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El 3 de abril, en conmemoración por la fecha en que fue promulgada la Ley de Trabajo en Casas Particulares en el año 2013, se estableció el “Día del Personal de Casas Particulares”. Desde Economía Femini(s)ta realizaron un repaso del empedrado camino al reconocimiento de derechos.
Por Sol Minoldo para Economía Femini(s)ta
Las tareas del hogar son un montón. Mantener la casa limpia, hacer compras, cocinar, ordenar. En cada familia hay muchos trabajos de cuidados que requieren esfuerzo y tiempo. Si hay niñes, ayudarles en diversas actividades de la vida diaria, llevarles y traerles, enseñarles, a veces incluso quedarse en casa para que no queden solites, por si pasa loquesea. Otras veces hay mayores o personas enfermas que necesitan ayuda.
¿Quién hace todo ese trabajo? Tradicionalmente se han ocupado las propias familias y, más específicamente, las mujeres de la familia. La idea de que lo hacen “por amor”’ ha funcionado muchas veces para solapar el hecho de que, en definitiva, es trabajo.
Siempre han existido familias con comodidad de recursos para contratar personal al cual delegarle una parte o el total de estas tareas. Pero desde hace un tiempo, la cantidad de familias que contratan empleadas se ha incrementado de la mano de la inserción creciente de las mujeres en el mercado de trabajo: cuando ellas salen del hogar, el trabajo doméstico igual debe ser realizado por alguien (lo que no quita que aún así, muchas veces, las mujeres sigan trabajando cuando llegan a su casa, con mucha más carga que los varones de la familia).
¿Quién hace el trabajo cuando las mujeres de la casa salen a trabajar? Generalmente, otra mujer. Una trabajadora que, frecuentemente, por trabajar en el espacio más íntimo de la familia, pareciera que se integra también en sus relaciones afectivas. Y lo cierto es que la asociación entre el trabajo doméstico y el amor, donde se confunden lazos familiares y laborales, ha tenido un rol central para reproducir su tradicional informalidad, baja remuneración y dificultad del acceso a derechos laborales.
El empedrado camino al reconocimiento de derechos
El mundo moderno ha interpretado históricamente como trabajo sólo a las actividades “mercantiles”, es decir, a aquellas relacionadas con la producción de bienes y servicios intercambiados en el mercado. Así, el trabajo doméstico realizado mayoritariamente por las mujeres de la familia no se consideraba una contribución a la producción y no era propiamente trabajo (y no es que hoy las cosas hayan cambiado tanto). El trabajo ‘femenino’, que tenía que ver con el hogar y la familia, pero no con la producción, tenía más que ver con el amor que con el dinero.
En ese marco, el trabajo doméstico ofrecido en el mercado, aunque sí tiene un valor que lo hace propiamente mercantil, no termina de ser considerado trabajo, por consistir en esas mismas actividades que “no son trabajo” y “no son productivas”. La frontera entre el estatus de trabajo-no trabajo se vuelve más difusa cuanto más presente esté el vínculo afectivo que haga parecer que la trabajadora es “como de la familia”, achicando la diferencia con el trabajo doméstico realizado por alguien de la familia y desdibujando la relación laboral (de hecho, en diferentes juicios laborales desde mediados del siglo XX, los empleadores demandados negaban la relación laboral argumentando que la trabajadora ‘era como de la familia’, aunque no fuera propiamente familiar). Ni hablar de esos grises que se sintetizan en la imagen de la ‘criada’, en los que una persona huérfana era adoptada pero más que trato de hija, recibía el trato de una “sirvienta”.
Esta frontera difusa con esas tareas que no se consideraban realmente “trabajo”, dejó al trabajo doméstico empantanado a mitad de camino en el reconocimiento de derechos. Y es que los derechos sociales garantizados por el Estado se configuraron bajo la modalidad de derechos laborales, de modo que sus titulares no eran ciudadanes o seres humanos, sino trabajadores. De este modo en Argentina, y no porque sea una excepción, cuando los demás trabajos consiguieron el acceso a los derechos laborales el trabajo doméstico quedó al margen. Por más de medio siglo, fue regulado como un trabajo “particular”, en base a un decreto de 1956. La reglamentación, de todos modos, apenas aplicaba en la práctica, para una actividad laboral realizada tradicionalmente en la informalidad (aunque al menos servía como referencia para hacer reclamos a nivel judicial).
En el año 2011 la Organización Internacional del Trabajo aprobó un convenio que buscaba equiparar los derechos de las trabajadoras domésticas con los del resto de los asalariados. Ese mismo año en nuestro país comenzó a debatirse una nueva regulación del trabajo doméstico y, finalmente, en 2013 se aprobó la Ley 26.844, que creó el Régimen Especial de Contrato de Trabajo para el Personal de Casas Particulares, vigente en la actualidad.
El 3 de abril, en conmemoración por la fecha en que fue promulgada la Ley de Trabajo en Casas Particulares en el año 2013, se estableció el “Día del Personal de Casas Particulares”. Este día es no laborable para las empleadas domésticas (debemos aclarar que se debe pagar igual) y si lo trabajan se les debe abonar el doble de una jornada simple.
Aunque la nueva ley supuso muchos avances, también se reeditaron limitaciones a los derechos, fundamentadas en las “particularidades” del trabajo doméstico. En el debate parlamentario se reeditaron ideas del pasado, como que la trabajadora doméstica era incorporada en las relaciones afectivas de la familia y “gozaba” de la confianza que se depositaba en ellas. También reapareció la idea de que el trabajo doméstico no tenía tanto que ver con el mundo productivo, y que la familia empleadora no obtenía lucro de ese trabajo. Se hablaba, de hecho, de mujeres que empleaban a las trabajadoras para poder trabajar ellas. O sea, las mujeres de la casa delegaban ‘su’ trabajo a otra mujer. La división sexual del trabajo permanecía intacta.
Francisca Pereyra y Lorena Poblete señalan que en estas expresiones que ponían en pie de igualdad a trabajadoras y empleadoras, parecían perderse de vista las diferencias de trabajos, ingresos y condiciones laborales de un lado y del otro. Además, quedaba fuera de tratamiento el valor económico del tiempo liberado para que otros miembros del hogar participen de actividades remuneradas, incluso cuando la OIT reconoce que los salarios de las trabajadoras domésticas son casi por definición menores a los de sus empleadores. Además, en la idea de que la empleada era “incorporada” a la familia quedaba solapado el carácter asimétrico en el que se producía esa relación.
Preocupados por tensionar demasiado la capacidad de pago de los hogares empleadores, los legisladores temían que el avance del derecho laboral amenazara el “derecho” a contratar servicio doméstico, o que incluso perjudicara a las propias empleadas: ya sea por la destrucción de puestos de trabajo o por la persistencia de la informalidad. Frente a esta encrucijada, se dispuso que una buena parte de los costos laborales fuese (o continuara siendo) absorbida por el Estado: las licencias por maternidad son cubiertas por el Estado, así como las asignaciones familiares (ya que las empleadas acceden a la Asignación Universal por Hijo), a la vez que se alivia, con exenciones fiscales del pago del impuesto a las ganancias, el peso de los costos asumidos por empleadores para aseguradoras de riesgo y contribuciones a la seguridad social. Además, al distribuir la carga de las cotizaciones a la seguridad social, curiosamente la mayor carga recae sobre las propias empleadas. De la cotización total, a ellas les corresponde entre el 72% y 92% de su pago, según la cantidad de horas de su contrato (y esa parte puede retenerla el empleador de los honorarios).
Para evitar avances de derechos ‘incosteables’, además, y acá reside lo más grave del caso, la ley vigente no garantiza el acceso de las empleadas domésticas a la seguridad social. Es decir que pueden estar en blanco y seguir, al menos en parte, precarizadas. Para el caso de las trabajadoras con una relación laboral mayor a 16 horas, el aporte les permite acceder a una obra social con la prestaciones básicas (y pagando coseguros), pero sin cobertura para su grupo familiar. Para obtenerla deben realizar ellas mismas aportes ‘voluntarios’ para cada persona adicional.
Pero en caso de tener una o varias relaciones laborales menores a 16 horas, no tienen garantizado siquiera su acceso propio a la cobertura de la obra social. Los aportes parciales, tal como están regulados, no garantizan que sumando 45 horas a la semana en diferentes relaciones laborales, se llegue a completar este pago mínimo (actualmente de $536): si cada relación laboral se inscribe en la modalidad de ‘menos de 12 horas’, necesitará tener 8 empleadores para tener cubierto el costo mínimo de la obra social. Si en cambio trabaja entre 12 y 16 horas en cada hogar, necesitará al menos 4 empleadores. Así, una empleada podría trabajar más de 70 horas en blanco (para 6 diferentes familias) y aún así tener que poner de su bolsillo una diferencia para acceder a la obra social.
Las informales de siempre
Aun con todas estas limitaciones para el acceso a derechos, siempre estará en mejores condiciones laborales una empleada registrada, que podrá acceder al menos a los derechos que la ley sí le garantiza. Sin embargo, la informalidad afecta dramáticamente a este segmento laboral.
A pesar de la fuerte asistencia que les empleadores tienen para asumir los costos del registro de sus trabajadoras, si bien hubo un incremento en los niveles de registro, la cultura de la informalidad es tan fuerte que aún en nuestros días es el caso de la mayoría de estas relaciones laborales (en 2014 alcanzaba al 78% de las trabajadoras).
Argentina: evolución del acceso a derechos laborales del servicio doméstico, principales aglomerados urbanos, 2004-2014
Cierto es que muchas veces contratar una empleada doméstica pareciera ser lo que habilita a algunas mujeres a trabajar fuera de casa, y esa opción es más accesible cuando se paga barata y no se formaliza. Pero respaldar o justificar estas formas de contratación porque permiten a unas mujeres emanciparse del mandato doméstico, es perder de vista lo que ocurre con aquellas que las relevan en el hogar. ¿Cuán feminista puede ser un proceso en el que unas mujeres se emancipan a costas de otras, dejando la distribución sexual del trabajo doméstico intacta?
Si hay explotación, no deja de haberla porque la trabajadora sea tratada con afecto y se le abra la confianza de nuestra vida íntima, aunque pueda notarse un poco menos. Ya es tiempo de poner en cuestión la forma en que “el amor” ha sido usado para invisibilizar que el trabajo doméstico es trabajo, lo haga quien lo haga. Que el amor no sea excusa para negar a las trabajadoras sus derechos.
Referencias
Pereyra, F y Poblete, L (2015) El trabajo doméstico: entre regulaciones formales e informales. Miradas desde la historia y la sociología. Cuadernos del IDES (Instituto de Desarrollo Económico y Social).
Ley N° 26.844 (2013)
Resolución N° 3848
Decreto 467/14
Ley 25.239 (2005)
Aportes y contribuciones. Fuente.
Retribuciones mínimas. Fuente.
Aportes voluntarios. Fuente
Recomendación en el cine: Una segunda madre, película brasilera