Yo alguna vez también dije

Por: Lucrecia para Revista Wacho

‘Qué carácter que tenés’

‘Tenés mucha personalidad’

Frases de tipos que alguna vez “me describieron”. Me pregunto cuántas veces a un varón le dijeron que tenía “mucha personalidad”, sea lo que sea que eso signifique.

Por hacer un chiste, por dar mi opinión, por mandarlos al carajo por un comentario de mierda. Los varones siempre sintieron la libertad de adjetivarme para marcar el límite de lo que sí y lo que no.

Yo alguna vez también dije, hace muchos años, ‘Ni feminista ni machista’. Para resguardarme de las acusaciones, para no ser tachada de extremista, para hacerme la pensante y no suscribir de una a todo. Pero, desde chica, siempre supe o intuí cómo funcionaban las cosas y cuál era mi postura ante eso.

Les comparto un fugaz racconto de algunos episodios que recuerdo sin ningún esfuerzo:

Una vez en el bondi, un tipo se masturbó al lado mío. Era verano y hacía calor, yo tenía puesto un vestido ¿por qué me acuerdo de la ropa que llevaba puesta y por qué lo escribo más de 10 años después?

Otra vez, también en el bondi, un tipo me apoyó hasta que sentí el calor de su cuerpo a través de las dos capas de abrigo que llevaba puestas. Supongo que pensó que me gustaba, supongo que pensó que lo estaba permitiendo. En realidad solamente no pude entender que alguien estuviera haciendo algo así, en realidad solo pensé que era propio del amontonamiento hasta que entendí, hasta que me cambié de lugar, en silencio. Cuando me bajé del colectivo sentí una vergüenza y una bronca gigantes por no haber dicho nada.

Tengo 30 años. Hace poco, caminando por Plaza Italia a la una de la mañana, dos tipos que iban en un auto me gritaron: ‘¿Qué hacés solita a esta hora por acá? Tené cuidado’ Los mandé a la mierda y me quedé pensando ¿qué pasa si camino sola a esta hora por acá? ¿qué insinúa esa pregunta? ¿Cuidado de qué? Tengo 30 años y nadie debería preguntarme qué hago caminando por la calle. Llegué enojada a lo de mi novio. Le conté lo que pasó pero él no lo entendió. Llegué llorando de rabia al trabajo la mañana siguiente, mi compañera sí entendió, ¿por qué nos dicen a las mujeres que tenemos que tener cuidado?

Una vez un pibe me dijo que no iba a pasar nada que yo no quisiera mientras trataba de convencerme de que fuera a su casa a ver una película. ¿Por qué nos aclaran que no van a violarnos como si eso fuera algo normal?¿Cómo sería que pasara algo que yo no quisiera que pase?

Otra vez, otro pibe, objetó: no podés dejarme así; e insistió hasta el cansancio para que calmara sus ganas. ¿Por qué no puedo ‘dejarte así’? Yo alguna vez le rogué a un pibe, ‘no te enojes’, por no querer tocarlo. Por no tener ganas, por no gustar de él. Pedí disculpas por no querer tener relaciones sexuales. Permití que me explicaran cosas que ya sabía, más y mejor. Supliqué que se pusieran un forro, una y otra y otra y otra vez; como si fuese la única responsable.

En mi viaje de egresados, fui testigo de situaciones a las que todavía me cuesta ponerles nombre ¿Consentimiento? Nunca me hablaron de eso en la secundaria. Solo sé que hasta el día de hoy siento angustia por no haber actuado de manera diferente, por no haber sabido más y mejor: necesitamos más información más temprano. Hoy hubiera sido diferente.

“Me gusta coger con chicas vírgenes porque no la tienen estirada, siento más’, me dijo otro, tratándome como de segunda mano por no cumplir con sus requisitos de calidad virginal e ignorando cuestiones fisionómicas básicas.

‘Vos no tenés que moverte a buscar nada, acá hay mujeres’ dijo un invitado en mi casa una vez, dirigiéndose a mi papá en presencia mía y de su esposa, dejando claro el lugar de servidumbre que se nos ha impuesto durante tanto tiempo. Trabajo doméstico no remunerado disfrazado de amor, instinto maternal, cuidado, vocación por el hogar, o como quieras llamarlo.

En el colegio, siempre quise elegir un taller en el que se armaban aviones con madera balsa. Nunca pude, porque era exclusivo para varones. A fin de año, los alumnos del taller subían a la parte más alta del edificio y en frente de todos tiraban sus aviones para ver cuál llegaba más lejos y mostrar sus creaciones. Las chicas íbamos a buscarlos y se los volvíamos a subir para que pudieran tirarlo de nuevo. Nunca construí mi avión de madera balsa.

Recibí preguntas sobre cocina, como si supiera cocinar, y desde chica escuché estereotipos que no me representaban como el de ser prolija con las carpetas del colegio u ordenada en mi casa: “las mujeres son más prolijas”, decían, y yo, en silencio, me preguntaba de qué planeta habría salido yo, que soy un quilombo.

Jefes diciendo cosas inapropiadas. Compañeros del colegio acosándonos a mí y a mis amigas por vírgenes o putas. Confesar la mastubración, negarla, obviarla, transpirar porque de eso no se puede hablar. Sonreír cuando un compañero de laburo se refiere a una mujer como ‘gato’, ser cómplices aunque sintamos malestar físico por no decir nada. Ser indulgentes porque  “son de otra generación”. Pelearme en una previa con un machirulo impune a quien nunca nadie le puso un límite; ya no poder divertirme con la gente de siempre. Ya no poder dejar pasar más nada. Sentir asco, así de fuerte como suena. Sentir tristeza y enojo. Ya no callarme para no ser ‘complicada’.

Mi primo Tomás dice que soy extremista y me manda un print de sus amigos arreglando para ‘irse de putas’. Mi amigo Fernando dice que ya no se puede hablar. Alguien en el colectivo comenta que ya no se salva nadie y que somos violentas. Alguien pregunta qué falta hace estar en tetas pintando paredes.

Iúdica en televisión y una mujer que mira, sin estar sentada en la mesa, cómo los tipos opinan. Burlas sobre chicas Trans. ‘Les rompimos el orto’, celebran los hinchas. ‘Nos vamos a coger a Huracán’, anuncian los de otro equipo. El sexo libre y hermoso devenido en violencia y dominación. El sexo como sinónimo de humillación y conquista, penetración como violación. El patriarcado se mete hasta en tu cama y la arruina.

A mi amiga Sofía el feminismo no la representa, dice.
“Lo escrachan pero no hacen la denuncia”, señala mi primo.
“Ningún extremo es bueno”, acota mi tía.
“¿Qué opinás de Male Pichot?”, me provocan.
“Las mujeres también son violentas con los hombres”, dice otro que no sé ni cómo se llama.

Todas las palabras me dan lo mismo porque ninguna puede equiparar en peso y contundencia la experiencia de 30 años de ser mujer en un sistema patriarcal. A mí no me la contó nadie y no necesito adoctrinamiento para ser feminista.

Lo soy desde antes de ponerle palabras. Desde que en mi diario ìntimo a los 8 años me preguntaba por qué en las revistas había mujeres desnudas y no varones, desde la total inocencia. Todavía no sabía que mi cuerpo era un objeto sexual. Que mi bikini era sinónimo de muchas cosas y que mi deseo era algo que tendría que disimular para siempre.

Minas bien, para presentarle a la familia; y otras que no. Tipos que quieren saber a cuántos me cogí. Idiotas diciéndome que no diga malas palabras porque me queda feo. Que me siente con las piernas cerradas, que qué horror las marimachos. Forros que me tocan el culo en el boliche. Profesores pajeros en la secundaria. Tipos poderosos que solo te escuchan si les parecés linda. Hombres privilegiados que hablan con impunidad y ningunean a mis compañeras. Y la lista sigue, y no siempre tengo la respuesta de qué debería hacer y, sobre todo, el valor para hacerlo. Quiero ser mucho más contundente porque estoy cansada de sonreír incómoda cuando alguien dice algo que me rompe los ovarios y porque sé que es importante hacerlo de una vez por todas.

Qué suerte estar viva para vernos juntas cambiando la historia. Gracias por hablar y ser ejemplo, por hacerme sentir menos sola.

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