Vi el documental sobre el femicidio de Nora Dalmasso y me llevó directo a mis 20 años, cuando escuché por primera vez ese nombre. La televisión repetía imágenes, rumores y detalles morbosos. Hoy entiendo cómo el espectáculo del dolor puede eclipsar la justicia. ¿Qué nos enseña este caso a la luz de una perspectiva feminista?
El fin de semana vi el documental Las mil muertes de Nora Dalmasso, dirigido por Jamie Crawford, en Netflix. Cuando terminó el último capítulo, me quedé en silencio largo rato. Volví a 2006, tenía 20 años, y escuchaba por primera vez ese nombre: Nora Dalmasso. Ese mismo año, en febrero, había sido asesinada Paulina Lebbos en Tucumán. Al ver el documental, el recuerdo de ambos casos me volvió al cuerpo como un golpe seco. Ese sabor amargo de la impunidad que, con los años, aprendimos a masticar sin resignación, pero con bronca.
En ese momento no sabía lo que era un femicidio. No conocía el feminismo. Me acuerdo que los programas de la tarde hablaban de ella como si fuera un personaje de ficción: una mujer rica, provocadora, madre, infiel, transgresora. Se habló más de su vida íntima que de los sospechosos. “Algo habrá hecho”, decían. “Jugaba con fuego”. “Se lo buscó”.
El documental muestra con crudeza cómo la justicia y los medios fallaron. Cómo desviaron la investigación, sembraron sospechas absurdas, hicieron circular versiones sin pruebas. Cómo revictimizaron no solo a Nora, sino a toda su familia. Cómo una mujer asesinada terminó siendo, para muchos, culpable de su propia muerte. Porque no era la esposa ideal. Porque tenía vida social. Porque tenía deseos. Porque estaba viva. Este esquema de complicidad judicial y mediática, se continuaría repitiendo.
Ese dispositivo es lo que Rita Segato llama la pedagogía de la crueldad: un sistema que nos entrena, que nos enseña a mirar con violencia, a consumir dolor ajeno como entretenimiento. Este concepto utiliza mi colega Celina de la Rosa para reflexionar sobre la cobertura mediática del Caso Alperovich y cómo desde el feminismo aprendimos a construir otras narrativas.
El caso Dalmasso fue eso: una lección pública sobre lo que pasa cuando una mujer se sale del molde. Y fue también un mensaje para todas nosotras: si no cumplís el mandato, te exponemos, te humillamos, te matamos.
Durante años, esas narrativas fueron dominantes. Pero el feminismo nos dio otras herramientas, otras preguntas, otras respuestas. Nos enseñó a nombrar lo que antes no sabíamos cómo decir: femicidio, revictimización, violencia mediática, complicidad judicial.
Al igual que el femicidio de Paulina, la Justicia aún no pudo encontrar al culpable de lo que sucedió el 25 de noviembre de 2006 en el barrio Villa Golf Club, en Río Cuarto.
Ver el documental hoy, casi 20 años después, fue doloroso pero necesario. Me recordó por qué elegí contar las historias desde otro lugar. Me reafirmó que el periodismo no puede ser una máquina de triturar subjetividades. Que tenemos una responsabilidad. Que no todo vale.
Todavía hay muchas Noras. Y todavía hay muchos medios dispuestos a hacer del dolor un show, de la violencia, morbo. Por eso, cada historia que contamos, cada palabra que elegimos, tiene que ser parte de una contrapedagogía: una que desarme la crueldad y construya, en su lugar, una mirada que abrace la dignidad de las víctimas.