Por Mariana Paterlini
Entre los retratos vivos de la fecha, cabe recordar al rey emérito de España, que aplaudía desde las alturas del palco, y entre bostezos, incluso a las comunidades indígenas a las que su Estado nunca pidió perdón. La realidad dejó abierta la pregunta al espectador. Nunca sabremos si la visita se trató de un gesto de provocación de nuestro presidente, por aquel entonces aún de estreno, o de un acto ejemplar del espíritu de reconciliación que a fuerza de fallos todavía nos intentan instalar.
Las anécdotas, como perlas, sobran. Hoy converso con Guillermo. Él dirigió el Mega-espectáculo del Bicentenario Nos los representantes, enmarcado en las actividades que el Instituto Nacional del Teatro articuló en la provincia. Guillermo se presentó a una convocatoria pública, ganó y firmó un contrato cuya letra escrita estuvo lejos de cumplirse del modo previsto: la obra quedó en las sombras, con ganas de audiencias que hicieran honor al tan bien ponderado “mega-espectáculo”.
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Guillermo tiene 29 años, es máster en teatro y performance, licenciado en teatro, actor, director y puto. O, por lo menos, estos son los aspectos sobre los que elige echar luz para presentarse ante el micrófono cuando le pregunto quién es. Sus etiquetas las conozco, aunque nunca antes le había hecho exactamente esta pregunta. Es que Guillermo y yo nos encontramos por primera vez en nuestra segunda o tercera adolescencia, en 2007, mientras hacíamos la fila para entrar a ver una obra cordobesa en el Víctor García, y descubríamos en la conversación de pasillo, que las clases de martes a la siesta nos reunían en la facultad del Parque. Desde entonces, los encuentros y desencuentros ampliaron repertorio de escenarios y tópicos de charla.
Ahora, es noche cerrada. Nos encontramos en la esquina de Ayacucho y Lavalle, sobre una de las esquinas de la Plaza San Martín, en diagonal al Paseo de los Liberadores de América. Es domingo y ha pasado una semana desde la última vez que recorrimos juntos Barrio Sur. A lo largo de los años nuestra relación mutó sus formas y, en estos días, se asienta sobre las caminatas largas que usamos como excusa periódica para soltar la lengua.
Caminamos media cuadra, y saludamos con la mirada a los bustos de Bolívar, Sucre y O’Higgins, ubicados en la senda que se extiende en el centro del boulevard. En julio se cumplen tres años desde que la vía más transitada del Barrio, la Lavalle, se convirtiera en escenario propicio para este despliegue latinoamericanista, los próceres de moda ya son parte del paisaje.
Guillermo tiene fiaca, así que cruzamos hacia Cosas del Campo, el bar abierto y que nos gusta en esta zona. La combinación de variables es tentadora: comida rápida y rica, bebida fresca y precios bajos. La banda sonora de fondo, por otro lado, no convence: mesas con niños y niñas pequeños y una televisión que reproduce algún programa infantil a un volumen que por ratos cobra más protagonismo que la conversación que vamos a empezar. Aun así, nos sentamos y pedimos cerveza y empanadas.
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Guardo entre mis recuerdos una de las primeras definiciones de Historia –así, con mayúsculas- que me dictaron cuando empecé la secundaria. Me enseñaron, y repetí hasta el convencimiento, que estudiar la historia es importante para entender el presente y transformar el futuro. Acción. En aquellos tiempos turbulentos de hormonas y pensamientos desbocados, esta concepción fue una especie de credo nuevo al que asirme obsesivamente. Desde mi punto de vista adolescente, conocer y entender el pasado, daba lugar, como consecuencia ineludible, a un sobrevaluado libre albedrío.
—A mí, la historia nunca me interesó. La mía fue una decisión basada en una necesidad económica.
Guillermo me frena con una de sus intervenciones tajantes que por momentos nos ubica en veredas opuestas, aunque el correr de las palabras siempre vuelve a encontrarnos.
Ese día, un par de horas más temprano, habíamos concretado la cita.
—No sé por qué sería raro, me encanta hablar de mí.
Cortita y al pie fue la respuesta a mi pedido imperativo de un encuentro que no era urgente, ni sería para hablar de él, sino más bien de su obra en el marco histórico y festivo. Creo que su narciso lo sospechaba. Después de todo, qué es un artista sino su propia obra puesta a andar en los ojos y las palabras de la gente.
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El Bicentenario de la Independencia fue planteado como un hecho a conmemorar, a recordar solemnemente, a honrar. Así, la Provincia dispuso de los mecanismos para que el año y, en particular, la jornada, no pasaran desapercibidas. Se creó un ente provincial multisectorial; se dispuso de partidas de fondos específicas y, como suele suceder en las provincias, se esperaron fondos de Nación que nunca se acreditaron o lo hicieron demasiado tarde. Lo que primero estuvo listo para salir a escena fue la página web, en la que se amontonaron convocatorias de disciplinas variadas con un único eje central, hasta hartarnos de las banderas celestes y blancas.
“9 de julio: El pueblo festeja el Bicentenario con teatro”.
Así se llamó la propuesta, dependiente de la Nación, en la que Guillermo participó.
—El desafío fue resolver un mega-espectáculo que involucrara a 10 actores y 300 vecinos en cada uno de los 18 municipios en los cuales se pondría en escena. La temática no me interesaba, pero, si ganaba, vivía por dos años.
Guillermo trabajaba de mozo en un bar y decidió dedicar su tiempo libre de los cuatro meses que siguieron a preparar una propuesta que lo conmoviera. Acción.
—¿Cómo vivís el teatro?
—Actuar es el lugar que tenía que ocupar en mi existencia. Entiendo la actuación como una instancia de poder porque el espectador está obligado a ver, pero no se trata de un poder mala leche, sino de decidir lo que se quiere mostrar.
Guillermo me dice, mientras el volumen de la televisión lo altera y se distrae un poco, que le gusta pensar qué genera en la gente. Aunque sabe que eso es incontrolable. Igualmente, vuelve sobre su punto, mientras refuerza y hace su definición aún más ambiciosa:
—Actuar o dirigir es como elegir eso que la gente va a vivir.
Desde siempre admiré a Guillermo por la gravedad y la seguridad solemne de sus palabras. Coincido con la integrante del jurado que lo nombró como un pendejo soberbio, y me vuelvo a convencer de mi admiración cuando él me cuenta que esta actitud hace a su tracción para plantarse ante los desafíos. Guillermo y yo repasamos juntos para cada parcial de Historia Social antes de sentarnos a escribir frente a la hoja en blanco, por esto sabe de mi obsesión por hurgar entre fuentes y perspectivas, tanto como yo sé de su obsesión por el detalle y la letra chica.
El hecho es que, finalmente, ganó el concurso.
—Presenté una obra que se dedicaba a exponer los mecanismos de producción de una convocatoria fantoche.
Porque, a pesar de carecer de antecedentes o experiencia suficiente, el Instituto necesitaba un ganador, y una propuesta crítica pareció al jurado la mejor opción. Así, confluyeron en el escenario tres personajes alegóricos, Patria, Independencia y Libertad, que narraron las contiendas previas al 9 de julio de 1816 y el Congreso de Tucumán.
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Los actores del montaje se presentaron desubicados en la escena. Los congresistas parecían perdidos en el guión, y al reconocerse en un salón ceremonial, semidesnudo de escenografía, intentaban resolver la falta de asientos con un juego de la silla, mientras Patria se dolía, los micrófonos fallaban, Libertad desplegaba su cizaña y los vecinos de ocasión encontraban la manera de descifrar el pacto propuesto por esta sinergia, al unirse a ella o romperla cómicamente. Además, como quien suma ingredientes y sentidos, una actriz travesti representaba a Independencia, la protagonista, “porque es una identidad que evidencia decisión y construcción”; y el despliegue del juego escénico rememoraba las tomas de una fiesta de quince, estilo tradicional. La intención de Guillermo fue integrar a los espectadores en el caos de los distintos escenarios.
—Era un mamarracho todo, la metáfora no era muy abierta, y la gente se iba sin saber si lo que había visto era todo un error o lo planeado por el espectáculo. No se trató de retratar los 200 años y gritar Viva la patria, sino también de preguntarse qué significaba.
Guillermo pide la segunda cerveza y reflexiona con la mirada fija en algún punto de la televisión.
—Lo más coherente que le ha pasado a esta obra, es que no se haga.
En los 18 municipios convenidos, se programaron 23 fechas y se concretaron cuatro funciones. Las huellas de la frustración y el malestar son aún evidentes en su rostro y en el tono de sus palabras. Y eso que una premisa pesimista guió su búsqueda. Sucede que la investigación que realizó durante la etapa de escritura lo llevó a una conclusión contundente y cerrada:
—No ha cambiado nada.
Recuerda los avatares burocráticos con cada gestión municipal, que debía ser coordinada, luego, con el equipo provincial, y encuentra un punto común: desinterés por la concreción de la puesta, más allá del grandilocuente espectáculo que la convocatoria prometía. Inacción.
Las lecturas históricas sumergieron a este master en teatro y performance, licenciado en teatro, actor, director y puto, que renunció a su trabajo de mozo en un bar para dirigir el mega-espectáculo del Bicentenario, en los detalles escabrosos de las discusiones políticas y la administración de las partidas presupuestarias de un país pretendido. Estado-nación —al mejor estilo ilustrado— que no sólo no existía allá por aquellos tiempos de congresales con medias de punto y sombreros de copa, sino que contaba con tantas versiones de sí mismo, como causas embanderaban a los grupos de la elite gobernante. Y todas eran, por sobre todo, respetuosas del beneficio propio, aunque su diseño formal lo disimulara.
Así, otra de sus intenciones, llamar la atención sobre lo imperfecto del mundo, habilitar preguntas y diferentes miradas, nunca superó la apatía de los municipios y del INT.
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Han pasado un par de horas y los caminos de la conversación se bifurcaron. La televisión ya no suena porque Guillermo se levantó ansioso y turbado en algún momento y la apagó. La charla siguió tranquila y fue la toma de conciencia de un lunes largo por venir la que marcó el límite de la reunión. Salimos, nos despedimos en la puerta y cada uno siguió camino hacia puntos opuestos del Paseo.
“Sin embargo, el proyecto de una Gran Hispanoamérica unida chocó con los intereses particularistas de las oligarquías locales que hicieron fracasar el sueño de la Patria Grande”, me ataja el cartel municipal que acompaña a Bolívar. Mientras camino, el ímpetu adolescente vuelve a ganar cancha. Repienso el libre albedrío y, en un discurrir apegado a las ideas del contrato social, no puedo sino volver una y otra vez sobre los proyectos de soberanía que cada busto tuvo para sí y para los demás, y me pregunto por su representatividad. O será acaso que Guillermo tenía razón y el mamarracho en que se convirtió su obra, en respuesta a una convocatoria fantoche, no fue sino un debido homenaje a una farsa todavía mayor. Reacción.