El triple femicidio que nos devuelve a la calle

Basta una noticia para que los recuerdos se despierten. Un crimen cruel y brutal sacude al país: un triple femicidio en contexto de narcotráfico. Para algunos es morbo; para nosotras, es la certeza de que detrás de esos nombres hay vidas vulnerabilizadas, historias que ya conocíamos, riesgos que venimos denunciando. No queremos que sus nombres se pierdan en la repetición mediática ni que el miedo sea el único mensaje que resuene. Este es un salir a hablar para que se escuche a las mujeres de las barriadas que son las que vienen dando la batalla contra los transas y contra los poderosos que se benefician con la destrucción.

El triple femicidio de Brenda Del Castillo, Morena Verdi y Lara Gutiérrez volvió a abrir un debate urgente: ¿qué pasa con las mujeres jóvenes y el narcotráfico en la Argentina de Milei? No es un problema de estos últimos años: hace al menos quince que sabemos que el narcotráfico llegó para quedarse. Argentina dejó de ser un país de tránsito para las drogas, decían por esos años. El impacto de esta masacre nos hiela la sangre, nos saca otra vez a la calle y nos obliga a replantearnos preguntas sobre qué podemos hacer frente a la crisis que vivimos.

El horror que revela lo invisible

El horror abre la puerta para hablar de una problemática social que no siempre vemos. Un flagelo que mata o marca de por vida. Y nos devuelve la pregunta central: ¿qué políticas públicas necesitamos para acompañar y cuidar, en vez de abandonar?

Detrás de los nombres de estas tres jóvenes hay millones de historias. Yo acompañé apenas algunas. No las conté a ninguna de ellas en particular, porque son muy personales y tienen la convicción de que la salida es colectiva. Por eso, hoy me pregunto cuánto conocemos o comprendemos de la complejidad para abordar estos conflictos y las causas de los que derivan.

Ahí me encontraba con chicas de mi edad o más jóvenes, en un patio improvisado, en un comedor o en la plaza. Entre mates de azúcar, sus relatos parecían venir de mil vidas distintas, y yo, al lado, me sentía una niña. Trataba de escucharlas sin juzgar, sin mostrar demasiado asombro. Más de una vez volví llorando sola en el colectivo, después de darles abrazos apretados. Yo no tenía nada para darles, sólo iba para que leamos juntas, hablemos de cómo organizarnos y lo más ambicioso era llegar al Encuentro de Mujeres.

Allí conocí a Gisel (los nombres en esta nota fueron cambiados para resguardar la identidad). Era la hermana menor de una de las chicas. Estaba callada casi siempre, la muda le decían a veces. No llegaba a los 18 años. Cuando estaba en un baile borracha, alguien la sacó porque se sentía mal. En su estado de indefensión, un hombre la violó.

Era la única que no tenía hijos. Su sonrisa salía muy de vez en cuando. Pero era enorme y se llevaba todas las miradas cuando por fin se despertaba. Era difícil llegar a ella. Tenía una coraza, no te contaba nada y trataba de pasar desapercibida. Las otras trataban de contenerla. También la retaban, hasta la demandaban como si sacarlo en nuestras reuniones ayudara a pensarlo.

Ella ya consumía pasta base, como lo hizo su hermana antes de tener sus dos hijos. Su hermana mayor tenía un tatuaje mal hecho de la figura de un pene en la espalda. Una marca que le dejó una de esas noches en que quedaba encerrada con unos tipos que le daban droga. Ambas se cuidaban como podían, su madre era alcohólica y no estaba en condiciones para acompañarlas. Pero sí tenían estas amigas del barrio, donde ya había familiaridad. Hasta adoptaron a la madre de una para que sea la madre de todas. Ella nunca les cerraba las puertas. Nos hacía un lugar donde preparaba los más ricos tamales para vender. Ahí mismo nos daba un espacio para las actividades y las charlas sobre patriarcado, la historia de la humanidad, las historias revolucionarias.

Gisel en ese momento no tenía muchos escapes. La droga estaba a la mano, ya que la escuela no la contenía y trabajo no había. Pero no era gratis. Nunca es gratis. Para conseguirla también tenía que ir hasta cerca del barrio de la Costanera y prostituirse. Los camiones frenaban por ahí. Eran camioneros quienes la consumían.

Historias de barrio y resistencia

Un par de años más tarde el periodismo me llevó a conocer a una de las referentes barriales más fuertes. Encabezaba una cocina comunitaria y un centro cultural en una de las villas que se formó al costado de un canal. “De allí el agua salía como soda”, contaban unos jóvenes raperos sobre el origen del nombre El Sifón en un microdocumental. La mujer describía cada crisis de la forma más cruda. Sin eufemismos, con las palabras del cuerpo: hambre, saqueo, droga, muerte.

Me quedó sabor a cuenta pendiente poder investigar sobre las desapariciones intermitentes de chicas del barrio. La dueña de la palabra de las desgracias, que ponía todo para que lleguen las políticas públicas correspondientes y denunciaba la violencia institucional de la policía, nos contaba cómo las adolescentes y jóvenes desaparecían y aparecían al poco tiempo, pero en el medio eran expuestas a múltiples violencias. Pagaban con el cuerpo.

No era el único lugar. También en Los Vázquez, al lado de un gran basural, se daba cuenta de cómo el narcomenudeo afectaba a las jóvenes más humildes. Por el 2017, editando las notas de un compañero periodista, me encontré con una frase que me fulminó: los varones tienen que salir a robar para pagar la sustancia al transa, las mujeres no tienen que hacerlo porque “sólo se tenían que prostituir”.

De allí surgieron las voces de las chicas que pedían su “Moritas”, en referencia al Centro de rehabilitación y reinserción social para pacientes con consumo problemático. Ellas querían un lugar donde atender su consumo problemático, que entienda lo que implica la violencia machista en esos contextos, que comprenda los mandatos de cuidado y los estereotipos que pesan sobre ellas.

Lo que falta contar

Por supuesto que ahí no se terminan las historias, ni siquiera comienzan. Nos faltan muchas. Algunas ya perdieron sus vidas y los titulares se empecinan en nombrarlas como adictas, como si por ello su muerte doliera menos.

Todas estas historias me estremecen hasta hoy y me enseñan. Están cruzadas con otras que pudieron unirse y salir junto a sus familias, amigos, vecinas, profesionales comprometidos y algunas políticas públicas que llegaron, pero que siempre están en peligro de retroceso.

La pobreza no es nueva, tampoco la falta de trabajo formal ni de acceso a oportunidades de formación. Lo que sí es nuevo —o más bien lo que se profundizó— es el desamparo y la crueldad. La poca cobertura que había se vino abajo. Mejor dicho, Milei decidió que en su gobierno de anarcocapitalismo algunas vidas son descartables.

Las becas de estudio como las Progresar se congelaron, los centros de acompañamiento para personas con problemas de consumo y los comedores se restringieron, la salud, el transporte, todo fue desfinanciado. Los pasillos de acceso a derechos quedaron cada vez más estrechos.

¿Tendremos la oportunidad de abordar esta situación tan compleja? Ya nos enseñaron esas mujeres que es una a una, con la comunidad organizada y poniendo en debate las políticas que necesitamos.

Ahora nos toca volver a los mates de azúcar y escuchar la lucha que vienen dando esas compañeras de los barrios, de las cocinas, comisarías y de los dispositivos que quedan contra las adicciones.

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