Por Cecilia González para RT
Ciudadanos latinoamericanas toman las calles de manera masiva. Protestan contra el empobrecedor ajuste. Son reprimidos. Hay muertos, heridos. Los militares retoman un temible protagonismo. El neofascismo pelea un lugar. La atacada democracia se defiende en las urnas, en elecciones que demuestran que ninguna fuerza política llegó para quedarse. Las sociedades castigan las crisis económicas. Se cansan de gobiernos con largos años en el poder. Cambian el voto. La polarización se recrudece.
De Haití a Chile, de Perú a Argentina, la región enfrenta un estado de ebullición que no discrimina entre gobiernos de derecha o izquierda, más conservadores o más progresistas. Las crisis internas se expanden sin distinción de ideologías. Los países se alían en bloques y aplican una doble vara para denunciar de manera selectiva la violencia y las violaciones a los derechos humanos. Si las cometen gobiernos amigos, se guarda un prudente e hipócrita silencio. Si son gobiernos enemigos, se les condena hasta la sobreactuación.
El caso más evidente es Venezuela. La grave crisis humanitaria provocada por el gobierno ameritó la creación del Grupo de Lima que, con excepción de una minoría de sus miembros, denuncia cada paso de Nicolás Maduro. Nada dice de Jair Bolsonaro, el presidente activista de la violencia, el racismo, la xenofobia y el machismo, el que defiende y revindica a viva voz los golpes militares, las torturas, los secuestros, las desapariciones; el emblema fascista de la región que llegó al poder después de dejar a la democracia brasileña herida de muerte, en estado similar a la venezolana. Nada dicen los críticos de Maduro de las fotos del opositor y fallido presidente alterno Juan Guaidó con paramilitares. Mucho menos de las mortales represiones ordenadas por el presidente de Ecuador, Lenín Moreno, y ahora por Sebastián Piñera en Chile.
Los estallidos se replican con celeridad, con motivaciones y consecuencias dispares.
El 30 de septiembre, el presidente de Perú, Martín Vizcarra, sorprendió al disolver el Parlamento de mayoría opositora. La respuesta del Congreso fue destituirlo del cargo por 12 meses, resolución que no avanzó. La crisis institucional amainó gracias, en gran parte, al apoyo de la mayoría de la población a Vizcarra en un país que tiene un largo historial de presidentes sumidos en el desprestigio. Alberto Fujimori está preso por corrupción, entre muchos otros delitos. Pedro Pablo Kuczynski y Alejandro Toledo siguen detenidos, uno con arresto domiciliario y el otro en Estados Unidos, en el marco de la investigación Odebrecht por pago de sobornos. Ollanta Humala puede correr la misma suerte. Alan García se suicidó de un tiro en la cabeza antes de que lo detuvieran, también por esa causa judicial. Aunque Vizcarra ganó, por ahora, la pulseada con el Parlamento, la tensión política es permanente.
En Ecuador, Lenín Moreno tuvo que dar marcha atrás en el aumento de la gasolina y el paquete de medidas que provocaron la sublevación de los ecuatorianos a principios de este mes. La victoria de las movilizaciones populares llegó luego de 12 días de protestas que dejaron por lo menos siete muertos y más de mil heridos, y con una declaración de un estado de excepción, toque de queda y militarización de por medio. El costo fue muy alto. Y la calma social no está garantizada.
Un par de semanas después, los militares salieron a otras calles, ahora en Chile. Piñera declaró la guerra a sus propios ciudadanos para quienes el aumento en el boleto del metro fue la gota que rebasó el vaso en una sociedad que se hartó de la desigualdad. Las marchas multitudinarias fueron repelidas por las fuerzas armadas. La respuesta del presidente fue más acorde a una dictadura que a un gobierno democrático: toque de queda, militarización, amenazas a la población. El saldo provisional es de 11 muertos, pero el final del conflicto aún es incierto. Lo único seguro es que se terminó el mito del “modelo chileno” que usaban como ejemplo otros líderes de la región.
La represión como respuesta se replicó el domingo, a miles de kilómetros de distancia. En Haití, miles de personas protestaron en Puerto Príncipe para exigir la renuncia del presidente Jovenel Moise, responsable de la crisis económica que empeora todavía más las condiciones de vida en el país más pobre del Continente. A pesar de que esta y todas las movilizaciones masivas registradas desde el mes pasado se han realizado de manera pacífica, la Policía disparó y asesinó a una persona. El crimen no detendrá al movimiento social contra el presidente.
Más al norte, en México los narcos volvieron a demostrar que mandan. Andrés Manuel López Obrador intenta cambiar la estrategia de sus antecesores, dar por terminada la guerra contra el narcotráfico con más buena intención que resultados, porque la violencia aumenta. Siguen los ecos de la escandalosa liberación del hijo del “Chapo”, decisión que, según el presidente, se tomó para evitar una masacre. La duda es hasta cuándo gozará del bono de confianza que todavía le otorga la mayoría de los mexicanos.
El voto como alternativa
En estos días aciagos, el presidente de Bolivia, Evo Morales, enfrenta la paradoja de permitir que la sospecha de un fraude electoral ensombrezca los resultados positivos que alcanzó durante sus gobiernos, entre los que destacan la estabilidad económica y la histórica reducción de la pobreza. Sus 13 años en el poder agotaron a parte de los ciudadanos que le pasaron factura en las elecciones del domingo, molestos, también, con la insistencia del presidente de buscar la reelección a pesar de haber perdido el referéndum que habilitaba su nueva candidatura. Ahora, Morales podría ir a la segunda vuelta que tanto temía frente al opositor Carlos Mesa. Si después de paralizar el conteo de votos, las autoridades terminan anunciando triunfo oficialista en primera vuelta, la credibilidad y transparencia de las elecciones quedará en duda. Las protestas masivas de la oposición y las críticas de parte de la comunidad internacional son previsibles. Y justificadas.
Manifestantes opositores han recurrido a acciones violentas, enfrentándose a los policías, quemando papeletas y causando graves daños materiales. La Policía ha tenido que dispersar a la multitud empleando gas lacrimógeno
Mientras se define qué pasa en Bolivia, el próximo domingo será el turno de las presidenciales en Argentina y Uruguay, y las regionales en Colombia.
Mauricio Macri, el presidente argentino que hizo uso y abuso electoralista de la tragedia venezolana, en el último debate de candidatos a la presidencia, con la sangre desparramándose en el país vecino, evitó mencionar otra vez a Chile como ejemplo a seguir. Si las 29 encuestas publicadas hasta ahora aciertan, perderá la presidencia como resultado de la ineficacia de su gestión que deja al país sumido en una profunda crisis económica que incluye inflación, pobreza, endeudamiento y devaluación récord. Si Maduro representa desde hace años una de las máximas decepciones de los gobiernos de izquierda, Macri simboliza ahora uno de los grandes fracasos de los gobiernos de derecha.
La izquierda uruguaya enfrenta un escenario más tranquilo. Aunque el Frente Amplio ya gobernó casi 15 años de manera ininterrumpida, las encuestas anticipan que el peor escenario del candidato oficialista Daniel Martínez, es ganar en segunda vuelta frente al derechista Luis Lacalle Pou. La conflictividad política y social, en este país, suele ser menor desde hace años. La democracia en Uruguay, a diferencia de lo que ocurre en otros países de la región, parece estar a salvo, por lo que sólo habrá que esperar resultados oficiales.
En Colombia, las previsiones son más inciertas. El domingo elegirán a los 32 gobernadores, más diputados, alcaldes, concejales y ediles. Implica una dura lucha por la reconfiguración del poder en la que interviene activamente para apoyar a sus candidatos Álvaro Uribe, el ex presidente y senador que arrastra añejas sospechas de vínculos con paramilitares, y que este mes tuvo que declarar ante la Corte Suprema en el marco de una causa en la que se le investiga por presunto fraude procesal y compra de testigos.
Los procesos electorales transparentes se erigen así como un símbolo de solidez democrática, pero los resultados garantizan apenas victorias y fracasos temporales de determinadas fuerzas políticas. Las sociedades exigen resultados, de lo contrario se cansan, reclaman, protestan. A veces en las calles, a veces con el voto. Tal y como se está viviendo y con tanta intensidad en la región.
Por Cecilia González para RT