Multiplicadas con los anos Diame

Lecturas de fin de semana | Multiplicadas por los años

Marea Emocional es un espacio de formación en la escritura narrativa coordinado por María José Bovi. En los talleres individuales la propuesta es de construcción de obra discursiva. En los grupales, se trabaja con diversas propuestas de escritura, entre ellas: Narrar Los Cuerpos, Prohibido No Mirar, Narrar Mi Memoria. En este espacio, compartiremos producciones escriturales de autores/as que se encuentran trabajando en dicho espacio y que serán ilustrados por artistas plásticos nucleados en la Editorial Garambainas.

La producción literaria en el NOA —y desde él— crece de manera exponencial, año a año. Esta sección se presenta como un espacio de publicación editorial, literario y escritural para difundir estas voces que se encuentran en trabajo de escritura, lectura y edición.

La ilustración que acompaña este texto pertenece a Diame (@d.iam.e) que es Ilustradora, historietista y escultora de Tucumán. Adicta a los webcomics y las infusiones. Doctorada en “Loca de los gatos” por la universidad de Massachusett. Actualmente trabaja en Editorial Garambainas

Multiplicadas por los años

Sol Osorio

No entendía bien cómo, pero parecía que se habían multiplicado con los años. Cuando Amanda era chica, no había tantas en su casa. La mayoría venían en parejas. Daba impresión verlas, eran iguales, como un espejo. Blancas y traslúcidas. Otras eran oscuras, cortas y peludas. Algunas, cuando las veías juntas, parecía que se formaba una sola imagen con su propio significado. Otras tenían alguna zona lastimada, casi que se podía ver para adentro de su cuerpo, esas eran las que había que ocultar el mayor tiempo posible antes de que llegue su final. Pero era difícil, eran viejas, olían mal. No tenía sentido conservarlas. Alguna especie de valor afectivo las mantenía a salvo hasta que el olvido y el deterioro las barrían sin dejar rastro.

No en todas las casas era así. Había algunas vecinas que tenían a alguien que se encargaba de ellas, que las mantenía en orden, limpias, cada cual con su pareja. En su casa no. Amanda estaba cansada de verlas por todos lados. Arrugadas, sucias, apoyadas en cualquier superficie. La aterraba la posibilidad de bajar en medio de la noche y pisar una de esas peludas mojadas. No iba a poder resistirlo sin un grito. Su hermano se iba a despertar enojado porque otra vez estaban invadiendo todo. Era una de las peores tareas, pero Amanda era la responsable. El lugar era pequeño para todas las que había. Revisó toda la casa, incluso el patio, algunas colgadas de la soga de la ropa, junto con las sábanas y las prendas de diario. Recogió todas las que encontró. Trató de meterlas en el cubo de madera. Un poco por tamaño, por color, por el clima al que pertenecían. Las que tenían pareja de un lado, era más fácil ubicarlas. Las que no tenían pareja por otro lado, revueltas, enmarañadas entre sí, como ocultándose para no ser vistas. En el medio, las que habían armado una pareja con otra distinta. No era algo de lo que enorgullecerse, pensaba Amanda, peor es que mueran solas. Si pasaban mucho tiempo solas, su destino era trágico e inevitable. Cortadas a la mitad, desarmadas, convertidas en residuo de lo que fueron alguna vez.

Eran muchas para ese cubo tan pequeño. A medida que las iba acomodando era cada vez más difícil meter la siguiente. Estaban apretadas, disputándose lugar, tratando de no explotar, ni deformarse, ni salir disparada del rejunte. Las uniones del cubo presionaban para romperse y hacer lugar a todas las que faltaban por entrar. Amanda trató de meter las últimas parejas, blancas, pequeñas, propias del verano, frágiles y transparentes. El cubo, tal como había anticipado, se reventó. Amanda miró alrededor. Estaban por todos lados. Arriba de la cama, bajo el sillón, colgadas de las ventanas, enredadas en las cortinas. Su hermano se asomó a la habitación llamado por el ruido. Amanda se reía, agitada, nerviosa, cansada de la misma historia que se repetía en las mujeres de su familia y que su hermano no identificaba.

Su hermano fue al patio a buscar un canasto de paja y herramientas para arreglar el estallido. Si necesitan más lugar, mejor dárselos, decía. No podían invadir la casa otra vez. El tiempo que se demoró en volver fue suficiente para que el caos se desatara. Amanda estaba sumergida entre todas ellas que alborotadas se reproducían al mínimo contacto una con la otra. Era un crecimiento exponencial que no podían detener. Amanda trataba de soltarse, estaba enredada, aplastada bajo su peso.

Nunca se movían pero, por la cantidad que eran, se desparramaron por la casa. Ocuparon el pasillo que daba a las habitaciones. Llegaron al baño, algunas cayeron en el inodoro, se mojaron. Qué asco, pensó el hermano. Amanda aún luchaba para salir de la pieza. Las parejas se entrelazaron entre sí y armaron una especie de soga que fueron subiendo por sus piernas. Entró el hermano con unas tijeras de podar y la separó de las ataduras. Pudieron salir casi a rastras de la pieza. Amanda estaba sorprendida. No sabía que pudieran actuar así, en manada, hasta parecían organizadas. El hermano iba cortando a su paso, pero las desgraciadas parecían burlarse y se volvían a unir con nudos más fuertes. Ya estaban las dos habitaciones colmadas. Habían tapado los desagües y el agua salía para afuera. En cada pieza había lámparas de aceite tiradas en el piso. Amanda asustada se dejaba arrastrar por su hermano hacia el patio.

Los ventanales de la casa actuaron como una gran lupa que condensaba los rayos de sol. Sintieron olor a quemado. Las cortinas de las piezas, cubiertas por las parejas y el aceite, estaban en llamas. Por el calor, estallaron los vidrios y el viento caliente que entraba de afuera avivó el fuego y lo expandió por el resto de la casa. Los leños, que almacenaban en la cocina para las hornallas, prendieron de inmediato y alcanzaron los granos guardados. Amanda y el hermano estaban en el patio, descalzos. Él con las tijeras; ella aferrada a su mano. Había humo azul por el aceite, humo negro que salía de la cocina por las maderas y humo blanco despedido de los agujeros de las puertas. Con esa escena montada, no faltaría mucho para que llegara algún vecino.

Mientras miraban arder su hogar, Amanda pensó que nada de lo que iba a quedar era bueno para ellos. Tenían las herramientas de trabajo a salvo en un cuarto separado de la casa. Podrían armar un oficio y buscar un lugar alejado, con playa y agua y calor, donde pudieran estar sin medias, sin zapatos, sin ropa que pudiera prenderse fuego.

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