Esta pieza fue producida en taller de construcción de obra de Marea Emocional para el mes del orgullo LGBTQP+. No solo viene a contar una historia bien tucumana, sino también a reparar cuerpos y subjetividades amenazadas por prácticas territoriales heterosis, patriarcales, como el famoso “capotón al cumplañero”. Elegir vivir en un cumple, rodeado de tribus que nos cuidan y a las que cuidamos, nos permite volver a habitar ciertos espacios y, sobre todo, construir muchos nuevos. Elegimos escribir y editar estos relatos para inscribir nuestros nombres en la Memoria Colectiva.
Ramiro Grignola
Tucumán
Entre otros rituales adolescentes, al menos en Tucumán, existe el “capotón al cumpleañero”.
En una atípica tarde helada de julio, la pileta de Central Córdoba despedía un denso vapor. Yo tenía puesta la zunga por debajo de la ropa para no tener que pasar por el vestuario. Me saqué todas las capas de polar ahí, al lado del agua. Abrí la mochila. Busqué las antiparras y guardé todo mi invierno dentro. Caminé descalzo hasta el borde azul pisando algunos charquitos que me pusieron la piel de gallina. Metí la puntita del pie para chequear la temperatura. Y sí, estaba fría.
Empecé a tomar coraje para saltar, pero escuché una manada de seis acercándose a la puerta de vidrio. Venían de merendar, como todos los jueves. Nos miramos y no nos saludamos. El entrenador les llamó la atención por su horario de llegada. Mientras ellos apuraban el paso, yo me tiré y nadé crol a buen ritmo para contrarrestar el frío del agua con calor corporal.
Terminando mi segundo largo de calentamiento, sentí los chapuzones de cada uno de los miembros. Fui haciendo perrito hacia la punta del andaribel cuatro. El malón se me acercó entonando en un coro engolado: “Qué los cumplas feliz, qué los cumplas feliz, qué los cumplas, qué los cumplas, qué los cumplas feliz”. Seguido de un intenso chapoteo de agua, piñas y patadas subacuáticas. Ni ellos, ni el profesor sabían que ese día no era mi cumpleaños.
Veinte años después, piso unos charquitos en una bolicha y me sumerjo a nadar en el frío del recuerdo. Pero la tribu maricona de ocho personas me devuelve el presente bailando sin escatimar perreos. Una tribu que viene de hacer previa, de comer panchitos con salsa, tomar fernet y corear Paulina Rubio en la cocina de mi casa.
Veinte años después, no hay capotones en mis aguas, solo sirenas e himnos pop.
Me estruja el corazón pensar en el dolor de quienes fueron y son víctimas de diferentes formas de violencia, pero me esperanza saber que nos estamos de construyendo, que hay quienes luchamos día a día por desnaturalizar conductas que estigmatizan y agreden. Hermoso relato. Te amo Ramiro