Como naranjo en vereda tucumana

Carolina Inés Araujo es Doctora en Humanidades, Máster, licenciada y profesora de Filosofía. En esta nota reflexiona y propone algunas bases para pensar colectivamente posibles cambios factibles de iniciarse desde la cuarentena. La idea es la siguiente: ¿cabe la posibilidad de organizarnos colectivamente en una lógica plural y no binaria?

En un mundo ideal, el presidente dijo: “quédense en casa” y todos y cada uno se quedaron, a pesar de sus múltiples realidades y carencias, dificultades o puro aburrimiento. Pero eso no pasa. ¿No sería una fantasía pensar que absolutamente todos van a respetar la cuarentena? Y si es así, ¿por qué vociferar, enojarse y agredir al que no lo hace? ¿Nos enojamos porque no hacen lo que deberían y nos ponen en riesgo? Este fenómeno particular es el que me gustaría explorar y sobre el cual quisiera proponer, a modo de esbozo, un concepto filosófico.

En estos días, algunos pensadores están elucubrando lo que podría representar este evento en términos de transformación y modificación del capitalismo y nuestro estilo de vida a nivel mundial[1]. En esta ocasión me gustaría aspirar a otro tipo de reflexión, que quisiera entender como un ensayo filosófico con efecto práctico, para que podamos ir pensando colectivamente posibles cambios factibles de iniciarse desde la cuarentena, aunque más no sea a modo de experimento social[2].

Volviendo a la situación que describía, a esta polarización entre los que se cuidan y los que no,  pienso que corremos el riesgo de volver a situarnos en la recurrente lógica dicotómica que parece caracterizar nuestra construcción identitaria argentina. División, además, instalada en la ira o enojo de quienes consideran que el otro no respeta un acuerdo o atenta contra su vida y la de los demás, y también en la indignación de quienes se sienten incomprendidos porque tienen que salir a trabajar igual o porque no hay una casa a la que volver. También podemos incluir la despreocupación de los que quieren salir sólo por interés personal. Nos hemos librado momentáneamente de una grieta, pero no de la vieja lógica binaria que nos escinde en polos opuestos, ignorando la pluralidad y diversidad agolpada tras estas opciones.

Por mi parte, vengo rumiando la posibilidad de que, más allá de los cambios que puedan efectuarse a nivel económico o político, hay una reflexión social –o antropológica, si se quiere– , que podemos proyectar mientras transitamos esta coyuntura. La idea es la siguiente: ¿cabe la posibilidad de organizarnos colectivamente en una lógica plural y no binaria?[3]. Pareciera a veces que es extremadamente arduo erradicar los binomios, las dicotomías y los bandos opuestos de nuestras expresiones y modos de pensar; y, sin embargo, si nos detenemos algunos minutos a examinar nuestra vida cotidiana, nuestros vínculos o incluso nuestro país, la diversidad y la pluralidad nos golpea en la cara. De modo que lo que estoy diciendo, en definitiva, no es más que aceptar una lógica que ya opera en nuestras experiencias, pero que negamos, o mejor dicho, desatendemos y descuidamos.

Me parece que lo que estamos buscando está presente en nuestra comunidad como los naranjos en vereda tucumana, casi silvestres e insuficientemente valorados. Parece difícil que todavía sigan ahí, impertérritos; cada vez menos, pero ahí están. Hay que poder mantenerse en pie con la cantidad de changuitos saqueando las naranjas, las plagas y los descuidos de los vecinos porque el árbol pobrecito está ahí en la vereda y no es de nadie. Sin embargo, insisto, ahí están, dando azahares y naranjas en invierno y alergia a uno que otro asmático.

¿Qué podrían representar esos naranjos? Quiero pensar que podría ser la actitud de cuidado que ha tomado protagonismo, un poco ambiguo y extraño, en estos días; pero potencialmente fructífero. Siguiendo esta alegoría, podríamos pensar la posibilidad de una reconfiguración identitaria en términos de arraigo a una identidad colectiva sustentada en el cuidado[4]. La identidad colectiva se suele entender como una construcción sociocultural y también como la percepción subjetiva que construyen los miembros de una comunidad sobre los elementos culturales específicos del grupo[5] . La idea consistiría entonces en generar espacios de identificación colectiva a partir de la referencia a un rasgo común, que en esta ocasión sería el cuidado. Voy apenas a sugerir esta idea, considerando estas dos cuestiones:

1. Prescindo aquí de la noción de construcción colectiva, quizás porque la expresión construcción no sea la más adecuada, porque ojalá pudiera uno armar un plan o proyecto ideal y tomar el material para edificar e instalar, en medio del caos, un hermoso edificio blanco impecable que nos llene de orgullo y admiración. Quizás erradicando esta idealización, podamos comenzar de a poco a dejar de renegar de quienes somos. Así pues, quiero pensar no la construcción de una identidad colectiva, sino el arraigo en una identidad colectiva.

Si bien me gustaría emplear el concepto de arraigo, no tiene que ver con la pertenencia a un determinado territorio. Entiendo la noción de “arraigo” como la posibilidad de apropiarse y proyectarse en diversos núcleos identitarios, sin necesidad de afincarse en uno solo. Estos núcleos también pueden remitirnos a vínculos, intereses y costumbres que exceden la territorialidad. Esto es posible en nuestra época gracias a la ubicuidad tecnológica, que ha cambiado drásticamente la manera en que nos constituimos subjetivamente.

Además, se me ocurre que para comprender este arraigo hay que modificar algunos presupuestos bien afincados en nuestra comprensión elemental de la vida cotidiana. Implica, en buena parte, abandonar la vieja añoranza de consistencia y homogeneidad propia de la lógica dualista occidental. La inasible y fluctuante confluencia y divergencia de intereses, ideas y valores que nos atraviesan nos impide plantarnos de lleno con una identidad rígida que trace bordes definitivos y tajantes; de tal manera, que tendremos que asumir la posibilidad de adherirnos a núcleos rodeados, sin excepción, de contradicciones; incluso, al punto de estar bajo constante amenaza de fractura.

De modo que esta propuesta de arraigo no consiste en definir los bordes dentro de los cuales vamos a sentirnos identificados, por ejemplo, asumiendo que soy “tucumana” (y no “que vivo en Tucumán”) y que esta identificación colectiva no implica un catálogo detallado de conductas, principios y valores que me van a separar de las “no tucumanas”, en términos de polaridad.

Una modalidad flexible de constitución identitaria colectiva implicaría identificar un punto de arraigo neurálgico –que, al menos incluye una característica o rasgo en común y, con suerte, algunas más–, a sabiendas de que constantemente habrá que defenderlo a fuerza de constante consenso y redefiniciones. Y, en contrapartida, encontrar el punto de arraigo conllevaría renunciar a forzar la cohesión en otros aspectos, permitir la aparición de la contradicción y el disenso en tanto sigamos compartiendo el punto de arraigo.

2. Quizás podríamos pensar que, a partir de nuestra situación actual, la noción de cuidado podría constituirse en el punto de arraigo de nuestra identidad colectiva, que puede cohesionarnos sin erradicar, bajo ningún punto de vista, la diversidad y la contradicción de creencias, ideologías y formas de vida. Empezar a pensarnos colectivamente unidos por el interés del cuidado.

Ahora bien, si hay cierto consenso en afianzarnos en esta idea como parte de nuestra identidad colectiva, quienes no comparten este punto de arraigo no ponen en riesgo, per se, nuestra decisión de identificarnos con el cuidado. En todo caso, quienes no desean afincarse en el interés del cuidado están, en estos momentos, en los márgenes de desarraigo en referencia al interés compartido de un grupo identitario. Y tenemos que reconocer que muchas personas no pueden adherirse allí porque no está en sus posibilidades, por ejemplo, porque se encuentran luchando por su supervivencia. De modo que nuestra noción de cuidado les resulta muy ajena e improbable.

Es cierto que a veces los comportamientos de quienes no comparten nuestras creencias e intereses pueden representar una fractura para la frágil y endeble cohesión identitaria, o un riesgo vital. Sin embargo, el planteo teórico implicaría reformular las potenciales conductas defensivas: ¿lanzar peroratas de insultos, agredir y obligar a quienes no quieren (o no pueden) afincarse en nuestro mismo interés o deseo?

¿No convendría, en dicho caso, activar la actitud de cuidado con la que nos hemos identificado? ¿No sería más efectivo, si bien más difícil, hacer deseable y posible al otro arraigarse en el mismo punto? Poder comprender esto, creo yo, quizás nos permitiría recurrir a la actitud de cuidado y no a la represión y a la agresión para cohesionarnos bajo una misma identidad colectiva.

Creo que esto es algo que podríamos ir pensando mientras sostenemos la cuarentena y, a posteriori, comenzar a replantear nuestras actividades en términos de identidades colectivas. Y, ojo que no estoy retomando la vieja idea del “ser argentina” o “ser tucumana” con alguna connotación esencialista o romántica. Para nada. Estoy pensando en que habrá que aprender a arraigarnos en el ser tucumanos o argentinos y dejar de despotricar de nuestra identidad colectiva, venciendo nuestras tremendas ganas de matar al vecino o de tirarle alcohol en gel por la cabeza porque no se queda en casa. Empezar a cuidarnos, pero de verdad y a todas, todos y todes, pero no sólo porque #somosresponsables y #mequedoencasa, sino porque el otro también es quien yo soy, porque somos. Nada fácil, por cierto, pero nada más posible y resistente que naranjo en vereda tucumana.


[1]    Dos lecturas interesantes sobre el tema son los que efectuaron Slavoj ŽiŽek y Byung-Chul-Han, no haré referencia a los mismos en este artículo (Ver Žižek, S.: Pandemic! Covid-19 Shakes the World. OR Books, Ebook, 2020).

[2]    Coincido plenamente en estilo crítico mordaz de los escritos neomarxistas de corte frankfurtiano, pero también reconozco la validez de las objeciones a su frecuente culminación en callejones sin salida, en parálisis política o frustración de la iniciativa transformadora.

[3]    Hace rato ya que se han esbozado sistemas lógicos que operan con las inconsistencias, sin apelar a los principios aristótelicos tradicionales de identidad, tercero exlcuido y no contradicción. Bien podríamos asumir la tarea de aterrizar estos avances teóricos y técnicos en manifestaciones concretas en los modos de razonar y entender nuestras construcciones identitarias.

[4]    La noción de cuidado es uno de los aportes de las teorías feministas. A partir de allí se plantean políticas de cuidado, el problema de la redistribución del cuidado, etc. Carol Gilligan propone una ética del cuidado, fundamentando su posición a partir de los estudios del desarrollo moral en las mujeres, que en contraposición con la moral de la justicia, insiste en el carácter normativo y punitivo. La propuesta de redistribuir el cuidado implicará romper su anclaje como función específica del género femenino y asumirla como tarea colectiva (ver Carol Gilligan,  In a different voice: psychological theory and women’s development, Harvard University press, Cambridge, Ma.1982).

[5]    Para un desarrollo pormenorizado del concepto, ver Maldonado, A. y Olvia, A.: “La construcción de la identidad colectiva”, en Convergencia, vol.17no.53Tolucamay./ago.2010.

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