La película El motoarrebatador, dirigida por Agustín Toscano, se estrenará mañana en salas de todo el país. Pedro Arturo Gómez, docente de la carrera de Ciencias de la comunicación y la EUCyT (UNT), escribió una reseña para La Nota luego de asistir a la avant premier el pasado lunes 4 de junio.
por Pedro Arturo Gómez
Ésta es la historia de un arrepentimiento y de la voluntad de purgar una culpa. Un par de ladrones montados en una motocicleta al quitarle su bolso a una mujer mayor que acaba de salir de un cajero automático le causan un severo daño. Poco después del robo el joven conductor de la moto, Miguel (Sergio “Negro” Prina) comienza a sentir remordimientos y emprende una serie de acciones que van acercándolo a su víctima, Elena (Liliana Juárez) hasta ponerla bajo su cuidado. Estas maniobras de redención, que incluyen el traslado de Miguel junto con su
pequeño hijo a vivir en la casa de Elena, se ven facilitadas por la pérdida de la memoria que sufre ella. Sin embargo, la vida bandida del muchacho, de la cual trata de alejarse, arroja sombras y presencias que lo acechan y terminan acorralándolo.
Al igual que en Los dueños (2013) -película con la que Agustín Toscano debutó en la dirección cinematográfica acompañado por Ezequiel Radusky– El motoarrebatador relata el intento de vivir una vida distinta a través de la ocupación de la vida y morada de otro. Pero esta vez no se trata, como en aquella primera realización, del conflicto entre clases sociales en clave de ágil comedia costumbrista, sino de un drama social narrado con precisas dosis de tensión, acción y textura emocional, alumbrado por toques de humor que se disparan con espontánea vivacidad. El
contexto es la huelga de policías ocurrida en Tucumán en 2013, durante la cual se precipitaron saqueos a supermercados, negocios y casas de familia, trasfondo en el que también se enreda Miguel mientras trata de entretejer un vínculo con Elena.
Además de su eje en las aflicciones sociales, el melodrama clásico y la comedia de enredos son las canteras de las que El motoarrebatador extrae materiales como el de la amnesia de un personaje como elemento tanto para la construcción dramática como para la humorística. Este recurso conlleva el peligro de una mecánica que puede no funcionar arrancada de la maquinaria y lógica de esos géneros; sin embargo, en este caso el clisé de la pérdida de la memoria es puesto a trabajar con eficacia en un verosímil siempre al filo de la cornisa, pero en todo momento
sostenido por la fortaleza de las actuaciones y la fluidez narrativa. Cierto que el dispositivo rechina a veces -como ocurre con el papel escasamente creíble que desempeña el personaje de una doctora- pero el conjunto logra ser más sólido que algunas de sus partes.
Otra pieza que suma, extraída del repertorio de los géneros cinematográficos, es la impronta del western urbano, elaborada aquí con nervio y dinamismo, en el enclave de una ciudad provinciana arrasada, abandonada a su suerte, donde este motochorro es un antihéroe quebrado que oscila entre el anhelo de redención, la desesperación y la violencia, carcomido por una afectividad astillada. El delincuente trazado en la horma del western urbano que abraza la relación con su hijo y con una mujer capaz de redimirlo son rasgos de contenido que, junto con
procedimientos formales como una buena utilización de las tomas aberrantes, emparentan a este film de Agustín Toscano con el Adrián Caetano de Un oso rojo (2003) y Crónica de una fuga (2006). También en sintonía con Un oso rojo aparece cantado en un arrullo el Himno Nacional Argentino, un emblema patrio que no
alcanza como aliento para el pueblo real, apenas quizá como una canción murmurada para convocar el refugio del sueño. Además, es posible advertir –como lo han señalado algunos críticos- los aires de una obra como Pickpocket (1959) de Robert Bresson -más por el tema que por el estilo- y de realizadores como los hermanos Dardenne, por el tratamiento de personajes oprimidos por un dilema moral o ético, en encuadres de planos cerrados que recrean el acoso de la conciencia atormentada.
Con la firmeza de su determinación narrativa que se nutre de tipos humanos, situaciones y comportamientos propios de unas coordenadas geográficas y socioculturales específicas, Toscano logra más que una “película tucumana” –etiqueta que exige revisión en el marco de sus reales condiciones de producción- una película en tucumano, donde el color local no resulta una imposición ni un instrumento efectista. Al mismo tiempo, confirma la energía y las latentes potencias de la producción audiovisual de esta atribulada provincia del noroeste argentino,
dentro del cerco de las actuales políticas del Estado nacional que con sus medidas de recorte asfixian la producción cinematográfica independiente.
Libre de cualquier prejuicio clasista, esquematismo maniqueo o énfasis sentencioso, El motoarrebatador tiene el valor de mostrar a sus criaturas con el volumen que proviene de sus actos, preservando el enigma del origen y naturaleza de la delincuencia, rescatado de las miradas deterministas irritadas por la “inseguridad”, ante las cuales se impone la trémula y contradictoria estatura de la condición humana.
En el epílogo, tras una atrapante secuencia de persecución que marca el desenlace, la imagen de dos rostros en los que gana terreno la sonrisa, enlazados en un juego de reflejos que trastoca la transparencia de un vidrio, puede ser la metáfora de una reconciliación sin expiación: porque la auténtica reconciliación no deviene de una purga definitiva, sino que consiste en la recuperación de la recíproca confianza. Es posible que esta notable película nos señale con sus imágenes finales que la verdadera confianza no se asienta en la transparencia que permite el escrutinio absoluto de los actos, sino que se basa en la aceptación y reconocimiento de esa opacidad vital donde trascurre lo humano.