Alejandro Mamaní es salteño y vive en Buenos Aires. Es abogado de Ammar y activista marrón. “¿A cuántos contactos y piezas estamos de salvarnos y de salvar a los que queremos?”, se pregunta en este texto e interpela a que todes lo hagamos.
Desde que comenzó el aislamiento social preventivo y obligatorio, pasé bastante de este tiempo leyendo múltiple contenido, desde posteos autobiográficos, que intentan ser objetivos pero son un diario íntimo de un universitario, hasta escritos de filósofos euro-players anar-coins. Una de las cosas que más me interesaron es la negación a ver la realidad que está allí afuera, saliendo de nuestro estanque.
La pandemia – crisis – paranoia social- nos deja al descubierto el lugar que ocupamos en el tablero. Desaparece la niebla y nos enfrentamos al espejo en donde nuestros ingresos, contactos, lugares y capitales diversos se ven nítidamente. Con las calles vacías el tablero es más claro y nos muestra qué seríamos capaces de hacer por esas personas que queremos, cuánto de nuestra vara ética moral se movería, hasta dónde correremos riesgos.
El temor de contraer este “virus” se viene enlazado al temor de un derecho al acceso a la salud precario, algo de lo que las clases populares saben bastante, pero que no es puesto en debate social de una forma explícita. La clase media argentina abandonó hace rato el sistema público de salud, esa clase media que sabe sus derechos, la que tiene primos abogados, tíos jueces, algún cuñado intendente, algún primo segundo legislador. Esa clase que, más allá de saber bien cómo hacer ejercer sus derechos, en algunos casos tiene la posibilidad de endulzar los procesos para que estos sean más efectivos.
Esto nos deja un tablero con una premisa simple: a cuántos contactos estamos de poder acceder a un servicio de calidad, a sabiendas que a mayor calidad más fino el tamiz. A cuántos contactos y piezas estamos de salvarnos y de salvar a los que queremos. Este cálculo se mueve subrepticiamente entre los casilleros.
En los territorios más pobres no sólo es escaso el dinero, la brecha social es más grande. Las vidas del lado de aquel que no tiene recursos valen menos, y todo se olvida en el silencio del tiempo. Con esto no quiero hacer sentir culpas, porque si algo aprendí del catolicismo es que la culpa no sirve para nada, y que los que se van de una religión a otra para hacer sentir dolor no aprendieron nada.
Me sorprende sí la dinámica de las personas que tienen una estabilidad sostenida y proyectable analizando la desgracia de este confinamiento. No porque no puedan hacerlo, existe la libertad de expresión, sino porque las desgracias ajenas les salpican a metros y sorprende ver cómo en el análisis no se lleva siquiera unas gotas de esa realidad.
En estos días también admire bastante a personas que ya admiraba, y a otras que no, pero que me enseñaron que cuando las papas queman se ponen los guantes y el “barbijo”. Muchas de ellas ni se llevan bien entre sí, otras no se conocen, pero creo que estos momentos nos corren el velo de la ficción. Nos ponen la ñata contra el vidrio y nos hacen mirar esos lugares que, por más que pasamos cien veces, evitamos ver.
Podemos entender que hay personas que pasan momentos malos y también que existen otras que absorben desgracias ajenas para bañarse en el dolor de otros. Esta es una dinámica propia de este tiempo y propia de las redes que no logro todavía entender como un fin en sí.
El derecho a la salud de calidad es tan importante como cualquier otro derecho primordial, los que no acceden a ella o lo hacen de formas precarias son personas de sectores populares. Son las empleadas domésticas que limpian sus casas, son los pequeños comerciantes, son los obreros de la construcción, son la gente que vive de la economía de subsistencia, son las travestis de clases populares. Todos los que tienen que trabajar y que les carcome la incertidumbre, sin tiempo para dramas porque en el día a día tiene que actuar, y ya habrá tiempo para sentirse mal.
Reitero, no quiero generar culpa, tengo que ser textual pues la literalidad también es un drama de internet. Pero si aún así alguien siente culpa, use la tarjeta y transfiera a gente que la necesita, a organizaciones, a sus empleadas, a la gente con la que dejaron de tener contacto y pagarles por esta cuarentena. La culpa no cambia nada, las acciones sí.
El sector de la sociedad que vive el día a día muta constantemente, porque mutar es sobrevivir. Los que tienen tiempo para “jugar a aprender” la perfomance social de mutación y después tribunear dicotomía son otres, los mismos que pueden vender una verdad de perogrullo envuelta en un neolenguaje, planteado como el estampado de una idea nueva, para cobrar más caro. La rebeldía de las reflexiones en casa se la dejo para Paul Preciado.