ¿Por qué no vuelven a buscarnos? Otra vez tropiezan, otra vez regresan al pozo. Se sube a una escalera de palos y riega el techo. El fuego se mueve entre los juguetes que dejaron a la tarde, se rasca sobre las mesas del patio, quema las macetas. Delicia se mete los dedos en la boca y llora. No entiende que el mundo se prende fuego. Se ahoga y quiere que dejen de correr. Marino también llora, pero se muerde los labios para que no se le escapen los quejidos. Ya no hay noche. El humo arma paredes gruesas grises a las que atraviesan, una tras otra, buscando un claro. 

Los últimos dos algarrobos quieren arrancar las patas del suelo y correr, o rodar, lo que los salve más rápido. Marino entiende lo que nunca va a entender Delicia: su sombra de bigote, su cuaderno escrito con lapicera, sus botas de gomas, su bicicleta grande, su propio cachorro, el pelo incipiente en las axilas y en todas partes, no son más que señales huecas de hombría. Deja caer el tacho, levanta a Delicia y la encierra en la cocina. Agitado, traba la puerta con los palos como lo hace para que no entren los perros en la noche y corre lejos del fuego.   

¡Ma-ma! Manino, Manino. La boca de Delicia se estira en alaridos, sus manitos le tapan la cara. Todo es rojo. Todo es ardor. ¡Ma-ma, Ma-ma! El fuego arrasa con sus pelos. Manino, Ma-ma. El fuego mete sus garras en su boquita abierta y la llena de tos. Delicia se arrincona contra unos palos y trata de moverse, de retroceder. La ropa se le achicharra sobre la piel de nylon. Manino. Ma-ma, ma… Delicia, sin haber conocido nunca más allá que el patio de su casa, ahora mira de frente el infierno. 

Cuando por fin la madre llega y abre la jaula de palos, en los ojos incrédulos de la maravilla, el poderío del fuego quemó los pocos recuerdos que pudieran habitarla desde que ha nacido. Es ahora Delicia una habitación cerrada, marcada por el caos y el infierno. Una bracita ciega. Una niña arrinconada que soñará con ser río. 

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