Acerca del XIV Salón Nacional de Arte Contemporáneo del MUNT

El proyecto curatorial de la edición 2018, desarrollado por Alejandra Mizrahi, Jorge Gutierrez y Laura Valdiviezo, problematiza la relación existente entre las instituciones, las prácticas artísticas y el rol de los y las artistas en su contexto nacional. El escritor Hernán Ruy Lucero redactó un relato, una ficción que se remite y amalgama con una realidad, inspirada en los proyectos seleccionados y albergados, actualmente, por las instalaciones del MUNT.


Por Hernán Ruy Lucero

Cuando salía del MUNT me acordé que cuando era chico, durante varios meses, tuve una serie de pesadillas que fueron una verdadera tortura. En el sueño entraba a un museo muy grande y de paredes altísimas. Una vez adentro, una especie de guía me ordenaba memorizar cada uno de los detalles de las pinturas expuestas en la sala; hasta que no hubiera memorizado todos y cada uno de los detalles no me dejaría salir. No era tan niño, en realidad debo haber tenido doce o trece años cuando comenzó el suplicio. El problema no era sólo al dormir ya que cuando despertaba el alivio no era total y durante dos o tres días el recuerdo del sueño continuaba atormentándome. Por aquella época, la sola idea de tener que pasar un minuto dentro de un museo me provocaba espasmos. Recuerdo que para contrarrestar los recuerdos de las pesadillas había construido una fantasía por la que me dejaba llevar durante el día (no había logrado incorporarla al sueño, es decir que no podía soñarla, pero me servía como un bálsamo durante el tiempo de vigilia). Al igual que la pesadilla, la fantasía despierta comenzaba cuando yo ingresaba a un lugar al que era bienvenido a entrar. Pero este espacio al que entraba ya no era un museo (ni un teatro, yo amaba los teatros) sino un laberinto intrincado con varios niveles, lleno de trampas y pasadizos. Ahora hago memoria e intuyo de dónde pueden haber surgido algunos elementos en base a los cuáles había construido, de forma inconsciente, la pesadilla, y luego, más conscientemente, la fantasía. Creo que uno de ellos era que, tres o cuatro años antes, cierto fin de semana había visitado un túnel del terror que formaba parte de un festival para niños de mi escuela. Con papeles afiches, telas de araña de decoración, tres o cuatro monstruos, un par de fantasmas y poca luz, habían convertido la misma aula en la que yo pasaba cinco horas todas las mañanas en un paseo de horror. El túnel
tenía forma de “s” con una única dirección. Atravesarlo (sólo lo había hecho una vez) me había dado mucho miedo, pero una vez afuera me había sentido aliviado e incluso más feliz que antes de entrar. En la fantasía -que tres o cuatro años después cree para intentar contrapesar los recuerdos de la pesadilla de “memorizar un museo”- había eliminado los monstruos más terroríficos del túnel del festival. En la ficción por mí creada mantenía la fría y tediosa aula de escuela primara, ya sin telarañas ni oscuridades, y con la forma de un laberinto lleno de pasadizos a los que se accedía una vez que se resolvían jeroglíficos y acertijos. Cerca del final de la aventura tenía que enfrentarme a una escultura de madera. Esta no era un desafío de ingenio sino que representaba el desorden: para superar esta etapa sólo debía aplicar método, paciencia, y la más fría y simple lógica. Cerca del final, cuando me encaminaba hacia la salida, de pronto aparecían sobrevolando arriba de mi cabeza unos cuantos fantasmas; pero como a esa altura yo ya había resuelto todos los acertijos y había vencido al tótem, los espectros se alejaban con un vuelo aleatorio, medio extraviados, como polillas de verano. Usaba la fantasía, sobre todo, los días siguientes a tener una de las pesadillas de museo; una vez que esa ficción era proyectada en mi cabeza conseguía sentirme, al menos durante un rato, sano y a salvo.

Pero las pesadillas continuaron. Y a las semanas comenzaron a mutar; y no para bien. Empezaron a repetirse todas las noches y cada vez eran más largas. La fantasía del laberinto lógico dejó de funcionar y sentí que algo terrible me iba a suceder. No me quedó otra que contárselo a mi tía Magic, una tía política que podía hablar con los espíritus. La llamé por teléfono y le dije que iba a ir a visitarla. Metí la latita de earl grey en mi mochila escolar de goma y me tomé el 102. Le pedí al chofer que me dejara lo más cerca posible de Balcarce 153, que era la dirección de la casa en la que vivía de prestado mi tía Magic. En el trayecto preparé lo que iba a decirle:

“Tengo una pesadilla recurrente sobre un museo que me atormenta desde hace meses. Para intentar aplacar sus efectos he creado esta fantasía en al que entro a un laberinto, resuelvo una serie de acertijos y logro salir feliz. El problema es que a medida que perfecciono la fantasía, las pesadillas son cada vez peores; ahora no sólo tengo que memorizar los cuadros del museo sino que, luego de dar cuenta de que los sé, aparece un hombre que me asigna una tarea. Esa tarea varía. A veces me encarga descolgar todos los cuadros y dejarlos a la intemperie para que el agua y el sol los arruinen. Yo hago esta tarea con mucha culpa pero mientras los coloco sobre el césped marchito de un gran patio soy consciente de que es la única forma que tengo de liberarme. Otras veces la tarea consiste en que hay un desfile militar y yo debo guiar la banda de vientos. Con gestos y gritos (los gritos son tapados por los bombos, trompetas, trombones y tubas) debo lograr que la banda militar, junto con los soldados de infantería y los de a caballo, ingresen al museo, que muchas veces ya no es un museo sino una clínica para curar heridas de guerra. Al comienzo los soldados parecen sanos, pero una vez que
han entrado descubren que tienen heridas terribles, a varios les faltan brazos y piernas y se pasean tambaleantes con sus horribles muñones chorreando sangre y otros líquidos. También puedo ver que algunos tiene severos traumas de guerras anteriores. Hay un granadero que tiembla sin parar y también un oficial de un ejército más moderno, ensangrentado pero sin heridas visibles, que grita una y otra vez el nombre de un artista (no puedo recordar el
nombre). El oficial de a poco va quedando ronco, pero su llamado al artista continúa al mismo volumen mientras su voz se deteriora. Sólo a veces esta pesadilla tiene un final (las otras veces me despierto gritando y empapado de transpiración). Esto sucede cuando, una vez que he logrado memorizar todos los cuadros y he cumplido todas las tareas que me han asignado, el hombre que está en la salida me propone hacerme una pregunta: si la respondo bien me dejará salir. Siempre digo que sí, pero no siempre puedo responderla bien ya que la mayoría de las veces no logro comprender lo que me dice. Pero algunas pocas veces tengo suerte y logro entenderla. Es una pregunta de cortesía, algo así como: “¿le gustó el museo?”.

Mientras tomábamos el earl grey con galletas Pepitos en el living, le conté todo eso a mi tía. En un momento se fue para dentro de la casa y volvió con una gran vela negra, un par de plumas que parecían recién arrancadas de plumero y una servilleta con algo que parecía ser tierra seca. Dejó las cosas sobre la mesita de living y de un bolsillo de su bata sacó un frasquito pequeño no más grande que una pila. Con un gesto, me pidió que abriera la boca. Luego, manipulando el diminuto frasco, dejó caer cuatro o cinco gotas de su líquido directamente sobre mi lengua. Sentí el sabor muy dulce y ácido de las gotas y las tragué sin preguntar. No sé que hizo después mi tía Magic con la tierra, las plumas y la vela, pero no tengo dudas de que
me curó.

Julio de 2018


Hernán Lucero es coeditor de CHARQUI/ediciones junto a Gustavo Urueña Chaia, e integrante de RUSIA/galería. Publicó relatos en Gato Gordo ediciones, en editorial Cuentos Criollos y en Archpiélago. Toca la guitarra en Los Tigres y en Florencia y los monos. Vive y trabaja en SM de Tucumán.


Notas sobre XIV SALÓN NACIONAL DE ARTE CONTEMPORÁNEO en La Nota

“Los artistas piensan, enuncian, critican y asumen la institución desde el interior de la misma”
“Decir la institución desde la práctica artística”

La imagen destacada fue extraída de Internet por Gaspar Núñez y corresponde a una apropiación de una pintura de David Teniers el Joven, de 1651.

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