Hace 22 años, Marcelina Meneses, boliviana y residente en Argentina y su hijo Alejandro Josua, murieron al ser arrojados del tren donde viajaban. El 10 de enero fue declarado como Día de las mujeres migrantes.
Marcelina Meneses viajaba en el tren del Ferrocarril Roca para ir a la guardia del Hospital Fiorito a que atendieran a su hijo. Llevaba unas bolsas en las manos y a Josua en su espalda. Iba parada, nadie le ofreció su asiento. Se debía bajar en la estación Avellaneda. Cuando el tren tomó la curva frente a la cancha de Independiente, Marcelina –que se dirigía a la salida del vagón– rozó a un pasajero que la comenzó a insultar.
“¡Boliviana de mierda! ¡No mirás cuando caminás!”, le disparó. Otro pasajero, Julio César Jiménez, intervino ante el agravio: “Che, tengan más cuidado, ¡es una señora con un bebé!” Pero otros pasajeros lo increparon con el consabido argumento de que los extranjeros nos vienen a sacar el trabajo y otras frases xenófobas. El guarda del tren, ante los gritos, se retiró del vagón.
Marcelina estaba en la fila para bajar. De repente, se escuchó una voz que dijo: “¡Uy, Daniel, la puta que te parió, la empujaste!”. Entonces el tren se detuvo. Marcelina Meneses y su hijo yacían junto a las vías del ferrocarril producto de los golpes al caer.
La empresa (TMR en ese momento) nunca reconoció que había existido un asesinato. Es más, sostuvo que Meneses y su hijo habían sido rozados por el tren cuando caminaban al lado de las vías, entre Gerli y Avellaneda. La mayoría de los pasajeros del vagón no vieron, no escucharon.
Solo Julio César Jiménez se animó a declarar. Y lo hizo detalladamente. Sufrió presiones e intentos de soborno de la empresa ferroviaria, pero se mantuvo firme en sus dichos. El fiscal de la causa descalificó el testimonio del testigo, la causa se archivó y las muertes de Marcelina y Josua quedaron impunes.
Marcelina Meneses era una joven boliviana que vivía en Ezpeleta, trabajaba como repositora en un supermercado, estaba casada con el albañil Froilán Torres y tenía otro hijo, Jonathan David, de un matrimonio anterior del que había enviudado. Una historia común. Una búsqueda de mejor calidad de vida como muchas otras. Una víctima de la alienación humana.
Tenía 30 años. Era parte de una migración en la que el 55% son mujeres que cuidan de sus familias, se van transformando mayoritariamente en jefas de hogar y luchan todos los días con varias formas de discriminación, intrafamiliar y externa.
Hoy se cumplen 22 años de la pérdida absurda de Marcelina y Josua. De nada valen los lamentos si no hay justicia. Pero la memoria opera de otra forma. Ejercitar la memoria es un intento por evitar errores y conductas lesivas. Reconstruir una memoria colectiva que no esté formateada solo por los medios masivos o por reduccionismos fáciles de consumir es un intento mayor. Reconocernos en esa memoria colectiva que será, indudablemente, diversa, contradictoria, interpeladora, contenedora será un intento mayor aún.
A Marcelina y Josua los mataron la alienación, la ignorancia, el miedo al diferente, la intolerancia, la impotencia. Recordarlo puede ser eficaz.
La miseria, las persecuciones políticas, las guerras religiosas o étnicas, la inseguridad ciudadana, el narcotráfico, el expansionismo, las tradiciones violentas, la depredación ambiental o, simplemente, la necesidad de alejarse de situaciones tóxicas causa la migración de millones de personas en este planeta. No se detendrá porque un puñado de fundamentalistas lo quieran impedir. Es una práctica milenaria que mixturó culturas e impulsó nuevas formas de producción, de educación, de alimentación, de prácticas sanitarias.
Solo recordemos los apellidos de la mayoría de nosotros/as. Solo pensemos de dónde provienen los idiomas, las matemáticas, los cultivos, el uso de medicinas, los medios de transporte o la impresión de libros, los avances en la salud, la informática, la cibernética. ¿De habitantes de un solo país? ¿De una sola región? ¿De una sola etnia?
La respuesta es no. Y seguirá siendo no. Los seres humanos somos producto de la mixtura. Durante mucho tiempo esa mixtura se realizó de modo violento. Con invasiones, con expansionismo brutal. Un camino de enfrentamientos absurdos que no concluyen en la preminencia de una sociedad sobre otra, sino en la consolidación del poder de unos pocos que pertenecen a varias nacionalidades y diversas creencias, pero tienen claro su papel en esta historia. Hoy puede ser más sutil, pero no menos peligroso. Se usa la tecnología y la intervención con mentiras flagrantes para dominar.
Los acontecimientos nos demuestran que ese camino solo trae injusticia, dolor y resentimiento. Hay otro camino. Aceptar el libre flujo de las personas –y no solo de las mercancías–. Esto no implica que no haya conflictos con algunos colectivos migrantes. Implica aceptar la tendencia general de la vida humana. También implica generar controles razonables que no estén basados en la apariencia de las personas o en su poder económico. Cooperar para evitar delitos, develar la existencia de paraísos fiscales o santuarios narcos y de tratantes de personas, evitar la propagación de enfermedades, frenar los fanatismos. Podemos reafirmar nuestras costumbres y convivir con otras. Podemos beneficiarnos del intercambio sin necesidad de querer dominar al otro/a.
Las vidas de Marcelina y Josua quedaron junto a las vías. Nosotros/as caminamos, pero tenemos la posibilidad de elegir hacia dónde ir. Podemos hacerlo con una mayoría diversa o con la loca idea de que el otro/a es, potencialmente, un enemigo. El tiempo es nuestro árbitro.
Por Ruben Ruiz