Yo soy marrón y ustedes son racistas aunque disimulen

Fotografía de Guadalupe Miles

Pasa todo el tiempo: ciertas personas me ven y piensan que les voy a robar. Ahora aprendí a nombrarlos, a nombrarme. 

Hace unos años me di cuenta de que había una serie de situaciones particulares en las que mi color de piel era muy relevante para otras personas.

Salir de mi entorno  familiar y  barrial  para entrar a la Universidad Nacional de Tucumán significó empezar a ver cada vez más personas blancas a mí alrededor.  Alguna vez creí que ninguna de esas diferencias importaban, después de todo estábamos estudiando en el mismo lugar.

Con el tiempo me di cuenta que la portación de cara existe, que a ciertas personas les dificulta o les extraña ver a un marrón como yo y pensar en características como estudioso o inteligente. Porque al parecer el perfil de intelectual históricamente le sienta mejor a los blancos. Detrás de la sorpresa o el halago por un modo de hablar, se esconde el prejuicio de no esperar elocuencia por parte de quienes no somos blancos. 

También me di cuenta que el vestir de cualquier modo, o con cualquier moda, podría traer muchos problemas en lo cotidiano. Estar vestido como un andrajoso estudiante de filosofía y letras siendo morocho era muy similar al estar vestido como un pobre sin más. “Porque los pobres son negros, y los negros roban.”

Resuenan en mi cabeza las enseñanzas de la abuela. Alguna vez pensé que eran simplemente rigidez moral, y con el tiempo pude ver  que intentaba también transmitir pautas de supervivencia al racismo. Esas pautas que le permitieron, siendo analfabeta, trabajar de empleada doméstica y vender comida para criar a 3 mujeres a mediados del siglo XX en Tafí Viejo. Un pueblo conocido  por su gran historia en talleres ferroviarios  y también por una fuerte división de clases.  “Hay que estar limpio, prolijo. Una cosa es ser pobre, otra es ser sucio”.

En los edificios donde viven mis amigos blancos siempre tuve que dar demasiada cuenta de quién era para entrar. Más de una vez soporté el desprecio en la mirada de gente blanca, esa miradita que te dice “no me gusta que estés aquí”. 

Hasta hace tiempo,  ante una mirada así automáticamente miraba mi ropa y analizaba “estoy vestido bien” o “estoy vestido mal”. Según ese criterio medía el grado de racismo de la otra persona. Porque ya incluso vestido “bien”, con los libros en una mano y facturas en la otra,  intentaba enviar el mensaje de que no entro al edificio a robar sino a estudiar con mi amiga.

Una cita de Bertolt Brecht me resonó durante años: “Me parezco al que llevaba el ladrillo consigo para mostrar al mundo cómo era su casa”.  Un poco así siento que fueron mis intentos por mostrar a los blancos que yo era otras cosas además de mi color de piel y lo que ellos tenían asociado a él, intentos de evitar discriminaciones cotidianas, a veces imperceptibles para mucha gente.  

Cuando quise plantear situaciones de discriminación racista en redes, en grupos y en distintos espacios, la gran mayoría de las personas miraron para otro lado, negaron el racismo en Argentina y pusieron la carga sobre la inseguridad. Porque los ladrones que muestran en la tele siempre son de distintas tonalidades de marrones. 

Mi justificación hacia las personas que reproducen el racismo fue quedando atrás a medida que leía y me encontraba con otras personas que estaban diciendo cosas de un modo tan claro que,  cuando las escuché por primera vez, se me erizó la piel. Como cuando escuché mi primera clase sobre Pierre Bourdieu y encontraban razones para explicar ciertas cosas que intentaba descifrar pero sin las categorías para ordenarlas.

A pesar de las lecturas sobre afrodescendientes,  no llegaba a incorporar ciertos temas: en mi barrio,  “ser negro” es otra cosa. Y a esos otros negros se los miraba de otro modo. Algo de estos cuerpos marrones del norte argentino necesitaba representación. “Identidad Marrón” leí, y entendí la necesidad de darle otro nombre a cosas que a fin de cuentas son lo mismo, prácticas discriminatorias por su color de piel. Después leí que “el colorismo” también es un debate, pero ya siento que hay un suelo firme en cual descansar mis pies.

A partir de conocer otras términos identitarios puedo decirme  y pensarme de nuevo. Tengo la tranquilidad de que no estoy loco, que no es mi hipersensibilidad ni me pasó a mí solo. Ese sentimiento al que llega una persona cuando se da cuenta de que la opresión es tan sistémica que se vuelve invisible hasta para los oprimidos. 

Este texto se escribió en el marco de la Beca Cosecha Roja

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