La primera edición de este texto se publicó en el libro “Dinosaurios” (Monoambiente, 2017), primera novela de María José Bovi, una historia de violencia de género, una denuncia de un caso. Esta nueva edición del texto es parte de la obra revisada. ¿Qué hacemos cuando la muerte y el amor están encerrados en un mismo Monoambiente?
María José Bovi
Tucumán, Argentina
Viernes 3 a.m sin ser una canción. La reunión es a las once, pero no puede dormir. Tiene un cuerpo en su cama que le reclama amor, un cuerpo que le implora un “nuestro” que no quiere aceptar. Solo quiere regresar a la cama y que ya no esté.
Se cepilla el pelo mientras se observa en un espejo de 10x5cm, el único de la casa. Hace seis meses permanece entre las paredes de un monoambiente sin poder observarse detenidamente, pero eso le hace bien. La imagen enferma está guardada en un cajón, que está guardado para el tiempo, que el tiempo pronto borrará.
Se cepilla el pelo y, por tercer día consecutivo, tiene entre sus dedos tres centímetros cúbicos rubios que se despiden. Intenta hacer crecer todo, duplica hormonas en shampoos baratos y cremas caras. Nada.
Piensa en el cáncer.
Piensa en él y se imagina en una bañera a la que le rebalsa agua espumada mientras Janis Joplin canta. Romántica. En sus dedos una copa que no cae, pero sí el vino y su gata lo lame del suelo. El cuerpo desnudo, color de invierno, la boca con un beso rojo estrellado fuera de ella, sobre los cachetes la tinta negra que antes delineaba sus párpados. Hay que dejar de dibujar expresiones que no se pueden sostener. Detrás de la jabonera, el blister vacío. Los forenses no registrarán el desconsuelo. Piensa en el cáncer.
Ha decidido amarla. Lo decidió mientras endulzaba el café. Nunca usó azúcar. Nunca lo amó. Si piensa en qué es el amor, siente que sus emociones ya pasaron de moda. Pero si piensa en la versión de ella que le gusta, no le importa usar yoguin con ojotas, ojotas con medias y medias horas para amarla. No me importa usar días para ello. Meses, años, la vida. Decidió amarla, solo a ella. Pero el cáncer…
Sentada de piernas cruzadas escucha del mundo lo que él quiere que escuche y nada más: bocinas, ambulancias, el vecino bañarse, Juls Cataneo cantar, la tortilla en la boca, la respiración difícil y los ronquidos, los de ella.
En cada sorbo de café, construye discursos firmes donde le dice que se vaya, que no vuelva más, que sabe que su amor es de otres, del viento. No habrá sugerencias. Te vas o te vas. No va a permitir que la quiera guardar en un frasco de mermelada barata. Ya no puede tolerar eso. Sabe que no significa que jamás vaya a ser guardada en uno, aunque tiene la esperanza que será el de un mejor dulce, dulce de higos enteros, dulces con ciruelas de verdad, frutilla casera, naranjas con cáscaras, membrillo de abuela. Transforma las palabras en sabores mentales. Piensa en el cáncer.
Se acerca a la habitación. Duerme. Ronca. Está.
—Andate, por favor, andate.
No quiero que la escuche. Va a dolerle y después a ella. No sabe si lo dice o lo piensa en voz alta. Que haya dejado de amarla no significa que no lo haya hecho alguna vez. Salvo que alguien le trajo dulce de duraznos en un potecito sin tapa, una gomilla y una tela para que la dulzura se respire. No ve las horas de poder probar lo nuevo. Si tan solo ella fuese aquel, piensa y llora mientras deja caer su espalda contra la pared y se tapa los ojos con las dos manos. Si tan solo ella fuese aquel, todo sería tan nosotras que no podría existir la posibilidad de desayunar sin entregarle los pies bajo la mesa y dejar de vez en cuando la computadora a un lado y besarla. Qué perfecto estaría todo. Sería un 25 de mayo, siempre soleado, tan día del trabajador, tan mandarina en la plaza en otoño, tan siesta en cama de dos plazas con el sol en la cara entrando por la ventana de un departamento en la ciudad.
—Tendremos un veinticinco, mi amor, estaremos juntas y seremos nuestra propia tierra, festejaremos nuestra propia Patria.
Llora en el ronquido de ella. Agarra su vientre como si fuese a caérsele. Tiene espasmos que no controla. Abandona el amor y en el baño vomita pedazos de cáncer.
¿Cómo hace para que se levante y se vaya? ¿Para que se levante y la deje? Se limpia la boca frente al pequeño espejo y seca su rostro mojado con la toalla rosada. Sabe que no va a hacerlo, la ama. Y para ella ahora todo es tan pasajero, un colectivo más saliendo de su estación será normal. ¿Cuántas rutas llenas de sus propios viajes? Es el cáncer, también lo sabe. Hace de las suyas. La retiene en los lugares cómodos donde las promesas con olor a rosas se han esfumado, estacionarse porque no hay posibilidad de escapar por el mundo, no juntas, no sola, ya no sirve y la retienen. En cambio él la invitaría a salir, el festejo de un cumpleaños eterno y una vida que ya está en los créditos, con él existe la posibilidad de un Madrid juntos riendo a carcajadas, tomados de la mano, abrazados dando pasos, listos para las cámaras que congelan los buenos momentos, esos que expresan la felicidad en imágenes. Con él no estaría enfermando, solo enferma. Correría hacia la Fontana di Trevi y tiraría de espaldas la moneda, él la besaría después y le regalaría el espacio, todo el espacio de un cielo repleto de planetas y terminar haciendo el amor en algún barco en las calles de agua venecianas. Él no podrá dejarla, se irá antes de tiempo, incluso antes de la muerte. Todo sería más fácil. El amor pasajero, el dolor sin trámites. El cáncer.
Vuelve al cuarto, se arrodilla frente a ella, pone los codos sobre la cama y tapa su llanto mordiendo el acolchado que juntas compraron. Vacía el pecho, la vida se le achica.
—Andate, por favor.
Se levanta enojada y se va hacia la puerta de entrada. Dicen que si una abre una puerta que se enfrenta a una ventana la corriente de aire es fuerte y todo, en cuestión de segundos, se enfría. Se enfría.
—¿Amor? Amor, ¿a dónde vas? ¿qué hora es?
Con la mano en el picaporte ya del lado de afuera la mira. Vuelve. Cierra la puerta. Se mete al baño. Abre el agua, empieza a llenar la bañera. Busca Janis Joplin en Spotify.
—¿Gordi?
Es su cuerpo la copa que cae. La sangre se derrama por boca, nariz, útero. Un nuevo mechón flota en el agua y se presenta como el único barco que la llevará a nuevos caminos. La imposible acción de alejarse de los amores en la enfermedad será su frasco. Ante el fracaso de su plan “me voy porque te quiero cuidar del dolor”, la mermelada se vence. Solo él, el cáncer, se funde con ella en una mermelada.