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Lecturas de fin de semana: Vamos negrita

Este texto de Gustavo Robles fue presentado en la segunda función de Picor de Rock, en el marco del FILT, el día viernes 19 de julio. Desde el primer momento, estuvo pensado como un artefacto de vinculación entre la literatura, la memoria y el rock nacional. Gustavo, en el taller de Marea Emocional, se encuentra en proceso de escritura y edición de una novela sobre la Argentina del 2004, del 2006 y de cómo el rock sucedió en aquellos días para un jóven tucumano y sus amigos en este país. 

Vamos negrita

¿Alguna vez detectaron el momento en el que nace un recuerdo? Es decir, cuando algo que vivimos en el presente inmediato, en ese del “aquí” y del “ahora”, se convierte, en el futuro distante, en un recuerdo que, con suerte, podría llegar a ser parte de nuestra nostalgia. Y si prestan atención, siempre hay un estímulo externo que hace que ese recuerdo vuelva; o mejor dicho, hace que nosotros regresemos a aquel momento en el que nació. Puede ser un perfume, puede ser un sabor, puede ser la textura de algo en nuestras manos, una imagen captada por nuestros ojos, un sonido… una canción.

A mediados de los noventa, en los inicios de mi adolescencia, descubrí el rock. Los Redondos fue una de las bandas que más escuché en aquellos años, después de La Renga y muchas otras más. En mi familia se escuchaba mucha música, pero el rock no era uno de los estilos que más sonaba. La persona que siempre se encargaba de musicalizar la cotidianeidad de aquel hogar en el barrio Crucero Belgrano —barrio en donde yo me crié— era mi tía abuela Leonor o Doña Negrita, como le decían, una señora que, desde que tengo memoria, ya era una viejita típica de barrio. Lo poco que vi de su juventud fue en blanco y negro muy opaco y en sepias borrosos que abundan en los albumes familiares, en esas fotos donde apenas se pueden distinguir siluetas y darles formas de personas. Aunque los rostros no tenían expresión, ella se las ingenió para siempre aparecer sonriendo, dando la sensación de que aquellas imágenes detenidas en algún momento del tiempo, en algún lugar, de repente, se llenaban de vida solo porque ella estaba ahí. 

Su piel más que bronceada y su pelo oscuro decían a gritos que había nacido en el Norte Argentino. Siempre bailaba, siempre tenía una razón para hacerlo. Su andar era una danza, con o sin música, así aparece en mis primeros recuerdos. Tantas historias escuché de fiestas barriales en la que toda la cuadra se acercaba para verla bailar y, aunque a su pelo se le iba escapando el color y en su piel se notaba el paso del tiempo, la Leonor seguía siendo una bailarina de mucha sonrisa. 

En mi adolescencia, pretender ser rebelde me hizo perder varios momentos con ella. Era esa época en la que no me gustaba nada, que estaba en contra de todo, que pretendía pelear yo solo contra algo que hasta el día de hoy no sé bien qué era ni qué es. Me escudaba y me encerraba en mí mismo y en el rock, lo único que de verdad me gustaba. Pero ella rompió esa coraza una tarde mientras sonaba una canción de Los Redondos. Se puso a bailar y limpiar la casa con esa gracia tan propia y yo le dije: “Eso no es para bailar abuela…”, con toda la estupidez de adolescente. “¿Cómo que no? toda la música se baila”, me respondió sin dejar de moverse al ritmo de la guitarra de Skay y del saxo de Sergio Dawi. Y cuando llegó al estribillo, estalló de alegría. Con un tono triunfal y casi burlón dijo: “Escuchá, changuito, me están cantando a mí”. La voz del Indio Solari repetía, una y otra vez: “vamos, negrita, bailá hasta el fin; vamos, negrita, hacelo por mí”. Yo me reí y con esa risa me entregué atado a su gracia. Tenía razón, le estaban cantando a ella.

Pasamos la tarde hablando de Los Redondos, le dije que la canción se llamaba “Caña Seca y un Membrillo” del disco Lobo Suelto Cordero Atado. Le costó entender que Patricio Rey no era el cantante y que ni siquiera era un integrante de la banda. Yo le quise explicar con mi pseudo filosofía ricotera de aquellos años, pero creo que la confundí aún más. Después, me preguntó sobre otras canciones, la hice escuchar varias, pero ella ya había elegido la suya. 

“Escuchemos: Negrita”, me decía, de vez en cuando, y tarareaba la melodía. En aquellos años pude jactarme de tener una tía abuela ricotera, aunque solamente le gustaba ese tema. Era ricotera la Negrita porque iba y venía por toda la casa bailando su canción. Aunque un día no pudo hacerlo más. La memoria se le fue borrando de a poco, los nombres se mezclaron en su cabeza, los rostros familiares que veía empezaron a parecerle desconocidos y se quedó sentada en una silla sin poder levantarse de nuevo, mirando por la ventana a un punto fijo. 

Todos en mi familia aprendieron a convivir con eso, todos menos yo. Me negué a aceptar que no se acordaba de aquella tarde en la que nos pasamos hablando de la banda que a mí tanto me gustaba. Me negaba a entender lo que le estaba pasando y, en más de una ocasión, quise que eso también me pasara a mí. Le pedía a algún Dios religioso y milagroso en el cual yo no creía que me hiciera abandonar el peso de la cordura que me ataba a una realidad en donde ella ya no estaba. Yo quería cruzar por esa puerta de locura y encontrarla, bailando, como siempre lo había hecho; quería que los dos nos olvidemos del mundo en medio de esa oscuridad y que el mundo se olvidara de nosotros. Y no pude hacerlo, lo intenté y me esforcé, pero de tanto que me costó, empezó a dolerme.

Era difícil volver a conectar con ella. Pero un día, entendiendo que después me iba a arrepentir si no intentaba tener una última charla, me senté a su lado sin saber qué decirle exactamente. Ella miraba por la ventana abstraída de todo, en medio de esas nubes de débil memoria que le quedaban. No se percató de mi presencia y permanecimos en silencio unos minutos hasta que, con un nudo en la garganta, le dije: “Dios ya no quiere que bailes…”. Ella negó con la cabeza y, sin dejar de mirar hacia afuera, dibujó una sonrisa en su rostro y me respondió: “No, Dios ya no me aguanta quieta”. Me miró y los dos nos reímos. Yo la tomé de las manos y, simulando bailar sentados, volvimos a tararear su canción: “Vamos, negrita, bailá hasta el fin; vamos, negrita, hacelo por mí”.

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