Marea Emocional es un espacio de formación en la escritura narrativa coordinado por María José Bovi. En los talleres individuales la propuesta es de construcción de obra discursiva. En los grupales, se trabaja con diversas propuestas de escritura, entre ellas: Narrar Los Cuerpos, Prohibido No Mirar, Narrar Mi Memoria. En este espacio, compartiremos producciones escriturales de autores/as que se encuentran trabajando en dicho espacio.
La producción literaria en el NOA —y desde él— crece de manera exponencial, año a año. Esta sección se presenta como un espacio de publicación editorial, literario y escritural para difundir estas voces que se encuentran en trabajo de escritura, lectura y edición.
Si no llenás las botellas de agua, sos un hijo de puta
Por Daniela Escobar
Son las nueve de la mañana y arranco el día cargando las cinco botellas de agua de la heladera. Igual que ayer y antes de ayer. Podría tomarme un café antes de salir al trabajo, pero no. Los diez minutos que me sobran entre que termino de prepararme y que pasa el bondi los uso para cargar las botellas que este hijo de puta se ocupa de tomar, pero no llena.
El agua del caño sale caliente. Ahora estoy insoportable. Es sábado, día de descanso y por lo tanto día de convivencia full time. El sol arde hace ya tres horas por lo menos. Arde fuerte, como cuando estoy cocinando y abro apenas la puerta del horno para chequear que todo vaya bien y la ola caliente se expande y me quema la cara; arde como cuando mi papá hace las fogatas en la chimenea de casa y muerta de frío tengo el impulso de llevar mi cuerpo lo más cerca del fuego. Así arde esta ciudad, como el infierno mismo
Camino hasta la cocina, el choque de temperaturas cuando salgo de la pieza con aire me asfixia, siento cómo la gota de transpiración me cae de abajo de la teta dejando un manchón mojado en la remera que uso de pijama y el hijo de puta en un colchón en el piso, en cuero, con la boca y los ojos medios abiertos y babeando, enredado en los auriculares, porque lo único que sabe hacer bien es quedarse jugando o viendo series hasta vaya uno a saber qué hora. Encima duerme con el ambiente climatizado y tiene el ventilador apuntándole a la cara en la velocidad tres.
Meto las botellas en la heladera. Me sirvo un vaso de agua y busco hielo. No hay. Se juntó a escabiar y jugar a la play con los amigos la noche anterior. No llena las botellas, tampoco las cubeteras. Respiro hondo. Quisiera poner la pava eléctrica a funcionar, que el agua ahí dentro burbujee escandalosa, volcarla sobre su pecho y despegarle cada pedacito de pellejo, que la espalda se le haga una ampolla enorme, carne viva, pellizcarlo y que me quede entre las uñas su ADN. Quiero que se despierte del dolor, que el grito le salga desde el diafragma, saltar en la cama mientras lo veo retorcerse, que me suplique que pare. Me voy a reír diciéndole que me pida perdón y que prometa por el resto de su piel sana que nunca más lo va a volver a hacer.
Buen día, gordi, me dice, así, muy ligero de cuerpo, como si no hubiera hecho nada, interrumpiendo mis pensamientos. Me muerdo los labios, estiro mi remera para secar la transpiración que ya me chorrea hasta el pupo, respiro hondo sin mover los hombros, frunzo el lagrimal que está a punto de estallar, y me pregunta si está todo bien el imbécil. ¿Qué tan inútil hay que ser para cargar una botella con agua? Quiero decirle que por qué no ordena cuando se van los amigos, y encima los deja fumar dentro del departamento, que levante las cajas de pizzas que quedaron al lado del sillón y se las meta de a una en el culo. Que se ponga a lavar los platos y el montón de vasos que usaron él y esos roñosos que invita todos los viernes. Que pase la escoba porque ahora no sólo tengo que limpiar la mugre de él, sino que la de los vagos de mierda esos. Pero no. Porque responderle significa sostener una vez más la misma discusión de siempre. Una puede explicarle bien, a los gritos, acusarlo con mamá, ofrecerle un par de cagadas, echarlo, amenazarlo con tirar la play, la computadora, el televisor. Pero nada funciona. Al parecer, solo las medidas extremas van a dar resultado. Le digo que estoy bien. Quiero que se vaya y dejar de escuchar su respiración, quiero que desaparezca, que sea como que nunca existió. Y no se va.
Decido salir a comprar fruta en el carrito verdulero que para los martes, jueves y sábados en la esquina del departamento. Le pido siempre lo mismo: dos bananas, tres manzanas, dos naranjas y, si están lindas, dos peras.
—$1325, doñita —me dice el hombrecito. Le doy $1350—. Le damos un limoncito para completar los cincuenta, ¿le parece? —le respondo indignada que con todas las veces que me da limones de vuelto ya hubiera juntado una fortuna—. Y bueno, doña, traiga cambio entonces.
Siento cómo el calor me sube desde los hombros y hasta la frente, me arden las orejas y me doy vuelta para responderle, con los ojos bien abiertos, encorvando un poco la espalda porque es más bajo que yo y acercando mi oreja a su boca para escucharlo bien:
—¿Cómo me dijiste? —y se ríe, incómodo, dejando a la vista los únicos dos dientes que le quedan.
—No se enoje, doñita, no me diga que está en sus días. Le doy dos limones por los veinticinco pesitos, vaya a descansar.
Me voy furiosa. No le recibo los limones. Metetelos veinticinco veces en el orto, pienso. ¿Será que todos los hombre con los que me toque cruzar media palabra van a ser inútiles? ¿Es un requisito excluyente ser un pelotudo para ser varón? Quiero volverme y cagarlo a piñas, morderle la oreja izquierda y arrancársela, ponerlo sobre el carro y serrucharlo con el cuchillo del zapallo poniendo todo el peso de mi cuerpo encima para agilizar el movimiento. Repetir el vaivén como si de un zapallo criollo se tratara. Mostrarle cómo es que te salga sangre del cuerpo involuntariamente y preguntarle si está en sus días.
Abro la reja del edificio, subo las escaleras, abro la puerta de vidrio, subo al ascensor, llego a mi piso, el segundo. Y antes de entrar, me llega un mensaje de Pedro Chongo:
[20:02, 17/11/2023] Pedro Chongo: Dani, disculpá por decírtelo por mensaje pero no podemos seguir juntos.
[20:02, 17/11/2023] Pedro Chongo: Estuve hablando con Leo ayer y me dijo que para él sería muy raro tener que compartir con nosotros como pareja habiendo sido amigos tanto tiempo.
[20:03, 17/11/2023] Pedro Chongo: Pero te quiero.
[20:03, 17/11/2023] Pedro Chongo: Quiero seguir compartiendo con vos.
[20:03, 17/11/2023] Pedro Chongo: Solo dejaríamos de coger.
[20:05, 17/11/2023] Pedro Chongo: O podemos coger si querés, pero no seríamos nada.
[20:05, 17/11/2023] Pedro Chongo: y estaría piola que nadie se entere.
Empiezo a sentir que el mundo está conspirando en mi contra y que, en cualquier momento, va a salir una cámara oculta y todos me van a decir que es una broma. Acto seguido, me llega un mensaje de Leo:
[20:07, 17/11/2023] Leo: Amiga, me contó Pedro que está todo mal.
[20:07, 17/11/2023] Leo: Podemos tomar una birrita hoy para charlar si querés.
[20:08, 17/11/2023] Leo: Yo te dije que era un pelotudo, que no te enganchés con él.
[20:12, 17/11/2023] Leo: Amiga, vos sabés que yo te quiero y que me parecés alta mina. Él y yo no somos tan amigos, así que si queres charlar, avisame.
Lo que no sabe Pedro, es que Leo me quiere culiar desde que nos conocemos, hace como ocho años. Ignoro ambos mensajes y entro al departamento. Veo al simio que vive conmigo tomando mates y comiendo la pizza que quedó de la noche anterior, la que estaba en el piso. Se levanta, se acomoda las bolas sin ningún tipo de pudor, con esa misma mano acomoda la bombilla y me invita un mate. Le agradezco y vuelvo a la cocina. Respiro hondo una vez más, tengo ganas de gritar de bronca, pero me quedo callada y lavo los platos y vasos que quedaron sucios de anoche.
Se acerca a donde estoy y me dice que porqué no bajé la basura cuando fui a comprar y que me olvidé de tender la ropa otra vez, que él está cansado de tener que hacer las cosas por mí. Acto seguido, tira un cuchillo que me quedó sin lavar a la pileta. El temblequeo ocular es instantáneo e incontrolable. Me hierve la sangre, lo siento porque me arde la cara, se me traba la mandíbula, tengo ganas de llorar, gritar, patalear. Respiro hondo, una vez más, y lloro y grito y pataleo mucho. Él sólo observa con los ojos como dos monedas de un peso. Yo grito más. Las lágrimas se me caen sin ningún tipo de esfuerzo, solas corren por mis cachetes, los colmillos se me salen como si fuera un vampiro. Me lo quiero comer. Pasa por mi lado, esquivando mi ira, con una mezcla de miedo y preocupación, arrepintiéndose de haber puesto ese cuchillo tan cerca mío. Camina al balcón y tomo carrera. Quiero colisionar con ese cuerpo veinte centímetros más largo que el mío. Quiero hacerlo con la velocidad suficiente para no fallar y verlo desaparecer, que caiga justo en la parte de atrás del camión de basura, que el compactador le aplaste los sesos, a ver si así tenemos la suerte de que se le conecten un par de neuronas. Pero llego al balcón y no puedo. No puedo dejar de mirar la tijera de podar toda herrumbrada que dejó el inquilino anterior. Quiero cortarle los dedos de la mano derecha con ella, mirarlo a los ojos y cortarle uno por cada botella que no carga y bailar bajo la cascada de sangre.
Él se sienta en la reposera, mira el celular y retoma la secuencia: agarra el mate con la mano izquierda, con la derecha se rasca las bolas, acomoda la bombilla, agarra el termo y ceba un mate. Lo miro, parada a su lado.
—¿No te molesta ver un montón de botellas vacías estorbando en la cocina?
—Relajá, changa, tomá un matecito, no elijás el camino de la violencia hoy —se ríe sin gesticular mucho y estira la mano para invitarme uno.
—Bueno, dame uno —y me siento a su lado. Cuando lo termino, le digo—: Che, ¿te acordás de Pedro Chongo? Me mandó un mensaje diciendo que si quiero podemos seguir cogiendo, pero que no le diga a nadie.
— ¡Ah! Con razón estabas así de sensible, es un pelotudo, mandalo al pingo.
Y yo me quedo pensando a cuál de todos los pelotudos del mundo tengo que mandar al pingo primero.